martes, 18 de noviembre de 2014

Fetichismo.
Eduardo Abril Acero

Claudia.

Hoy es el cumpleaños de Claudia y voy a salir pronto del trabajo para ir a comprar su regalo. Sé que quiere un microscopio porque me contó hace dos meses que en el instituto habían visto las células de una cebolla, y ese día vino emocionada pensando que dentro de cada cosa hay otro mundo infinitamente más pequeño. Yo le voy a llevar como regalo una ventana a ese mundo, y quién sabe si en el futuro, cuando trabaje en un laboratorio en el que investiguen contra el cáncer y estén a punto de dar con la vacuna definitiva, se acordará de mí y de su primer microscopio, de esa forma reservada sólo para algunos recuerdos.
En el hospital, cuando ven la foto de Claudia en mi taquilla, me miran sorprendidos y preguntan “¿tienes una hija?”. Los días que estoy amable  simplemente contesto que no, forzando la siguiente pregunta “¿es tu sobrina entonces?”. Y los días muy negros o muy luminosos clausuro la conversación de salida sentenciando que “sólo es una buena amiga”. Después de eso no se atreven a preguntar más, mi mala fama me evita un montón de conversaciones estúpidas.

Gloria.

Gloria llegó intranquila, como llegan todas. Esperaba una mala noticia y yo se la di. Era una mujer atractiva pero sus gestos duros hablaban de una vida difícil. Claudia aguardaba en la sala de espera, pero ella estaba sola sentada frente a mí. Miraba constantemente el reloj, incluso después de que le hubiera confirmado que se iba a morir; “entonces... es inevitable”,  dijo sin preguntar, mirándome a los ojos; quería escuchar  su propia voz realizando lo que ya había escuchado en mis palabras, como si no fuera suficiente el pensamiento acostumbrado a acoger los productos de la imaginación y tuviera que rellenarlos con materia. Hay gente así. Reservan los pensamientos para la imaginación y dejan que la voz se ocupe de los hechos. Gloria se decía en voz alta, a  un minuto de salir por la puerta, “tengo que ir a buscar a Claudia”, o un mes antes frente al espejo “me duele el pecho”. Pero reservaba la imaginación, el habla silenciosa, para retornar al día brillante en que concibió a su hija Junto a Robert, o para imaginarla grande, fuerte, independiente, brillante en el descenso de su juventud, o para imaginar que todo lo que yo le estaba contando no era más que un mal sueño.

Con una mano agarraba el apoya-brazos de la silla con fuerza, y con la otra sujetaba un monedero grande. Su pelo lacio cubría uno de sus grandes ojos a la mitad, y su nariz grande  sujetando unas enormes gafas de pasta negra, hablaban de una mujer que miraba con un corazón tan amplio como oscuro.
Después de haber dado un millón de veces aquella noticia, había aprendido a tomar distancia. Algunas personas se derrumbaban y les resultaba difícil controlar los gestos de su cara, de tal modo que parecían llevar una máscara en la que la mitad derecha reía mientras lloraba la izquierda. Otras,  se quedaban calladas, frías y distantes, mirándome con desdén, apretando los dientes y los puños; la mayoría se interesaba por nuevas pruebas, nuevos tratamientos, nuevos doctores. Ponían en cuestión los resultados de los análisis, incluso mi criterio y mi experiencia para darles aquel resultado. Yo no me ofendía nunca.

 Ahora sé que Gloria sólo pensó en Claudia, sentada en una de esas sillas de plástico naranja, atornillada a un banco metálico que había en las salas de espera del hospital, con sus piernas colgando, cruzándolas y descruzándolas mientras le cambiaba la posición de los brazos a una muñeca Barbie. Esa fue la primera vez que la vi, con su pequeña camiseta rosa en la que se dibujaba una flor blanca y naranja. Años después, con un cuerpo cambiado y un armario diferente, aún conservaba esa prenda, que guardaba cuidadosamente en el fondo del cajón de las camisetas, como si existiera aún la posibilidad de ponérsela. Un día le pregunté: "por qué no la tiras ya? No es más que un trapo". Ella me miró con cara de desdén, con un gesto de condescendencia, como si no entendiese nada y me contestó simplemente "porque me gusta". Después siguió mirando por el microscopio, así pasaba casi todas las tardes. Comprendí que hay cosas que son la puerta de entrada a otros mundos.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Forever Young.
Eduardo Abril

La luz se derramaba con timidez esa mañana, cuando ya se presentía la primavera en pequeñas flores blancas que crecían entre las grietas del asfalto húmedo. Aún hacía frío y al salir a la calle el primer aire que respirabas llenaba tus pulmones de frescor. Fui allí pensando en despedirme, y ni siquiera sabía qué debía decir. Estaban los de siempre, rodeándola con veneración y sin ocultar las secreciones malsanas de la piel. Y yo, que siempre me siento fuera de lugar, me sentía más aún fuera de lugar, como uno que anda por fuera de los senderos que se trazan por el trasiego de paseantes, y aún siente la necesidad de apartarse cuando se cruza con alguno. Me acerqué a ella y me sonrió, como siempre, con esa boca pequeña y esa mirada lánguida y penetrante. Llevaba el pelo recogido en una única trenza detrás de la cabeza y lucía un radiante vestido blanco, como el de una novia en una boda sencilla. Pero sólo me miró y me sonrió, sin decir ni una palabra. Me acerqué delicadamente y le susurré al oído “Que dios te bendiga y te proteja siempre, que se cumplan todos tus deseos, que trates bien a la gente y dejes que los demás sean buenos contigo. Que construyas una escalera a las estrellas y subas un peldaño cada día. Que siempre permanezcas joven”. Después de eso, se la llevaron y el cura comenzó a pronunciar su oración.