jueves, 11 de abril de 2013

Las nubes y las casas.
Ariane Aviñó

Miraba hacia las nubes enganchadas entre las rocas de las montañas, retenidas por sus muros rojizos y extremos. Los árboles con dedos como antenas fingían que las agarraban y deshacían, como cuando su hermanita mayor arrancaba un pedazo de algodón para curarle un rasguño en la rodilla. Pensó entonces que seguramente los árboles curaban con trozos de nube las heridas de la tierra, y cuando el día transcurría demasiado azul y amarillo, cruzaba con fuerza los dedos para que ninguna piedra ni ningún camino sufriera un accidente. Pero aquel día prometía un tráfico constante de nubes por el cielo, y eso le hacía sonreír tranquilo. Siguió su camino hacia el colegio, vigilando su zapato derecho, en el que poco a poco iba aflojándose el nudo. Calculaba si llegaría a su destino antes de comenzar a pisarse los cordones, cuando su hermana lo detuvo, lo apartó a un lado de la acera, y se agachó para atarle de nuevo los zapatos. Pararon justo delante de uno de los árboles podados en forma de paraguas que adornaban toda la calle. Pensó que si algún día comenzaba a llover sin avisar al salir del colegio, podrían ir rápido de árbol en árbol y llegar a casa casi sin mojarse.
El día estaba transcurriendo como siempre, con tantas novedades que no sabía si iba a poder recordarlas todas para cuando llegara a casa. Se acumulaban los acontecimientos; un recién llegado a la clase, la despedida de una maestra que iba a tener un bebé, una nueva canción, el cumpleaños de una niña de su clase... Y las nubes que, contra todo pronóstico, habían desaparecido y dejaban un cielo azul limpio y espléndido, que a todos alegraba menos a él.
Todos sus sentidos estaban centrados en seguir el recorrido de una hormiga que bailaba solitaria por encima de la mochila de su compañero de delante, cuando de repente sonó la música y el rumor sincronizado de las sillas anunciando que las clases habían terminado ese día.

- Frank, tienes una hormiga en la mochila
- ¡Mamá! ¡Tengo una hormiga en la mochila, toma!
- Un beso, ¿no?

Frank y su madre se fundieron en un abrazo mientras ella sujetaba la mochila en una mano y un par de bocadillos en la otra.

- Ahmed, cariño, te vienes a casa con nosotros, anda, ves comiéndote el bocata.

Ahmed y Frank eran grandes amigos, y no era la primera vez que pasaban la tarde en casa de uno o de otro. Ahmed cruzaba los dedos cuando salían del colegio para que fuera su madre la que estuviera esperándole con dos bocadillos, porque la casa de Frank no le gustaba. Era tan grande y tan blanca que cualquier paso en falso era imposible de esconder. La madre de Frank era una mujer cariñosa y amable, pero Ahmed se entristecía cuando al encontrar una huella de zapato en una silla a ella se le transfiguraba el rostro, y brotaba de sus ojos un brillo similar al que aparecía en los ojos de su propia madre cuando colgaba el teléfono después de una conferencia con Marruecos. Así que Ahmed jugaba con tanto cuidado, que al final de la tarde tenía un gesto de derrota que hacía a su madre temerse cualquier cosa.

- Ahmed ¿Te has peleado con Frank? ¿Te ha pasado algo en el colegio? ¿Qué ha pasado? Algo ha pasado, seguro...
- Nada mamá, me gusta jugar con Frank, pero no quiero ir a su casa...
Entonces era la madre de Ahmed la que súbitamente lucía el rostro de un prisionero de guerra del bando vencido:

- Es una casa muy bonita, Ahmed, preciosa.

En ese momento, la madre de Ahmed era tremendamente torpe para comprender los sentimientos de su hijo. Y Ahmed era demasiado pequeño para saber que los padres no lo saben todo.

Pero esa tarde era la madre de Frank la que había ido a recogerlos, así que tendría que pasarla en su casa. Subieron en el coche y se marcharon hacia allí. De camino la madre de Frank se dirigió a los niños:

- Frank, ¿quieres que Ahmed se quede a dormir esta noche? Mañana es viernes, ¿qué te parece si se queda el fin de semana también? Podemos hinchar el colchón de invitados con la hinchadora esa que hace tanto ruído...
- ¡Sí!
- Ahmed, tu mamá te traerá unas cuantas cosas esta tarde para pasar unos días en casa, ¿qué te parece?

Ahmed no sabía qué decir. Se quedó en silencio. Nunca había dormido fuera de su casa. Se imaginó con las luces apagadas, en una habitación extraña, y sin poder evitarlo, comenzó a llorar desconsoladamente. Cuanto más intentaba dejar de llorar, más se hundía en su garganta el llanto, y más incontrolable se volvía. Los latidos de su corazón subían como zumbidos a sus oídos y no podía oír lo que Frank y su madre le decían. Llegaron a su destino y desde la ventana del coche Ahmed vio a su madre con una bolsita de la que asomaba su pijama. La madre de Frank le desabrochó el cinturón, mientras le hablaba, pero él no podía escucharla por los zumbidos y la respiración acelerada y entrecortada que era incapaz de sosegar. Ahmed bajó corriendo nada más estuvo libre del cinturón y se abalanzó sobre su madre, intentando hablar, pero sin poder hacerlo. Su madre lo cogió como lo cogía cuando era mucho más pequeño que ahora, y mirando con angustia a la madre de Frank le dijo con un hilo de voz:

- Quería explicárselo yo, Ingrid, quería explicárselo yo.
- No le he dicho nada, Fátima, ha comenzado a llorar cuando le he dicho que se quedara a dormir unos días, no sé qué le ha pasado...
- Mamá, tenemos que ir a casa, a coger el trabajo de los escarabajos. Mañana tengo que llevarlo al cole.
Ahmed parecía más tranquilo, había tenido una idea brillante. Si Ingrid les llevaba a casa, Ahmed convencería a su madre de que se quedaran allí, y no tendría que pasar la noche en casa de Frank. Sabía que su madre nunca dejaría que él fuera a clase sin los deberes hechos.

- Ahmed, no podemos ir a casa ahora, el tío viene a recogerme y voy a pasar unos días con ellos, que la tía está enferma.
- ¿Y mi trabajo de los escarabajos? Tengo que llevarlo mañana a clase. El tío puede pasar por casa y lo cogemos. Mamá, no puedo ir a clase sin el trabajo.
- Ahmed, cariño, te haré una nota para el profesor, ahora no podemos ir a casa.

Ahmed estaba a punto de entrar en una de sus muy poco frecuentes rabietas cuando vio como las manos de su madre caían como las ramas de un árbol en un vendaval a lo largo de su cuerpo. Las manos de Fátima eran como pájaros o remolinos, siempre dibujaba con ellas las palabras que decía y las que no decía, nunca se cansaban. Cuando hablaba, bailaban al son de sus mensajes, como empujándolos para hacerse entender lo mejor posible. Y cuando pensaba en silencio, sus dedos siempre delataban las inquietudes de su alma. Pero de repente, sus manos, como fríos aludes, quedaron inmóviles, colgando, de sus brazos. Ahmed la miró a los ojos, y se sintió solo, como aquel día que se perdió en el mercado. Fátima se recompuso rápidamente, pero sus brazos seguían mudos:

- Ahmed, cariño, no podemos ir a casa. Perdona, olvidé el trabajo de los escarabajos, se quedó en tu habitación, no sé cómo pude dejarlo allí, con lo bonito que nos había quedado. Podemos hacerlo de nuevo, no quedará tan bonito, hecho con prisas, pero al menos no irás a clase con las manos vacías. La casa del tío está muy llena, ya lo sabes, además todas nuestras cosas están allí, menos tu trabajo, ¿cómo se me ha podido olvidar? Tendrás que dormir conmigo, como antes de hacerte mayor, ¿quieres?

3 comentarios:

Óscar Sánchez Vega dijo...

Precioso relato Ariane. Enhorabuena. (Aunque “precioso” no es para nada el adjetivo que mejor le encaja. “Sobrecogedor”, “desgarrador”, “turbador” o “conmovedor” lo definen más fielmente)
Saludos

Borja Lucena Góngora dijo...

Un gran estreno en "Feacios", Ariane

Ariane dijo...

¡Muchas gracias, Óscar! ¡Un honor entrar en el mundo feacio, Borja!