jueves, 10 de marzo de 2016

De cómo hacer un mundo con las manos.
Ariane Aviñó

Ella sujetaba un libro entre las manos, intentando que cada renglón no se esfumara al paso de su mirada poco entregada. Se había equivocado comprando ese libro, pensó, o quizá más tranquila, en unos días, cuando todo volviera a ser como antes, lo vería con otros ojos, el libro y el mundo. Mientras pensaba en si darle o no una nueva oportunidad a ese montón de páginas, se quedó unos segundos mirando sus propias manos, con las que acababa de cerrar el libro. Recordó que la última vez que se había detenido a mirar sus propias manos, fue más de una semana atrás, mientras hacía pan. Cuando hacía pan vigilaba bien sus manos, consciente de su absoluta ineptitud, intentaba convertirlas en manos virtuosas. De niña, cuando veía a su yaya amasar, le preguntó una vez si algún día ella tendría también pequitas en las manos, porque se le metió en la cabeza que esa habilidad para convertir la harina y el agua en una bolita suave y perfecta tenía algo que ver con esas pequitas tan especiales. Con el tiempo entendió por qué su yaya torció el gesto sin responder, aquellas manchitas eran el recuerdo de una pérdida, como lo eran sus canas o las líneas de su rostro.   Pero por aquellos días ella quería para sí esas manos gastadas, y aún hoy aguarda la salida de cada mancha, imaginando que no tardarán muchos más años en aparecer para pintar el dorso de sus manos pequeñas y torpes.
    Y junto a ese pensamiento, comenzaron a abalanzarse muchos más. Sacudió sin darse cuenta la cabeza, como queriendo ayudarlos a escapar por las orejas, o al menos dejarlos adormecidos con la sacudida, pero todos esos pensamientos no iban a marcharse ni a dormirse. Así que fijó su mirada en la esquina del marco de la ventana, y colocó, una a una, las ideas en frágil equilibro, justo en el borde que la separaba a ella del movimiento del mundo que sucedía fuera del tren en marcha.
    La idea de la muerte, la más impertinente, no dejó ni un momento de trastocar el equilibrio, pero ella estaba decidida a no hablarse de la muerte, quería hablarse de las manos, de las manos que hacen, de las manos capaces, de las manos que inventan una nueva forma de ser manos. Para eso debía sustraerse a la velocidad, debía compensar la velocidad de la muerte y del paisaje de afuera, con la lentitud de las manos cuando están en pleno cuidado de las cosas. Las manos que pliegan, minuciosamente, el pañuelo de los domingos. Las manos que cosen para la eternidad un botón perdido. Las manos que no dejan escapar una espina. Las manos que acompañan como se merece  la llave que abre la puerta de siempre, o la que la cierra para no volver nunca. Las manos que alargan el saludo más allá de lo permitido y que no dejan de remover el aire con los adioses, aun pasado el momento de la despedida. Las manos que no dan por finalizada una obra sin antes sostenerla con las dos manos y presentarla al mundo como quien ofrece agua.
    El tren llegó a una estación con parada y casi pudo ver como caían con el frenazo todas las ideas colocadas en la esquina de su ventana. Se detuvo el tren y su quehacer. Miró sus propias manos de nuevo, que aún sujetaban el libro cerrado encima de sus rodillas. Seguían siendo esas manos pequeñas, incapaces de resistirse a la autoridad y a la exigencia fabricada de las cosas. Y pensó que era urgente aprender a hacerse un mundo con sus manos, aunque sólo fuera para no encontrarlas un día pintadas de pequitas, sin haberse ocupado ni un instante del cuidado de las cosas.