Hoy apareciste montada en tu caballo blanco y me cambió la cara. Sentí que era una rana, y que ya no me darías el beso de la catarsis. Por suerte me equivocaba.
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En la “Canción del baile” Zarathustra dice: un día me contemplé en tus ojos. ¡Oh vida!, y me pareció caer en un insondable abismo; pero tú me sacaste con anzuelos de oro, tenías una risa burlona cuando te llamé insondable.(...) yo no amo profúndamente sino la vida”.
Un día me contemplé en sus ojos, vida, y me pareció derrumbarme, me pareció no tener el grosor suficiente para soportar la embestida de tanta claridad, al fin y al cabo, de tanto dolor. Pero, cuando los ojos me dejaron de doler y el corazón recuperó el ritmo de su latido, aunque más fuerte, entonces, supe mirarte cara a cara. Vi como me traspasabas sin romperme, vi como mi carne y mis huesos, mi alma y mis pensamientos se hacían más vigorosos. Vi como, por primera vez, podía mirarme, a mi y a todos los que me rodeaban, con una nueva claridad, la claridad que tienen algunas mañanas.
Todas las mañanas cojo el coche para irme a trabajar; cuando paso por delante de tu ventana, no puedo evitar mirar. Si está cerrada pienso... “aún duermes... qué dulce es tu sueño”; si está abierta pienso: “algo te despertó, qué amarga es tu vigilia y qué terribles tus pesadillas”.Pienso que algún día, cuando pase por delante de tu ventana, no miraré.
Hoy vi el polo, aparcado delante del ayuntamiento; el corazón se me aceleró y mis pies se apresuraron a girar la esquina.
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Los cines de Las Rozas, di cuatro vueltas para encontrar sitio en el aparcamiento. Pasé cada una de las veces por delante de tu coche, lo que me puso más nervioso que nunca. Tu estabas allí, esperándome y yo llegaba tarde. Sentada en un banco de piedra, junto a la fuente, con las piernas cruzadas y esa sonrisa serena que tanto me gusta. Tan guapa…
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El aire fresco entra por la ventana y yo leo, con dificultad y aburrimiento, páginas centrales del Trópico de Capricornio. Tú conduces mirando al frente, con las gafas de sol que nunca olvidas al salir de casa. Los árboles pasan tan rápido como pasan los días y los paisajes se suceden tan monótonos como emocionantes.
Tenemos la sensación de no ir a ningún sitio y aún así llegamos cada noche a un sitio diferente. Nos miramos a los ojos y respiramos profundamente, sonreímos conscientes de que el mundo se ha olvidado de nosotros.
Hemos pasado por un pueblo lleno de flores, y al salir, descubrimos la pizarra negra del tejado de un torreón. Aparcamos debajo de unos sauces y unos cisnes blancos salen a recibirnos, como los celadores de un castillo lleno de fantasmas. Otros tantos surcan impávidos las aguas estancadas del foso que rodea la casa almenada.
En el patio, aperos de labranza dispuestos de cualquier manera. Después continuamos el viaje.
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Una imbécil no ha frenado y me ha jodido bien, y lo peor de todo es que no tengo batería en el móvil para llamarte.
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