martes, 4 de noviembre de 2008

El niño del pijama de rayas.

Fui a ver "El niño del pijama de rayas"; es otra película sobre los campos de concentración nazis, solo que, en este caso, los ojos desde los que se mira a todo eso, son los de un inocente niño, hijo de un oficial de las SS encargado de un campo.

Salvo algunos momentos que insinuan cierta profundidad, un oficial de las SS enviado al frente por no delatar a su padre disidente, otro que antepone los deseos del Fuhrer a los del ataud de su propia madre muerta, una niña que emplea sus energías adolescentes en amar el nacionalsocialismo como si se tratase de las Spice Girls, un degradado médico judío metido a pelapatatas, la película no pasa de ser otra más de las que contribuyen a crear eso que podemos llamar ya, la memoria de los europeos.
Pese a todo, después de haber visto mil veces "La lista de Schindler" o "la vida es bella", de haber leído a Ana Frank o a Primo Levi, no termino de acostumbrarme al descubrimiento de esa memoria. Tal vez para eso no se debería dejar de hacer este tipo de películas y de libros, ahora que desaparecen los últimos testigos de esa barbarie; es necesario mantener fresca la memoria.

Eso nos permite volver a decir, una vez más y con la misma fuerza: "había niños en los campos de concentración".

jueves, 16 de octubre de 2008

Doce películas y treinta canciones.

Los profesores de filosofía, de literatura, de clásicas o de historia suelen ser unos bibliofilos. Se echan las manos a la cabeza cuando descubren que un alumno de diecisiete o dieciocho años no ha leído "El Lazarillo", ni una página de "El quijote", no sabe nombrar una obra de Unamuno, de Descartes o de Platón, a penas podría balbucear un par de frases referidas a la Odisea y tampoco ha tenido la más mínima curiosidad por acercarse a algún texto sobre la Segunda República, la Reconquista o la Transición Española.

Yo no soy de estos; por lo general creo que se sobrevalora, sobre todo los filósofos, la importancia del texto en la educación. Esta insistencia en las palabras impresas sin duda procede de la especial forma de comprender la filosofía que tienen los profesores del mundo posmoderno; como la filosofía ha perdido el horizonte de la "cosa en sí", pese a los intentos de husserl y en cierta forma también de Heidegger, la realidad ha cedido terreno al texto, al libro. Tal vez, desde una óptica pasada de moda, me gusta más entender esta pasión por el logos volviendo a sus inicios en Grecia, a través de las actitudes de Sócrates y Platón, cuando la filosofía era, ante todo, oralidad. No olvidemos la afirmación que Sócrates hace en el Fedro platónico insistiendo reiteradamente que, sobre las cosas más elevadas, es decir, en todo lo respectivo a la verdadera filosofía, valía más la pena no poner ni una sola palabra por escrito (sobre este pasaje ha levantado Reale su "Nueva interpretación de Platón", un libro que merece la pena mirar).

Claro, me direis que, renunciando a los libros, ¿de qué forma podríamos sustantivar la enseñanza de la filosofía?... si no hay texto tampoco hay contexto. Y en cierta forma tendríais razón al reprocharme esto. Sin embargo podemos volver también aquí a Platón y contar cuántas veces hace acto de presencia entre los diálogos audaces de Sócrates un texto; ¿alguien lo sabe?. Sin embargo, lo que sí se trae constantemente a escena son los relatos sobre los dioses, lo que nosostros llamamos "mitos". En mis clases de filosofía sucede algo parecido y, seguramente, os ocurre a vosotros algo semejante: lo que se trae a la presencia, de una forma dialógica, rara vez es un texto; pero los relatos sobre los dioses acuden a nosotros constantemente. Y no me refiero a Zeus a Jeovah o Jesús, me refiero a otros mitos, a Luck Skywalker, a Neo, A vito Corleone, a la Teniente Ripley o el autómata Datta.

El problema es que, cuando esto sucede, lo que encuentro generalmente es extrañeza y desconocimiento en mis alumnos: más de la mitad de la clase desconoce el relato, nunca ha visto la película. La referencia entonces pierde fuerza ya que sólo es accesible a algunos.

Este año me he propuesto acabar con este problema, y en lugar de colgar una lista de libros obligatorios (u opcionales) que los alumnos deben leer, colgaré en el corcho una lista de películas y otra de canciones (no puede ser que "all you need is love" para mis alumnos no sea más que una frase cursi en inglés).
Así que me he hecho la soguiente pregunta: ¿qué películas son realmente esenciales?, ¿cuales son las quince películas sin las que un hombre contemporáneo estaría cojo?; y además, ¿cuáles son las treinta canciones que todos deberíamos conocer solo por el simple hecho de estar vivos en este mundo contemporáneo?
Y para esto necesito vuestra ayuda, feacios (o visitantes). Me gustaría que elaboráseis listas de películas y canciones. Con toda esta información y la que yo también aporte, haré una lista de obligado cumplimiento con mis alumnos y, por supuesto, les examinaré de todo ello. Aviso para pedantes cinéfilos, lectores del tentaciones y adictos al Ambigú, el criterio de elección no tiene por qué ser la calidad; para un cristiano del siglo XIII no era posible desconocer el relato de la Pasión de Cristo o del Apocalipsis, sin embargo seguramente no conocía muchos de los salmos o algunas de las cartas de los apóstoles, sin que este hecho indicase nada acerca de la calidad literaria de unos y otros.




Muchas gracias por vuestra ayuda.

"Tras la virtud", de Alasdair Macintyre

Vivimos tiempos de confusión, difícil es negarlo. Tiempos que muestran un estado de desorientación de la existencia europea, de descomposición de su estructura profunda. Tiempos así son aquellos en los que el valor natural de las cosas se retuerce, se manipula, se esconde y camufla. El esplendor de oropel en que se afana por vivir la juventud democrática y progresista oculta una tramoya moral y política putrefacta. Las preferencias subjetivas se revisten de la máscara de juicios morales, la inteligencia se posterga y la muchedumbre se reivindica como aristocracia selecta; la monstruosidad se vende como Belleza, la ignorancia como Cultura, y los proclamados Intelectuales muestran un desconocimiento completo del uso del intelecto.

La denuncia de los tiempos oscuros es tarea que Macintyre acoge en este que fue su primer intento de desenmascaramiento de la ética indigente que Europa y el mundo civilizado han terminado por asumir. Una civilización dotada de una ética decadente, promovida antes por la complacencia que por el esfuerzo de hallar el verdadero valor de las cosas, se condena necesariamente a la decadencia, a la invasión repetida de los bárbaros. Occidente fue fuerte porque compartió una ética poderosa, pero, una vez que esa lectura compartida del mundo se diluyó en las fracasadas éticas modernas, parece que no le aguarda más destino que una lánguida extinción.

I

El que la confusión de la clase sacerdotal (perdón, quería decir "intelectual") es notable se advierte decididamente en el prólogo que Victoria Camps dedica al libro de Macintyre. En él llega a afirmar que el autor inscribe el libro en un relativismo muy cercano a lo posmoderno. Aparte de demostrar un uso brillante de los etiquetados, la prologuista parece, o bien no haber leído el libro, o bien haberlo malentendido gravemente. Desafortunadamente, en lo que afecta al grado de formación de los catedráticos de la universidad española, es más plausible inclinarse por esta segunda fórmula.

Lo que defiende Macintyre, tal y como lo entiendo y de manera claramente opuesta al pensamiento débil posmoderno, es que una ética sin pretensiones de verdad no es, de verdad, una ética. La modernidad, para él que se reconoce antimoderno, se negó a mantener el vínculo existente entre ética y ontología, y así produjo nada más que propuestas morales carentes de ligazón con lo real, es decir, sin contenido, incapaces de proporcionar el proyecto que, para los hombres, ha de constituir su ethos[1]. Porque no debemos engañarnos: todo proyecto ético, en su sentido auténtico, constituye siempre la voluntad de ser algo, la vara de medir con respecto a la cual se distingue una existencia valiosa de las vidas despreciables. Como ya Nietszche afirmaba, toda ética fuerte distingue de un modo irrenunciable entre lo alto y lo bajo, lo valioso y lo vulgar, y por ello propone modelos que encarnan virtudes y modelos que muestran los vicios que las excluyen. Homero, por ejemplo, muestra en el enfrentamiento de Odiseo y el cíclope, y en el marco de la épica, la contienda entre lo humano y lo infrahumano, entre la astucia y la fuerza invidente, entre los habitantes de la polis y las bestias que viven apartadas del trato entre iguales, entre las normas de hospitalidad y la ignorancia de todo trato civil. De modo similar, Macintyre expone cómo la ética se relaciona siempre con géneros narrativos[2] en los que se caracterizan modelos, y cómo, precisamente, la modernidad, al desasir la reflexión ética de lo narrativo, se condena a la inanidad. El terrible vacío de la ética moderna, lo que supone la necesidad de su carácter inefectivo, se percibe de modo claro en su inhibición ante el contenido concreto de la vida, ante los componentes que han de integrar la existencia humana para dirigirla al gozo y, en último término, a la eudaimonía. Es incapaz de relatar, de narrar, de insertar acciones en tramas que proporcionan sentido. La ética moderna deja de ser una reflexión sobre la buena vida porque, renunciando a su grosor ontológico, evalúa la vida del hombre sin reconocer relación alguna a fines; de este modo despoja a la reflexión ética de su pregunta fundamental: ¿cómo se forja un destino?

Al renunciar a una ética de las virtudes, la modernidad condenó sus esfuerzos a la derrota, ya que se vio incapaz de ofrecer una propuesta dotada de efectividad y craso realismo. Las más audaces tentativas modernas son generalmente especulaciones cuya atención a una concienzuda fundamentación racional aparta de ellas la verdadera esencia ética, las virtudes, para sustituirla por la mera obediencia a normas[3]. Según Macintyre, una ética exclusivamente ordenada en torno al cumplimiento de normas renuncia a satisfacer la naturaleza narrativa de la existencia humana, de la que arriba hablaba, ya que sólo en el marco de una conformación narrativa es concebible el establecimiento de fines que proporcionen consistencia a las acciones. Es, como afirmaba Aristóteles de la política de Platón, una ética construida para los hombres que alguien imagina, no para los reales. De resultas del carácter fraudulento del proyecto ético moderno, afirma Macintyre, hoy nos vemos presos de una ética, tanto popular como culta, que hace imposible la discusión racional, ya que protege las valoraciones del campo público de la argumentación, convirtiéndolas en mera expresión de sentimientos. Así, cualquier polémica referida a juicios morales y valoraciones se presenta como una disputa vana entre posiciones inconmensurables que hace imposible, no sólo el acuerdo, sino el diálogo mismo. Cada uno de los contendientes posee un lugar seguro e inexpugnable, ya que hablan sus sentimientos y emociones, irrebatibles por definición. En su lugar sólo podemos habérnoslas con discusiones de carácter engañosamente técnico, y cualquier otro criterio es sustituido por uno solo: la eficiencia burocrática. La renuncia a la moral, reducida al ámbito de lo privado e inaccesible, sin embargo, es de por sí una decisión moral: la de usurpar la toma de decisiones; sólo el burócrata puede, de este modo, y ante la inutilidad de discutir cuestiones morales, resolver cualquier disputa mediante el conocimiento de lo meramente eficiente. En el primado de la eficiencia burocrática resplandece la artificial separación de ética y política, quiere decir, la sustracción del ethos de su campo natural, la polis, lo que convierte a la ética en una fantasmal nadería al estar desvinculada de su hábitat natural y concreto[4]. La recuperación del proyecto aristotélico que este libro postula tiene como significado el reunir de nuevo dos mitades que la modernidad desgajó.

Macintyre reparte generosamente ataque y críticas por todo el paisaje de la ética moderna y, guste a Victoria Camps o no, posmoderna. El libro es deliberadamente una refutación constante de los proyectos éticos modernos, que para el autor se aúnan en una misma voluntad: la de desterrar a Aristóteles y proscribir así una ética basada en las virtudes. La modernidad, sigue Macintyre, se ve atravesada de un odio profundo hacia la tradición, y ésta es identificada plenamente con el pensamiento aristotélico y sus diferentes versiones cristianizadas[5], por lo que, junto a la exclusión del paradigma aristotélico del campo de las ciencias naturales, también procuró eliminar el correspondiente paradigma ético. La gran diferencia es que, si bien en lo referente a las ciencias sí podemos afirmar que el nuevo paradigma fue capaz de afirmarse por propios méritos, en el caso de la ética ninguna de las propuestas ha sido capaz, no sólo de compararse con la aristotélica, sino simplemente de sostenerse por sí misma sin hacer surgir permanentemente aporías irresolubles. A continuación prestaré atención a algunas de las argumentaciones sobre las que Macintyre hace descansar su rechazo de las éticas no-aristotélicas. Este recorrido será necesariamente selectivo y se circunscribirá a lo que me ha parecido más revelador, dejando fuera mucho de lo que el libro contiene.

II

El final conclusivo del desarrollo moral moderno es, según Macintyre, el emotivismo. Hoy occidente es emotivista, a pesar de que la práctica totalidad de los europeos o americanos no sepa siquiera qué quiere decir tal palabra o no conozca a los que crearon dicho movimiento. La plena comunión en este credo moral se constata en el carácter interminable de las discusiones morales o políticas: El rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sorprendente de los debates en que esos desacuerdos se expresan es su carácter interminable (…). Parece que no hay un modo racional de afianzar un acuerdo moral en nuestra cultura. La pérdida de un suelo moral compartido no es lo natural, aunque, como emotivistas, así lo aceptemos, sino más bien una excepción desafortunada. El juicio al emotivismo no es el juicio a una teoría moral concreta, sino a toda una reflexión moral, la moderna, que ha provocado la cancelación de cualquier ética al entregarla al reino de lo subjetivo.

El emotivismo es la doctrina que define los juicios morales como mera enunciación de una preferencia personal, sin relación alguna a nada que trascienda el simple arbitrio subjetivo. Por lo tanto, siguiendo la venerable tradición moderna, establece que los juicios morales no son verdaderos ni falsos, lo que los separa terminantemente de los juicios de hecho. Debido a ello, de partida, hoy es imposible concebir acuerdos morales, porque en la raíz misma de nuestra concepción de lo moral se encuentra necesariamente el desacuerdo entre voluntades individuales que excluyen la posibilidad de ofrecer la razón de sus elecciones: la única razón es la elección misma. La razón es apartada del enjuiciamiento de los valores y los fines, es obligada a callar, ya que se considera éste un coto cerrado de los sentimientos y emociones. No es posible, entonces, apelar a otra cosa que a una arbitraria decisión personal, y, contra ella, la razón no posee validez alguna. El desacuerdo es inevitable, y, como modo de dignificarlo, se le presta el rótulo de pluralismo[6].

Para G. E. Moore, consecuentemente, la bueno es una propiedad simple y autónoma sólo aprensible a través de intuiciones. Además, niega la existencia de contenido propio de las acciones justas, ya que éstas son en cada momento aquellas que se muestran preferibles por la utilidad que procuran: ninguna acción es “justa” o “injusta” en sí[7]. De esta manera, Macintyre encuentra que en nuestra cultura la discusión moral, aunque frecuentemente se arrope entre principios u otros tipos de referencias impersonales u objetivas, se reduce a la expresión encontrada de preferencias personales pues una de las tesis básicas del emotivismo es que no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas, y que en efecto no hay tales normas[8]. El juicio moral, tal como lo percibe el ciudadano democrático moderno, se fundamenta en una decisión subjetiva, y es por lo tanto irrefutable al descansar meramente sobre el acto de decisión personal. De esta manera se instituye por doquier el imperio de la opinión, toda vez que todo lo que podemos decir de las cosas se refiere al gusto o al disgusto.

Macintyre confiesa que su tesis ha de comprenderse como un enfrentamiento con esta popular cosmovisión ética. En tiempos de relativismo y laissez-faire intelectual, le ennoblece su abierta denuncia del terror a lo verdadero. Trasladar la discusión moral, o de cualquier otra naturaleza, a terrenos subjetivos, significa usurpar a la razón y a la facultad de juzgar su cometido irrenunciable. Claramente lo enuncia Macintyre, sin miedo a hacerse llamar fascista o intolerante: (…) al decir esto no afirmo meramente que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural[9]. Al arrancar lo moral del capricho individual, Macintyre procura devolverla a su ámbito natural, que no puede ser otro que el de cierta relación con la verdad. Afirmar que la renuncia a una ética como la aristotélica supone una pérdida cultural no representa otra cosa que decir, por ejemplo, que la renuncia al uso de la rueda significaría un claro empobrecimiento de la cultura humana; no nos encontramos ante un juicio de gusto, sino ante una constatación fáctica… pero, ¿es que niega Macintyre la consabida distinción humeana entre juicios de hecho y juicios de valor? ¿Niega la tesis que afirma que de un es no se puede deducir un debe?

III

El ataque que Macintyre emprende, y que tiene como objeto al grueso de la ética moderna, se desarrolla en distintos tiempos. No obstante, él contempla como núcleo esencial a batir lo que denomina el proyecto ilustrado, que domina por doquier el imaginario de la modernidad, hasta el punto de identificarse con sus presupuestos. Quizás a veces de manera algo simplificadora, Macintyre concibe la modernidad como un posicionamiento constante ante el proyecto ilustrado. De manera parecida, afirma que el descalabro de tal proyecto es el descalabro de todo movimiento político moderno, incluyendo de la misma manera a teorías tan dispares como el marxismo y el liberalismo[10].

La fuente del proyecto ilustrado es localizada, como antes ya dije, en una tentativa sistemática de erradicar todo lo procedente de la tradición. Por ello se atribuye a la razón, esa razón abstracta y descarnada, toda la autoridad que antes se repartía entre distintas instancias, entre ellas la tradición misma. La negación del aristotelismo y la tradición, en lo que se refiere al concepto de hombre, encuentra su centro en la negación de la idea fundamental de naturaleza humana, que en el aristotelismo surge como piedra angular, en tanto comporta fines, de justificación racional de las virtudes. Las virtudes, según Aristóteles, son las cualidades que permiten a un individuo satisfacer o acercar los fines que su naturaleza comprende. El proyecto ilustrado elimina esta noción de naturaleza humana y la sustituye por la propia de la ciencia newtoniana, quiere decir, por un concepto de naturaleza despojado de fines. Aunque los términos morales que a menudo utilizan sean los mismos, al erradicar la referencia a fines naturales los ilustrados desfondan y tornan absurdo gran parte del vocabulario moral[11].

El segundo gran frente de oposición de la moral ilustrada al aristotelismo y la ética antigua es el explícitamente abierto por Hume. Recordemos su cuidadosa separación de juicios de valor y juicios de hecho. Para no ser prolijo, sólo recordaré que, según el escocés, las cualidades que llamamos morales no forman parte del ser de las cosas, sino del sujeto que las contempla. No existe naturaleza que disponga fines a lo existente, por lo que tampoco hay, en principio, nada bueno o malo. No hay sustrato objetivo, acerca del cual pueda juzgar rectamente la razón, que permita localizar lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, ya que el área de conocimiento racional se restringe a lo relativo a hechos, no a valores. Sobre esta arquitectura se sostiene todo el edificio moderno: negación de la teleología de la naturaleza y separación de juicios de hecho y juicios de valor. Macintyre no se arredra ante lo que parece escandaloso para el piadoso moralista moderno: afirma la existencia de una naturaleza humana dotada de fines, y, a la vez, afirma que es posible extraer un juicio de valor de un juicio de hecho porque los juicios de valor son, a su vez, juicios factuales[12]. La argumentación que defiende es larga y no voy aquí a repetirla, sólo mencionar algunos elementos relevantes y valientes.

¿Cómo se puede extraer un debe de un es? Sólo basta con no cercenar los fines naturales en la consideración de las cosas. El abandono de los fines naturales, afirma Macintyre, fue precipitado e interesado, pero, en rigor, es imposible pensar los seres sin concebir su naturaleza y los fines que incluye: Aristóteles tomó como punto de partida para la investigación ética que la relación de “hombre” y “vida buena” es análoga a la de “arpista” y “tocar bien el arpa”. Los seres, entre ellos el hombre, poseen una naturaleza que tiende a fines, por lo que la calificación moral de las acciones se sigue de su conveniencia con respecto al fin que poseen. De esta manera, una acción es buena o mala por sí misma, según se adecue o no al fin que el agente naturalmente tiende a satisfacer. No es una cuestión de gusto o circunstancia: en cada caso podemos juzgar, de manera racional, sobre la calificación ética de una acción, o sobre si algo es justo o injusto, ya que no es un elemento aislado, un átomo conductual, sino parte de una trama mayor que es el todo al que pertenece y con respecto al cual adquiere consistencia moral objetiva. De este modo, es fácil comprender que los juicios de valor pueden ser concebidos como juicios de hecho[13]. La teoría ética moderna es así despojada de su fuente común que es la desobjetivización de los juicios referentes a cualidades morales, y con ello abre el hoy abandonado territorio de una reflexión moral unida al centro verdadero de la filosofía: la ontología.

IV

La especialización artificiosa que se traduce en la acotación de un terreno específico para el “filósofo moral”, acompañado éste en su condición de plácido propietario por otros especialistas como el “filósofo de la ciencia” o el “filósofo del arte” es, lisa y llanamente, la negación forzosa de la filosofía. El núcleo del que procede la vis filosófica es la ontología, y sólo desde ésta es posible contemplar filosóficamente cualquier sector de lo real. La fuerza incontenible que todavía hallamos en la ética de Aristóteles es la raigambre ontológica con respecto a la cual se enuncia, y esta es la potencia que también encuentra Macintyre en el filósofo griego. Tras la virtud no supone la exigencia de un esfuerzo de fideísmo hacia la ética griega de Aristóteles, sino la exigencia de conservar en toda reflexión moral la orientación hacia lo que el hombre realmente es. Desde esta perspectiva, la apelación a Aristóteles es realmente la condición de existencia de la ética en general: no es ética aquello que no contempla como principio la existencia de una naturaleza humana. No nos encontramos ante la disyuntiva entre distintas éticas, sino ante la de la ética y su negación. No parece que el escocés reivindique una aplicación de Aristóteles a la circunstancia de hoy, sino que, más bien, en él descubre una ética que apela a lo real, y no al capricho, el gusto, o cualesquiera excusa para abandonar el ejercicio de la capacidad de pensar. En ello consiste lo poderoso de un sistema de valoraciones, en que capacite al hombre para soportar la realidad tal cual es, en que haga posible el logro de una vida buena contando con lo que las cosas son, y no con lo que nos gustaría que fueran. De hecho, Macintyre no se dedica a repetir la tabla de virtudes aristotélica, si es que fuera posible elaborar algo así, sino que conserva del griego la idea de que la moral debe darse necesariamente en la forma de virtudes.

Lo demás, el desarrollo de la idea de virtud por parte de Macintyre, su dibujo de una propuesta ética moderna y más fuerte que las para él abstractas posiciones de Rawls o Nozick, se incluye en el libro, y a él habrá que recurrir quien quiera obtener más información que la contenida en estas hojas escuálidas.



[1] En esta dirección cabe citar, una vez más, a Heráclito: El destino del hombre es su “ethos”.

[2] Macintyre se refiere largamente, en el caso de Grecia, a la épica y la tragedia. Para tiempos posteriores considera la narración bíblica y, herederas discontinuas de la antigüedad, algunas novelas.

[3] Es paradigmática la arquitectura racional del kantismo, que reduce la ética a la búsqueda de las normas que todo ser inteligente se vea impelido a seguir, pero impide prestar atención hacia lo que con ellas pretende conseguirse.

[4] Macintyre, en su reivindicación del carácter concreto de la ética, quiere decir, en el convencimiento de que ésta es ininteligible si no es en el seno de una comunidad política determinada, no recurre en ningún momento a Hegel, aunque es imposible no recordar en este caso la distinción hegeliana entre una moral abstracta y lo ético, que es siempre concreto.

[5] Es lo que Macintyre define como un rencor profundo de la modernidad contra la tradición de la que surge. No es casual que el estado revolucionario francés, durante el extremismo de la Convención y el Comité de Salvación pública, llevara a cabo una explícita descristianización de Francia, lo que llevó a la parodia de establecer como religión revolucionaria la fe en el Ser Supremo y la Razón, así como sustituir las imágenes de los santos católicos por las de los mártires de la revolución.

[6] Op. cit. Pág. 51. Es preciso tener en cuenta que el libro de Macintyre es del año 1984. En esto, como en tantas cosas, los progresistas españoles copian de manera exacta los modos de expresión que, en los países anglosajones, estaban en boga hace veinte y treinta años. Quizás por ello sea tan común, al comparar a nuestros políticos con los foráneos, la sensación de desfase temporal, de parodia del pasado. Es la misma sensación que debieron causar aquellos ciudadanos franceses de la república revolucionaria cuando, queriendo imitar el ejemplo del virtuosismo romano, vestían toga de senador. Sólo representaban una farsa porque, como Hegel dijo de ellos, no eran más que ciudadanos franceses vestidos con toga romana.

[7] Es muy interesante la versión que Macintyre nos reserva de la justicia al oponerse a la concepción normativa de un Rawls o un Nozick. Para él, en vez de una norma abstracta y desligada de lo concretamente realizado por cada uno de los participantes en la comunidad política, la justicia es una virtud, quiere decir, no puede ser separada del mérito. Frente a una justicia aritmética, que niega el carácter mismo de lo justo, sólo es posible su aprehensión refiriéndola a su naturaleza distributiva, lo que en su acepción clásica quiere decir: a cada uno lo que merece.

[8] Macintyre, Tras la virtud; pág. 35

[9] Op. Cit. Pág. 39

[10] De hecho, Macintyre afirma que el centro de la ética marxista es heredado de la doctrina liberal clásica, lo que, sin duda, es cuestionable. En su oposición a ambas posturas, el autor ofusca su mirada y confunde sus respectivas naturalezas.

[11] Heredaron fragmentos incoherentes de lo que una vez fue un esquema coherente de pensamiento y acción y, como no se daban cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se obligaban. (Por qué tenía que fracasar el proyecto ilustrado, Op. Cit. Pags. 74-86).

[12] Cada actividad, cada investigación, cada práctica apuntan a algo bueno; por “el bien” o “lo bueno” queremos decir aquello a lo que el ser humano característicamente tiende. Interesa observar que las argumentaciones iniciales de Aristóteles en la “Ética” presumen que lo que G. E. Moore iba a llamar “falacia naturalista” no es una falacia en absoluto, y que los juicios sobre lo bueno – y lo justo, valeroso o excelente por otras vías- sean un tipo de sentencia factual. Los seres humanos, como los miembros de todas las demás especies, tienen una naturaleza específica; y esa naturaleza es tal que tiene ciertos propósitos y fines a través de los cuales tienden hacia un “telos” específico. El bien se define en términos de sus características específicas. Macintyre, Op. Cit. Pág. 187

[13] Macintyre expone cómo la ilustración abandonó el carácter funcional de los conceptos al ocultar la noción de fines naturales. Para él, sin embargo, como para Aristóteles, el mismo concepto hombre, posee carácter funcional al atender a fines. Pone el ejemplo del concepto capitán de barco para ilustrar cómo un juicio de valor de deduce de un juicio de hecho: afirmar de alguien que es un buen capitán de barco no es hablar del propio gusto o capricho subjetivo, sino un juicio de hecho que se basa en los fines que ha de satisfacer un capitán de barco para cumplir su función.

sábado, 20 de septiembre de 2008

¿Quién echa de menos a Janis Joplin?


Desde Vermont apareció sin hacer demasiado ruido, aunque lo hará, de eso no me cabe la menor duda, esta joya, a caballo entre Janis y Bonnie Raitt., cantando con el mejor estilo del Blues y del Funk americano.

Hace un par de semanas, me pasaron para escuchar una versión del Cortez The Killer de Neil Young, hecha y destrozada por Joe Satriani, que no acierta a darle el toque melancólico de la guitarra de Young y se pierde subiendo y bajando por el mástil con bastante poco gusto. La canción sería un pufo de no ser porque a la voz estaba una, para mi, desconocida pianista; ella sola le devuelve a la canción la rabia nostálgica del original.

Después de eso, encontrar hasta donde podía llegar Grace Potter, junto ha sus Nocturnos, ha sido fácil… el dios Youtube .

A penas lleva un par de años sacándole notas a su garganta, pero esta chica va a dar que hablar, si no al tiempo.



miércoles, 17 de septiembre de 2008

El Caballero Oscuro


Ayer ví la última de Batman, de Cristopher Nolan. Confieso que afronté la película sin demasiado entusiasmo, esperando encontrarme un mero espectáculo de entretenimiento, con muchos golpes, explosiones y máquinas prodigiosas que convirtieran al refinado millonario en el héroe nocturno. Y es verdad que encontré todo eso, pero reconozco que los efectos, en esta película, pierden importancia ante todo lo demás.
En su lugar encontré un trabajo estupendo, que reflexiona sobre la ley, sobre el bien y el mal, y sobre la naturaleza humana. No me sorprende viniendo la cinta de quién viene... Insomnio o Memento, también de Nolan, son, como ésta, películas que prometen poco pero dan mucho o, por lo menos inquietan.
Aquí Batman no es el héroe inmaculado de siempre y Gotham no es una ciudad de plebeyos protegidos por la siempre oportuna intervención del salvador que se aparece descendiendo desde su morada feudal. Al contrario, hay una interesante reflexión que se interroga acerca de la necesidad de saltarse la ley para servir a la ley, como hace Batman o si, por el contrario, lo realmente importante es que el estado se levante a sí mismo por sus propias costuras, aunque eso implique , en ocasiones, el hundimiento.

En el fondo, como apunta la película, y como ha pasado en casi todas las sociedades reales, los héroes sólo sirven como mitos. Cuando el héroe se hace carne es casi imposible distinguirlo del villano.

viernes, 12 de septiembre de 2008

La ley Innata



Agazapado espero como un alacrán,
bajo las piedras escondido.
Porque a la vida era lo único que le da sentido.

Acostumbrado a escapar de la realidad,
perdí el sentido del camino,
y envejecí 100 años mas de tanto andar
perdido.
Y me busco en la memoria el rincón
donde perdí la razón,
y la encuentro donde se me perdió
cuando dijiste que no.

Me hice un barquito de papel para irte a ver,
se hundió por culpa del rocío.
No me preguntes cómo vamos a cruzar el río.

Y rebusco en la memoria el rincón
donde perdí la razón,
y la encuentro donde se me perdió
cuando dijiste que no.

Sin ser, me vuelvo duro como una roca
si no puedo acercarme ni oír
los versos que me dicta esa boca.
Y ahora que ya no hay nada, ni dar
la parte de dar que a mí me toca,
por eso no he dejado de andar.

Buscando mi destino,
viviendo en diferido
sin ser, ni oír, ni dar.
Y a cobro revertido
quisiera hablar contigo,
y así sintonizar.

Para contarte
que quisiera ser un perro y olisquearte.
Vivir como animal que no se altera
tumbado al sol lamiéndose la breva.
Sin la necesidad de preguntarse
si vengativos dioses nos condenarán.
Si por Tutatis
el cielo sobre nuestras cabezas caerá.

Buscando mi destino,
viviendo en diferido
sin ser, ni oír, ni dar.
Y a cobro revertido
quisiera hablar contigo,
y así sintonizar.

domingo, 25 de mayo de 2008

VIDA Y DESTINO.


A menudo, y no me refiero solo a la literatura, conviene no hacerse demasiadas ilusiones sobre un libro porque raramente se cumplen las expectativas despertadas. Algo de eso me pasaba por la cabeza cuando empecé la lectura de Vida y Destino después de que coincidieran en el tiempo tres circunstancias: me recomienda el libro un buen amigo, aparece mencionado como una de las cumbres de la literatura del siglo XX en un libro de Finkielkraut que estaba leyendo y escucho una reseña laudatoria en un programa radiofónico con motivo de la segunda edición en castellano del libro. Los dioses habían hablado; no me quedaba más remedio que obedecer. Las 1000 páginas del libro desde luego intimidan bastante, pero había escuchado que la obra se podía comparar con Guerra y Paz y como había pasado, gratamente, la prueba de Tolstoi me anime con Grossman, y pude comprobar que mis iniciales recelos eran del todo infundados y que la obra estaba a la altura de lo que de ella se decía. .

Creo más interesante en este foro, dada mi incapacidad para hacer una crítica literaria medianamente digna, comentar algunas circunstancias que rodean la obra y la vida del autor. Vasili Grossman fue un escritor y periodista ucraniano (y judío) que trabajó en primera línea en la batalla de Stalingrado y posteriormente avanzó con el ejercito rojo hasta lo campos de exterminio de los nazis, siendo el primer periodista en conocer de primera mano el horror de los langer. Este es el periodo histórico en el que está ambientada la obra, entre 1942 y 1944 aproximadamente. La verosimilitud que rezuma todo el relato no es casual, el autor sabe de lo que habla. Su conocimiento de la sociedad soviética y de los mecanismos que el estado utiliza para su afianzamiento es tal que parece increíble que Grossman albergara alguna esperanza de que su obra fuera publicada, a pesar de ser presentada durante la apertura de Kruschev. El manuscrito sobrevivió al KGB, que destruyó varias copias, sin imaginar que existían otras. Grossman creyó, sin embargo, que no se había salvado ninguna y cayó en una depresión. Murió poco después, en 1964, de un cáncer de estómago. Sajarov logra sacar de la URSS una copia microfilmada a partir de la cual se edita una primera edición, creo que en Francia. La primera edición en castellano es editada por Seix Barral en 1985 y pasa sin pena ni gloria (no había llegado el tiempo de romper con la ortodoxia marxista por parte de nuestros “intelectuales”). En Noviembre del pasado año la editorial Galaxia Guttemberg edita la segunda edición en castellano, después de que la obra haya sido difundida en el resto de Europa y conmocionado al público, y esta alcanzando en España el éxito que se merece (es una de las pocas cosas que invitan a uno a reconciliarse con el país: si Vida y destino es un éxito de ventas, no estamos tan mal como pudiera parecer).

La truculenta historia del autor y su obra se refuerza con una impresión muy personal que imagino que no tiene ninguna base objetiva, pero animo a los feacios a que la lleven a cabo. Observad la imagen del autor. Es la imagen de un hombre bueno, integro y justo. Quizá todo sea sugestión después de conocer su historia o quizá no. Me ocurre lo mismo con los retratos de Antonio Machado, por ejemplo, pero como no tengo ninguna teoría que lo explique, lo dejo caer a ver si alguien lo ratifica o me da una explicación.

Ya que no me atrevo con la crítica literaria, intentaré, al menos, hacer una lectura política de la novela. Grossman hace una lúcida crítica del totalitarismo soviético así como del latente antisemitismo de la sociedad rusa. Especialmente impactante es la manera en la que describe los perniciosos efectos del omnipresente miedo característico de toda dictadura; pero no solo es el miedo, el acoso al individualismo es más sutil, como cuando uno de los personajes, Victor Sthrum, primero es acusado de sostener una teoría científica contrarevolucionaria, y es invitado a rectificar y reconocer su “error” pero no se retracta por lo que es condenado a una suerte de ostracismo intelectual. Victor, a pesar de su miedo, ha resistido la intimidación del estado y en el fondo se siente orgulloso de su gesto, especialmente ante su hija adolescente. Posteriormente es “rehabilitado” y cuando se halla en la cumbre de su carrera profesional, siendo reconocido como uno de los científicos soviéticos más importantes, es hábilmente inducido a firmar un infame manifiesto de apoyo al régimen que incrimina a dos médicos judíos inocentes. Grossman tiene la habilidad de conseguir que te pongas en la piel de Sthrum: después de resistir contra viento y marea el acoso del régimen, Victor cede ante las expectativas de los aduladores y no le puedes reprochar nada por que, tal y como lo narra el autor, cualquiera hubiera hecho lo mismo. Esta es la esencial perversidad del totalitarismo: que corrompe todo cuanto toca. Las dictaduras que perduran no lo hacen a solo por medio de la represión, su estrategia es más sutil: acaban convirtiendo a toda la población en cómplices de la ignominia (los españoles sabemos algo de esto, Franco no necesito del apoyo de los tanques para mantenerse 40 años en el poder)

Por otro lado la crítica de Grossman al régimen soviético no es como la de Solzenitzin, que se sitúa completamente al margen del ideal comunista lo que le permite mantenerse entero; en el sentido de que se limita a describir las aberraciones de los bárbaros, los que no son los suyos - y ya se sabe que “los otros” son capaces de cualquier cosa, pues en el fondo, cuanto peor sean “ellos”… mejor… más reconfortado me siento en mi posición-. Grossman, sin embargo, parece ser un comunista crítico con el devenir del régimen porque aún concibe la posibilidad, o necesidad, de un comunismo humanista que efectivamente trabaje a favor de la emancipación de la humanidad. Uno de los personajes más entrañables de su novela es un viejo bolchevique prisionero en un campo de concentración alemán que próximo a la muerte, victima de la barbarie nazi, intuye, pero no llega a aceptar, que los suyos no son mejores que los “otros” y que los ideales por los que ha luchado toda su vida habían sido mancillados por los dirigentes del partido. Desde esta perspectiva émic, no solo social sino también ideológica, es desde la que escribe Grossman. Su crítica es interna, le desgarra a él por dentro y a todos los que creyeron alguna vez en el ideal, porque en el fondo muchos comunistas pensaban que afiliándose y trabajando por el partido no hacían más que trabajar a favor de la humanidad entera, por encima de las razas y las naciones. Son los que permanecen fieles a este ideal último, independientemente de su filiación ideológica, los personajes que salen mejor parados en la novela, como la vieja campesina ucraniana que protege a un prisionero de guerra ruso durante la ocupación alemana. Pero la fidelidad no es al ideal abstracto, sino a la encarnación del mismo en las personas concretas: no se puede amar a la humanidad en abstracto, ni siquiera a todas las personas de carne y hueso, lo que se puede hacer es vivir comprometido con las personas que te rodean, como la familia Shaposhnikov que a pesar de los avatares de la guerra se mantiene unida por lazos de afectividad y empatía que les permiten vivir de manera humana en un mundo hostil y deshumanizado. Incluso los comisarios políticos del ejército rojo aparecen redimidos cuando anteponen sus sentimientos (el amor por Zhenia en el caso de Krimov, y el amor por sus hijos en el caso de Guétmanov) a su labor política. Sólo algunos personajes secundarios, como el general Neudóbnov, permanecen ajenos a esta marejada humanizadora que apunta una alegoría moral: no hay nada por encima del ser humano, el individuo concreto, de carne y hueso, que trata de sobrevivir en las condiciones más difíciles posibles, porque, como decía Simone Weil, hay, en el fondo del corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se haga el bien y no el mal. Es eso, ante todo, lo que es sagrado en cualquier ser humano.

Oscar Sánchez Vega. Feacio