martes, 31 de mayo de 2016

La silla.
Óscar Sánchez Vega


Encuentro profundamente conmovedora la imagen que encabeza este texto. Aparentemente no hay nada excepcional en ella: es un aula al final de la jornada escolar. Pero a poco que nos fijemos hay algo que destaca: esa silla que no está donde las demás, esa silla que no descansa sobre el suelo sino que está encima del pupitre. Aun así, a primera vista, no hay nada turbador o emotivo en la imagen. Para que la imagen revele lo que hay es preciso una narración que otorgue un sentido a la misma. Por lo demás la narración es muy prosaica: a principios del curso todos los profesores insistimos en que, para facilitar el trabajo de las limpiadoras, los alumnos deben colocar la silla encima de la mesa al final de la jornada. Las primeras semanas la norma se cumple pero, poco a poco, de manera paulatina, algún estudiante no levanta su silla y algún profesor, entre los que me incluyo, deja de reprochárselo. Días más tarde la mitad de la clase no lo hace y finalmente todos, alumnos y profesor, salen pitando del aula cuando suena el timbre que anuncia el término de la jornada.

Algo debemos estar haciendo mal en el instituto porque es precisamente en los últimos cursos de la etapa educativa cuando este proceso degenerativo avanza más rápidamente. Mientras que muchos alumnos de 1º de la ESO cumplen con la rutina impuesta durante todo el curso, los alumnos de 2º de Bachillerato ni siquiera llegan a establecer el hábito... aunque el término “rutina impuesta” puede resultar equívoco. Sospecho que muchas de las normas habituales de un centro de enseñanza tienen como fin último amansar, domesticar a los jóvenes para que estén preparados cuando llegue el momento de su inserción en lo que Foucault denominó "sociedad del control". Es preciso que los futuros operarios acudan puntualmente al trabajo, permanezcan sentados, no salgan del aula, no jueguen con el balón fuera de las zonas acotadas, no acudan a la cafetería en otro horario que no sea el recreo, etc. Es natural que el mundo de la vida genere espontáneamente resistencias contra todo el entramado burocrático que amenaza con aplastar todo impulso vital. Pero la norma que estamos comentando no es de esta guisa, lo que se ventila aquí no es obedecer una norma impuesta por la autoridad sino tener un gesto de deferencia hacia personas con las que convivimos cotidianamente.

Pues bien, este año tengo un 1º de Bachillerato que parece seguir la evolución habitual: aproximadamente a partir de Noviembre las sillas permanecen en el suelo al término de la última hora, en buena parte por mi culpa, porque por fatiga, despiste y dejadez he dejado de insistir sobre este asunto. Pues bien, estamos acabando el curso y una alumna, día tras día, durante meses, sin que nadie más la secunde, al final de la jornada recoge sus cosas y coloca la silla sobre el pupitre. Lo hace sin darse importancia, sin esperar nada a cambio. Su hábito no es, o al menos no parece ser, un gesto de superioridad moral, un silencioso reproche a hacia sus perezosos compañeros o hacia este desidioso profesor. Lo hace sin pensar, lo hace, simplemente, porque es lo correcto.

Me pregunto qué será de ella cuando sea adulta. Me pregunto quiénes de su generación asaltaran las más altas instituciones del Estado cuando les llegue la hora. Me pregunto cómo fue la adolescencia de los prebostes y jerarcas que hoy están en la cumbre de la pirámide social: si eran de los que dejaban la silla en el suelo o la subían al pupitre. Estas son naturalmente preguntas retóricas, creo conocer la respuesta... por eso me conmueve la imagen.