miércoles, 15 de diciembre de 2010

Morente.
Borja Lucena

Acompañado de orquesta sinfónica, o de coro de voces búlgaras, o de rock furioso y distorsionado; con la guitarra de Manolo Sanlúcar o Tomatito o el Niño Ricardo o Pat Metheny; cantando a Leonard Cohen, a Lorca, o los cantes de Antonio Chacón; a todo, tan desordenado y sin sentido aparente, Morente ofreció esa unidad que no se sabe siquiera qué es, ése duende que no se comprende, pero que suena.
Hace veinte días cantó en Barcelona su " La aurora de Nueva York", del disco "Omega", algo que suena así como bulería por soleá y siempre me ha puesto los pelos de punta.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Nombres repetidos.
Eduardo Abril Acero

Esa mañana de viernes, Jonás, después de la habitual matiné de sexo, se quedó tumbado mirando la lámpara de papel de estilo oriental colgada del techo. Cuando salió María del baño con una toalla enrollada en la cabeza y otra alrededor del cuerpo, dijo:
–Lo peor de todo es ver cómo hemos dejado de hablarnos. Hablar era para nosotros una cuestión de instinto, una forma de ser. Hablábamos durante horas, ¿te acuerdas? Cualquier excusa era válida para dar comienzo a una buena conversación. Charlábamos como quien pinta un cuadro. No era una cuestión de discutir por ver quién estaba equivocado, sino que nos comportábamos como artistas que inventaban palabras de forma que fuera el léxico empleado el que crease el sentimiento, y no al revés. Nuestras conversaciones, incluso la forma de discutir, tenían esa sutilidad del tallado. Tú siempre sabías qué responderme y cómo responderme. Y al mismo tiempo acompañabas a tu boca con gestos serenos y sensuales. Movías las manos pequeñas, te mordías el labio, mirabas las alturas como queriendo recuperar alguna de las palabras aladas pronunciadas un instante antes.
Jonás hizo un silencio ilustrado con una larga respiración y siguió hablando:
– Todo eso se acabó, María. Ahora hablamos con habilidad mecánica. Yo llego del trabajo, y tú sales corriendo al tuyo. En el cruce nos miramos de reojo, nos emplazamos para la noche, y nos prometemos impostadamente un rato juntos. Pero lo cierto es que hace ya tiempo que no disponemos de esos momentos. Tú vuelas por el mundo de los objetivos y los balances trimestrales, y yo aún sigo buscando un mundo por el que volar.
A María le cambió la cara con las últimas palabras de Jonás. Se quitó la toalla quedándose completamente desnuda y la dejó cuidadosamente encima de la cama sin dejar de mirarle fijamente mientras él seguía con la mirada perdida en el techo infinito.
–¿Me estás dejando Jonás?– dijo con voz firme pero rompiéndose en las últimas dos sílabas, “Jo–nás”.
En ese momento, Jonás perdió la concentración de su discurso y la miró por primera vez, mientras ella contenía sus emociones.
–No te dejo María, ya nos hemos dejado ambos hace tiempo. Podemos hacer como que no, y esta noche mirar una película sin mirarnos a nosotros y después follar como hace un rato, mirando de reojo el reloj de la cómoda. Yo no quiero eso María y tu tampoco lo quieres...
María cogió unos pendientes del aparador y se los puso mirándose al espejo, pero traspasando con la mirada a su propio reflejo. Luego se puso el Lotus que Jonás le había regalado unos años antes y, aún desnuda, se dirigió nuevamente a la cama.
–Pero yo pensaba que así es como tenía que ser. No ha pasado nada entre nosotros, no hemos dejado de querernos. Simplemente, todo se ha ido relajando hasta llegar a esto, a esta monotonía. Y supongo que eso es lo que le tiene que pasar a todo el mundo, también a ti y a mí, por mucho que hayamos tenido años brillantes Jonás. Yo no lo quiero, pero tampoco quiero perderte.
Jonás levantó la cabeza, respiró profundamente, acarició el hueco vacío de la cama donde faltaba el cuerpo de María y continuó hablando:
–Seguramente tengas razón, pero yo no quiero que eso nos pase a nosotros, no quiero despertarme un día y odiarte por estar tumbada a mi lado, por no ser quién eras cuando pasábamos las tardes borrachos de vino, de felicidad y de literatura. Ahora te quiero, pero no sé si te querré siempre.
–¿Y por eso me dejas? ¿Porque crees que ahora me quieres pero que tal vez me dejarás de querer? ¿No es esa una forma terrible de ser un cobarde, Jonás? Ni siquiera me das la oportunidad de luchar contra estas circunstancias. No hay otra mujer con la que competir, más joven y más guapa. Tampoco hay nada en mí que te disguste y que pueda prometerte cambiar. Me dejas por algo que ni siquiera ha sucedido. Juzgas esto, tú y yo, no por el presente, ni tampoco por el pasado. Lo juzgas por el futuro, un futuro presentido simplemente.
–No, María, no es eso. Lo he pensado mucho, tanto que llevo meses sin dejar de darle. Si hay algo que me importe en mi vida eres tú, tú y yo, estos años juntos, nuestras conversaciones, ese viaje a las islas griegas, todos los polvos que hemos echado, tu risa llegando a cada uno de los rincones de esta casa. Si tuviera que hacer un balance de mi vida, si tuviera que enumerar la lista de mis éxitos, la columna sólo contendría tu nombre y no habría nada más. Nunca he escrito nada realmente valioso, digas lo que digas. No tengo un gran trabajo, ni siquiera puedo asegurar que el par de amigos que tengo lo sean incondicionalmente. No he hecho nada de lo que sentirse orgulloso salvo el haberte conocido, haberte conquistado y saber que mis pasos suenan al mismo ritmo que los tuyos...
La cara de María se llenó de dulzura y perplejidad, se sentó a su lado y acarició su brazo.
–Entonces Jonás, ¿por qué quieres dejarme?
–Quiero dejarte... –Jonás hizo una pausa para tomar aliento y a María se le escapó una lágrima por cada ojo– quiero dejarte porque si seguimos así tu nombre terminará estando escrito en la columna de los fracasos, pero sobre todo quiero dejarte para darnos una nueva oportunidad, para dejar que sea el destino quien juegue sus cartas ahora, no permitir que esto se muera poco a poco hasta que ya no haya nada que salvar.
–¿Por qué me hablas ahora del destino?
–Quiero proponerte un juego María.
–¿Un juego? ¿Me ves con ganas de jugar Jonás? ¿Crees que ésta es la cara de alguien que quiere jugar? ¿Crees que mi vida es un juego? –dijo María con voz amarga y derramando, ahora sí, lágrimas de forma continua.
–María, estos años, los mejores, fueron buenos porque jugamos, porque hicimos todo cuanto se nos ocurrió, porque fuimos creativos y no nos importó nada de lo que los demás pudieran pensar, ni tus padres ni los míos, ni siquiera nuestros amigos, y sabes que hemos perdido a muchos de ellos que nos tacharon de frívolos e irresponsables. Todo fue tan emocionante porque éramos nosotros los que decidíamos las reglas de cómo estar en el mundo, de cómo mirarnos, de cómo querernos. Pero cuando dejamos de jugar, cuando dejamos de ser frívolos e inconscientes, cuando empezó a importarnos el futuro, todo comenzó a venirse abajo. ¿Te acuerdas de Andrea y Andrés?– ella sonrió– ¿Quiénes sino nosotros habrían tensado tanto las reglas como para atreverse a aquello?
–Pero ellos ahora no nos hablan... –contestó María.
–¡Normal! Pero si no hubiera sido por nosotros no se habrían encontrado nunca.
–Aquello fue una locura, Jonás.
–Un juego emocionante, María.

* * *

La historia de Andrés y Andrea ocurrió tiempo atrás, durante los “años salvajes de la literatura”, que es como Jonás y Filene llamaban a la época en la que compartían piso en el Barrio de La Latina, y María era una visita habitual. Una tarde de sábado, tomando cervezas en la Plaza de la Paja, Jonás María y Filene hablaban sobre la infidelidad. Filene les acusaba de ser una pareja tan convencional como cualquier otra, aunque fingidamente posmoderna. Les decía, con su tono de superioridad -una tensión que le imprimía a la voz forzándola de forma que parecía extrañamente natural y segura-, que ellos, como cualquier otra pareja, se relacionaban según reglas mercantiles de propiedad. “Cuando empezamos una relación –decía– todos firmamos un contrato mercantil por el que la intimidad, la sensualidad y el erotismo pasan a ser propiedad exclusiva del contrayente contrario. Y cuando nos vemos desprovistos de nuestra propiedad, bien porque alguien disfrutó de ella a nuestras espaldas, o porque unilateralmente nuestra pareja rompió el contrato poniendo de nuevo en el mercado sus virtudes, nos sentimos estafados, perjudicados en nuestros bienes. Tratamos el amor como una cosa más, uno de nuestros electrodomésticos y vosotros no sois diferentes en esto”. Pero Jonás y María lo negaban una y otra vez. “Nosotros –decía María mirando cómplice a Jonás– no nos tratamos así, cada uno es cada uno, lo que no impide que de cuando en cuando haya un poco de confusión a la hora de distinguir un cuerpo de otro. Entonces Filene les propuso un juego: “Sed infieles pues, –decía– compartid vuestros cuerpos con otros y veamos hasta qué punto estáis dispuestos a ignorar los convencionalismos”. Jonás se quedó unos minutos en silencio, como hacía siempre que una idea comenzaba a tomar forma en su cabeza.
–¿Qué piensas Jonás?–le preguntaba María.
–Igual la idea de File no es tan mala, tal vez...
–¿Quieres que nos liemos con otras personas? –le interrumpía María perpleja.
–Eso no tiene demasiada emoción. Buscar a alguien con quien echar un polvo es algo que podemos hacer en cualquier momento, incluso sin que File venga a llamarnos convencionales. Igual ya ha ocurrido. Tú, María, podrías haberme puesto los cuernos con alguno de tus compañeros de la tienda. Follar en los probadores de Zara es algo que todos hemos deseado hacer alguna vez, también supongo que los dependientes...–decía Jonás justo antes de beber un gran trago de su cerveza.
–La mitad de ellos son homosexuales, Jonás –volvía a interrumpirle María.
–Estoy pensando en otra cosa. Un juego –Jonás hacía una pausa que le imprimía a la situación cierta tensión liviana–. Podríamos buscar a alguien cada uno de nosotros, alguien que consigamos que se interese por ti y por mí. Podemos incluso acostarnos con ellos, pero el objetivo no debe ser ése, el objetivo debe ser que, después de interesarse por nosotros, consigamos que sea con la pareja del otro con quien quieran estar...
María captó de inmediato lo que Jonás estaba proponiendo y sonrió.
–Eres malo Jonás, eres malo –dijo mientras acariciaba uno de sus brazos y le miraba con esa mirada pérfida.
–Y ya puestos, –intervenía Filene en la conversación– ¿por qué no buscáis a dos que compartan el mismo nombre? –Jonás levantaba la cabeza y abría los ojos como platos– Sí, dos nombres iguales, Pepe y Pepa, Julio y Julia, Carlos y Carlota...
María y Jonás se miraron y se echaron a reir.
–¡Es fantástico! –exclamó Jonás–, dos tipos con el nombre repetido se conocerán gracias a nosotros, y cambiarán de pareja ambos en la misma noche.
–En una cena –apuntaba entusiasmada María–, les invitamos a cenar y que se vuelvan locos el uno por el otro.
A las pocas semanas, tanto María como Jonás habían encontrado los candidatos perfectos. Andrea, una alumna de primer curso a la que no le resultó difícil interesarse por uno de los becarios de la facultad en cuanto le habló de literatura árabe contemporánea, mientras le invitaba a capuchino en uno de los cafés decimonónicos de Ópera. Y Andrés, el amigo de una compañera del trabajo de María, un tipo suave y de modales refinados que desde la primera cita la miraba con cierta vergüenza impúdica. María sabía cómo hacer que los hombres se volvieran locos de amor, mezclaba un poco de rojo de labios con un aspecto inocente de no haber roto un plato en su vida y un arsenal de comentarios curvilíneos y equívocos, repletos de dobles sentidos, haciendo que el tipo que tenía frente a sí se llenase de deseos cruzados que aparecían y desaparecían a la velocidad de la luz.
Durante semanas, Jonás y María se contaban sus progresos en la conquista de sus amantes consentidos. No hablaban de si habían tenido sexo con ellos o no, pero tampoco se lo preguntaban el uno al otro. Se enfrentaban al asunto de manera jovial y alegre, profundizando tranquilamente en los entresijos de la relación. Tenían la sensación de estar jugando a un juego emocionante lleno de posibilidades. Además, trataban de hacer coincidir el desarrollo de la conquista y pactaban cuándo había llegado el momento de la primera discusión de enamorados, cuándo debían conocer a los amigos de sus falsos amantes, o cuándo y cómo era el mejor modo de hacerles un regalo.
Después de casi un mes de citas, María y Jonás empezaron a pensar en provocar cuanto antes el desenlace. La primera idea había sido una cita conjunta de las dos parejas, pero a Jonás le pareció que la sospecha de que él y María tuvieran una relación estrecha podría estropearlo todo, así que buscaron la complicidad de Filene. Fingieron un encuentro casual de File con cada una de las parejas por separado, en la que simularían que se encontraban dos antiguos amigos que hacía tiempo no se veían. Filene insistiría en invitarles a cenar ese mismo viernes con la excusa de que venía a su casa otra pareja que les iba a encantar. Por supuesto, tanto María como Jonás aceptarían la invitación, y apuntarían la dirección de la casa de La Latina donde sería el convite.
Ambos, junto a File, se tomaron de modo quasicientífico la preparación de la cena; todas las viandas habían sido cuidadosamente cocinadas de acuerdo a lo que sabían de los gustos de los comensales, y el anfitrión pactado iría sacando ordenadamente temas de conversación en los que Jonás y María pensaban que tanto Andrés como Andrea, se sentirían cómodos y disfrutarían de la conversación.
Y así ocurrió, la velada fue extrañamente agradable para todos, aún cuando estaba escrita como una obra de teatro que llevaban ensayando cerca de una semana. En cada momento, File, María y Jonás, sabían quién se levantaría a buscar más vino, quién comentaría un libro dejado cuidadosamente encima de la cómoda, quién se interesaría por un cartel de la Guerra Civil medio descolgado de una de las paredes de ese piso mezcla de Ikea y rastro dominguero. Los tres comprobaron cómo Andrés se interesaba cada vez más por Andrea, quien no dejaba de cruzar sutilmente miradas en dirección suya. Incluso, en un momento de la noche, Filene con la habilidad de un equilibrista acabó derramando unas gotas del caramelo del tocino de cielo que traía como postre, encima de la camisa de Andrés y la falda de Andrea. Con la misma pericia logró que los dos acabasen, a solas, limpiándose el uno al otro en el pequeño cuarto de baño que estaba al final del corredor, en la otra esquina del piso. Cuando regresaron, lo hicieron sonriéndose el uno al otro e intercalando miradas tímidas con sus supuestas parejas.
Y cuando todo estaba dispuesto, y sólo quedaba el último acto, Jonás y María se levantaron a la vez, de forma violenta, y se fueron apresuradamente a la cocina, dejando a media conversación uno de los discursos de Filene, quien fingió confusión. Andrés y Andrea se miraron y, ante el asombro de File, también enmascararon sus caras de perplejidad, más aún cuando empezaron a escuchar ruido de platos rompiéndose en la cocina. Entonces se incorporaron todos y se acercaron a la puerta sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Jonás había despejado la mesa de cacharros esparciéndolos en trozos por el suelo, había subido a María encima, y sujetándola por el culo la besaba apasionadamente. Enseguida Andrés, tres segundos después de empezar a comprender lo que estaba ocurriendo allí, se avalanzó sobre los amantes infieles y agarró a Jonás por el cuello, apartándolo de entre las piernas de María, y empujándole violentamente contra la nevera. File, que había calculado la escena hasta en estos imprevistos, le sujetó fuertemente apartándolo de Jonás y facilitando su huida. María, con precipitación, cuando aún se resentía del agarrón del cuello, le cogió de la mano y los dos salieron corriendo dejando tras de sí únicamente el golpe seco de la puerta de entrada.
Durante unos minutos Andrea y Andrés se miraron como si no comprendieran nada. File, junto con Jonás y María, había planeado que, en este punto de la representación, lo más importante era no dejar que su perplejidad se convirtiera en un acto de liberación de la rabia, pues el enfado no permitiría catalizar los sentimientos que esperaban hacer surgir en la nueva pareja. Había, en cambio, que relajar la velada intentando que ellos vieran algo positivo en lo sucedido, aún cuando no comprendiesen ni una palabra. Pero, esta vez, File no supo controlar los tiempos, y Andrés se le adelantó comenzando a soltar exabruptos contra Jonás:
–¡Menudo hijo de puta este novio tuyo! Si ya notaba yo que el cabrón se traía un jueguecito extraño con María...
Pero Andrea, contraviniento todas las espectativas, salió en defensa de Jonás acallando la intervención conciliadora de Filene:
–¿Pero qué dices? –contestaba ofendida–, ¿tú has visto a la lagarta de tu novia, tío? ¡Pero si no lo ha dejado tranquilo en toda la noche! No debes darle mucha caña a la niña, porque ya venía calentita de casa, tío...
Comenzó así una escalada de reproches que escapaba por completo del control de Filene, quien intentaba inútilmente intervenir en la discusión. Cuando daba ya por perdido el juego, Filene agarró el móvil y marcó en número de Jonás. Entonces Andrés y Andrea escucharon con claridad en un vacío mínimo entre un grito y otro: "Jonás, la cosa no ha funcionado, así que subiros". A Andrés se le pusieron los ojos como platos, acercándose a File sin pestañear:
–¿Has hablado con ese cabrón? ¿Cómo que no ha funcionado? ¿No ha funcionado el qué?
Andrea, muda, detrás de Andrés, ahora en el mismo equipo, miraba fíjamente a Filene esperando una contestación. Éste, inspirando profundamente y adoptando un gesto de resignación mientras dejaba escapar todo el aire de sus pulmones, se limitó a sentarse tranquilamente en el sitio que había ocupado durante la cena e, invitándoles a ocupar sus sillas con un gesto de la mano, comentó:
–Eso, chicos, mejor que os lo expliquen Jonás y María, que están a punto de llegar.
A los pocos minutos, mientras Andrés y Andrea miraban impacientes a File, se oyó el ruido de las llaves girar la cerradura vieja de la puerta del piso, y enseguida se presentaron ambos en el comedor. Andrés miraba con odio a Jonás, mientras que Andrea le dedicaba una mirada triste y decepcionada. Antes de que éste empezara a reprocharle el rapto, Jonás comenzó a hablar mientras María permanecía detrás de él con un gesto entre lo cómico y la vergüenza. Durante media hora Jonás contó con todo tipo de detalles todo lo que había ocurrido en la vida de Andrés y Andrea. Les explicó cuál era la verdadera relación existente entre él y María, cómo y cuando pensaron en montar ese juego, por qué les habían elegido a ellos, de qué forma se había desarrollado toda la trama y cuál debía haber sido el desenlace final de los acontecimientos. Cada uno de ellos tenía que convencerse de que aquella cena fallida y aquella relación fallida no había sido sino el comienzo de algo mucho mejor de lo que se terminaba. Ambos reconocerían que Andrés para Andrea y Andrea para Andrés, eran la mejor de las opciones si se trataba de elegir pareja.
Jonás añadía ciertas disculpas, que no llegaban a serlo del todo, señalando que ahora que se había roto el misterio, lo que lamentaba es que ninguno de los dos fuera a darle una oportunidad al otro, al que en adelante concebirían como parte de un juego macabro. Añadía, en un último intento desesperado de llevar todo aquello a buen puerto, que si fueran capaces de ignorar lo que había ocurrido los últimos cuarenta minutos de la noche, y se concentrasen en sí mismos , se darían cuenta de que el juego no había estado tan mal, y serían capaces de mirarse el uno al otro e distinta forma. Andrea, después de las palabras de Jonás, y a punto de derramar lágrimas contenidas durante minutos, agarró su abrigo y el bolso, y salió apresuradamente de la casa sin decir ni una palabra. Andrés, por su parte, hizo lo mismo unos segundos después, pero añadiendo a su retirada un “estáis locos tíos, completamente locos”.
María, File y Jonás, se sentaron entonces alrededor de la mesa y terminaron la media botella de vino que aguardaba paciente durante la discusión. Al principio había entre ellos cierta aprensión a frivolizar sobre el asunto, tal y como lo habían hecho durante casi un mes, pero, a medida que relajaban las lenguas, volvieron a ese tono distendido, en el que eran capaces de hablar de Andrés y Andrea como los personajes de un guión cinematográfico en desarrollo. No coincidían en cuál había sido el error, en qué momento de la noche se habían equivocado. La velada terminó con el reconocimiento del fracaso, asegurando Jonás que, al fin y al cabo, “las personas son del todo impredecibles. Si el mismísimo Dios”, aseguraba, “se equivocó con Adán y Eva, entonces cómo vamos a acertar nosotros con Andrés y Andrea”.
Sin embargo, el final de aquella historia se prolongó hasta tres semanas después, cuando, una mañana de domingo, tras una noche de fiesta, Filene apareció muerto de la risa en el piso, ocupado por María y Jonás a punto de desayunar. “No os vais a creer con quién me encontré esta noche en Malasaña. Yo estaba con Vicente, ¿te acuerdas de él?, y, de pronto, me veo entrar a vuestros novios, Andrés y Andrea, cogidos de la mano. Ellos no me vieron, claro, pero yo sí, así que me los quedé mirando. Los tíos se pidieron unas cervezas, se sentaron en una de las mesas del fondo, estábamos en el San Mateo, y se tiraron como media hora haciéndose arrumacos el uno al otro. Yo, claro, no pude no morirme de la risa”. Jonás y María se miraron y se echaron a reír. “Al final –decía Jonás–, las cosas no fueron tan mal ¿verdad?”.

* * *
María, todavía desnuda, se levantó, abrió uno de los cajones de la cómoda y sacó unas bragas negras tirándolas sobre la cama. Después, del cajón superior sacó un sujetador, también negro, que se puso de inmediato. Del armario descolgó un vestido gris, el mismo con el que aparecía en una foto que adornaba la habitación desde la única estantería, y también lo arrojó a los pies de Jonás, que seguía tumbado mirándola. Entonces volvió a acercarse, y mientras se ponía las bragas, continuaba hablando rompiendo el incómodo silencio de los últimos tres minutos.
–Me estás dejando. Me dices que me quieres, que soy lo más importante en tu vida, pero aún así me estás dejando y quieres convertir todo esto en un juego, supongo que el último juego. Pues bien, tendrás que contarme en qué consiste ese último juego en el que ahora somos nosotros las piezas. Jonás se incorporó y buscó en la mesilla de noche sus gafas de pasta, luego se puso una bata marrón con rayas naranjas que había sido el primer regalo de reyes que María le había hecho hacía ahora casi cinco años.
–Yo quiero volver a vivir una vida emocionante y me gustaría, más que nada en el mundo, que fuera contigo, María. Y por más vueltas que le doy sólo se me ocurre que volvamos a empezar, pero de verdad.
–¿Volver a empezar? ¿Cómo podemos volver a empezar ahora? ¡No vamos a borrar de repente estos siete últimos años!
–No, no podemos hacerlo, salvo que nos olvidemos uno del otro.
–¿Olvidarnos? ¿Cómo vamos a olvidar todo lo que nos ha pasado? ¿Cómo pretendes olvidarme, Jonás, si me quieres?
–No sé si podré María, pero creo que deberíamos intentarlo, darnos una última oportunidad antes de que sean el tiempo y la monotonía los que acaben con nosotros.
A María se le abrieron los ojos tanto como su gesto se tensó.
–Lo que me estás diciendo es que nos dejemos de ver ¿verdad?¿Quieres que nos dejemos de ver? ¿Ese es el juego tan emocionante que me propones? Jonás, eso no está a la altura de ti mismo. Ese juego de “démonos un tiempo” lo practican todas las parejas que no se tiran las sartenes mutuamente.
–Bueno, en realidad no es eso. Es verdad que quiero que dejemos de vernos, porque es la única forma de que nos olvidemos lo suficiente como para darnos la oportunidad de volver a empezar en algún momento del futuro. Pero el juego no es ese. El juego consiste en no romper, en seguir conservando esto que tenemos. No nos dejemos. Simplemente, comencemos a vivir cada uno por su cuenta a ver qué nos depara el destino por separado. Y si en algún momento del futuro, sea dentro de un año o de veinte, ocurra lo que ocurra y estemos haciendo lo que sea, nos volvemos a encontrar, dejémoslo todo y empecemos de nuevo. Quiero decir, no es necesario que abandonemos la vida que llevemos y nos marchemos a vivir de la pesca durmiendo en la playa en alguna isla del Pacífico. Se tratará, más bien, de anteponernos a nosotros mismos frente a cualquier cosa, un trabajo, otra pareja, una familia...
–Pero Jonás, esto es Madrid. Nos veremos antes de que hayamos empezado casi a echarnos de menos. Yo trabajo en Moncloa y tú vas todos los días a la Universidad. Pasas por delante de mi oficina. Y si no es ahí, nos encontraremos en cualquiera de los bares a los que vamos los dos, o coincidiremos con amigos. No tiene sentido lo que dices. Aunque dejemos de vivir juntos, no dejaremos de vernos más allá de dos o tres meses.
Jonás negó con la cabeza e instintivamente miró a un montón de papeles entre los que asomaba una carta matasellada y con el sobre desgarrado. También María miró en dirección a la carta. Jonás se acercó a los papeles y alineó sus bordes haciendo que la carta desapareciese de entre los demás documentos. Luego hizo una pausa antes de continuar hablando, poniendo las manos encima del montón de papeles:
–Eso no ocurrirá.
Ella cerró los ojos como si hubiera comprendido una verdad indecible de pronto, como se comprende la solución de un acertijo que se ha perseguido durante días y, finalmente, se descubre que todo era más fácil de lo que uno había sospechado, estando siempre la respuesta delante de la punta de la nariz.
–Ya has dicho que sí, ¿verdad? –dijo María con la voz entrecortada intentando contener una tristeza que le sobrevino de pronto. Jonás asintió con la cabeza y se acercó a ella para abrazarla, pero María se retiró gesticulando para que se apartara– Pides mucho Jonás. Va a ser difícil prescindir de ti. Puede que me cueste meses o años rehacerme de tu ausencia. Puede que tengas razón cuando dices que todo esto se nos muere poco a poco, pero, aún así, entre tanta decadencia tú sigues estando a mi lado y sigues iluminando mi vida. Me da igual que la luz ya no sea tan brillante, ya no nos riamos juntos tanto, ya no hablemos como lo hacíamos antes, pero puedo vivir en penumbra porque al menos sé por dónde voy. No puedo concebir cómo será vivir durante un tiempo en plena oscuridad, sin ti, y no me apetece comprobarlo. Tú me pides que recorra ese desierto y que, cuando salga y rehaga mi vida, sea capaz de ignorarlo por irme detrás tuyo de nuevo.
–Eso mismo es lo que te pido, María. Yo me iré de Madrid y lo más probable es que nunca volvamos a vernos. Pero si hay una sola oportunidad de que tú y yo acabemos juntos quiero que sea así, de forma brillante, jugándosela al destino. ¿Lo Imaginas María? Tal vez pasen diez años, quince, pero en el mismo momento en que nos veamos toda nuestra vida cambiará de repente. Los dos sabremos que hemos ganado, que el universo entero se ha doblegado a nuestra voluntad, a nuestros deseos. Nos daremos un gran beso y nos iremos corriendo a donde sea, a desnudarnos y follar como locos. Será tan emocionante que sólo por ese momento valdría la pena vivir cualquier vida, por terrible que sea.
–¿Y si no nos encontramos?
–Si eso no ocurre, María, al menos tendremos una oportunidad por separado. Después de que nos dejemos de ver, aunque nos echemos de menos, tendremos una vida abierta frente a nosotros y podemos esperar cualquier cosa de ella. Si permanecemos juntos, moriremos lentamente.
María terminó de ponerse el vestido, se calzó y tras un escueto “adios Jonás, me voy a trabajar”, cerró la puerta de la habitación tras de sí, y unos pasos después la de la calle.
Jonás, entonces, recuperó la carta que unos minutos antes había escondido entre un montón de papeles desordenados y volvió a leerla. Comprobó de nuevo cómo desde el Departamento de Estudios Paleolingüísticos del Museo Arqueológico de El Cairo aceptaban su solicitud de trabajo y le instaban a que se incorporase a su puesto lo antes posible.
Por la noche, al regresar a casa después de un día intenso, primero en la universidad y más tarde tras la comida, en la Embajada Egipcia, Jonás no encontró a María en casa. Las cosas estaban tal y como las habían dejado por la mañana: las tazas manchadas de café en el fregadero, la cama deshecha, el cajón donde guardaban la ropa interior abierto... Preparó algo de cena para los dos y al comprobar que ella no llegaría a tiempo, cenó solo. Más tarde intentó llamarla al teléfono móvil pero estaba desconectado, y al abrir su correo electrónico por última vez en el día, descubrió un mensaje de María. Era un mensaje escueto:


“Acepto el juego Jonás. Nos veremos en algún momento del futuro.
Cuídate amor mío.
María”.

* * *

Hoy era el cumpleaños de Jonás, pero nadie en el museo lo sabía. Desde hacía exactamente diecisiete años no organizaba ninguna fiesta para celebrar este día. Al principio, en El Cairo, todo lo más que había hecho es tomarse un té con uno de los becarios con los que compartía despacho, Hakim. Pero cuando terminó su beca se marchó del museo y Jonás le perdió la pista. Tras eso, no había mantenido relaciones de amistad con nadie en la ciudad, limitándose a las estrictamente necesarias dentro de su trabajo, en el que se había volcado tanto que llevaba ya dos años como Jefe del Departamento. En el museo, Jonás tenía fama de hombre esquivo, apático y con cierta pátina de tristeza.
Esa mañana acudió al despacho del museo y después de comprobar que el correo electrónico seguía igual que como lo había dejado la noche anterior, se dirigió al taller, donde unos becarios trataban de recomponer una tablilla que suponían era de una Biblia del siglo segundo que Jonás estaba tratando de identificar y traducir. Les preguntó por los nuevos avances y, mientras contestaban, se entretuvo mirando desde la ventana cómo entraban en tromba cientos de turistas por la puerta de entrada. En esos primeros días de agosto el museo se convertía en un parque temático, lleno de aprendices de arqueólogo buscando pistas en el casi medio centenar de momias expuestas en las vitrinas. Pero, esa mañana, algo llamó su atención de entre la multitud que subía la escalinata de la entrada principal.
Jonás salió corriendo dejando a uno de los becarios con la palabra en la boca y atravesando en poco más de tres minutos todo el Imperio Antiguo, el Imperio Nuevo, dejando atrás el tesoro de Tutankamón y todas las estatuas de los reyes, llegando finalmente al enorme hall de entrada. Allí comenzó a mirar impacientemente por todas las esquinas, se adentró unos metros en la sala que daba comienzo al Imperio Medio y volvió sobre sus pasos unos metros en dirección contraria, hacia el Salón de los Reyes. Pero no encontró nada. Un poco después, cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda una voz por encima de las demás llamó su atención.
–¡María! ¡María!
Se giró y vio cómo un hombre con el pelo medio canoso gritaba desde arriba de la escalinata de acceso al piso superior, dirigiendo su voz hacia la entrada. Jonás volvió su vista instintivamente hacia allí y vio a María, vuelta de espaldas, con su pelo largo, sus piernas largas y una sombra larga adentrándose en el museo y tapándole la luz a todos los demás, atrayendo sobre sí todos los brillos. No pudo evitar la emoción y se apresuró a acercarse. Cuando estaba a su espalda se detuvo en seco y la contempló durante unos segundos. Su pelo era más oscuro, pero seguía conservando ese cuerpo delgado de caderas anchas y esos hombros delicados. Entonces la llamó...
–¡María!
Ella se dio la vuelta y Jonás pudo ver unos ojos grandes, una boca pequeña y dulce pintada de rojo y una mirada llena de inteligencia y reserva. Su cara era la de una adolescente que acababa de abandonar la infancia, llena de propósitos del mundo adulto. Pero su cuerpo y sus gestos hablaban de una cabeza repleta de engranajes funcionando y una piel suave y deseante. Sin embargo, la sonrisa emocionada de Jonás se volvió plana cuando María se giró, perdiendo de pronto su nombre. Ni esos ojos grandes y brillantes, ni esa boca pequeña y prometedora eran los de María, que ahora se había convertido en una aparición cuyo contorno se llenaba de claridad al estar situada allí, junto a Jonás, a contraluz delante de la puerta que daba paso al brillante sol de agosto.
–¿Nos conocemos? –preguntó ella sonriendo con calidez.
–Buscaba a María– contestó Jonás, todavía tratando de diluir su emoción en unos pocos segundos, ralentizando el latido de su corazón.
–¡Entonces me has encontrado! Yo soy María –dijo ella con una sonrisa amplia y unos ojos llenos de claridad.
Jonás arqueó las cejas, inspiró una gran bocanada de aire y puesto que sus latidos habían insistido en persistir a un ritmo constante e intenso, decidió aprovechar su emoción, ahora fijada en esa boca roja y esos nuevos ojos.
–¿Así que tú eres María? –preguntó Jonás, entrecerrando la mirada como si se estuviera acercando a un gran misterio. Ella contestó afirmativamente con la cabeza al tiempo que pronunciaba un imperceptible “ahá” y recorría disimuladamente con la mirada el cuerpo de Jonás, tratando de hacerse una idea de quién o qué era aquel extraño tipo.
–¿Me vas a explicar por qué me buscabas, o vas a quedarte ahí mirándome embobado?– dijo sin perder una sonrisa mezcla de ternura y perspicacia.
Jonás valoró terminar aquella conversación diciéndole simplemente que se había equivocado. Pero, tal vez por el latido imparable de su corazón, o por tantos años de soledad que deseaba dejar atrás, o por aquella silueta incandescente que le decía “ven”, decidió seguir adelante con el juego.
–Verás, María, tú no lo sabes, o no lo recuerdas, pero tú y yo empezamos un juego en otra vida y ahora he venido a que lo cumplas porque, y eso tampoco lo sabes, hemos ganado.
–¿Y qué hemos ganado? –preguntó ella intrigada.
–Yo te he ganado a ti y tú me has ganado a mí.
Al escuchar lo que Jonás decía, María sonrió. Y cuando él la agarró suavemente por el brazo, un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
–Y ahora, ¿qué debemos hacer, entonces?... –dijo, dejando su pregunta colgada en el aire como si le faltara una palabra desconocida.
–Me llamo Jonás, soy el Jefe del Departamento de Estudios Paleolingüísticos del museo, aunque eso ahora importa poco. Lo que te voy a contar tal vez te parecerá raro, pero yo estoy decidido a jugar este juego hasta el final y quiero que me acompañes– ella arqueó las cejas–. Hace muchos años, María y yo hicimos un trato. Rompimos una relación en la que nos ahogábamos y nos prometimos que si alguna vez volvíamos a encontrarnos, pasara el tiempo que pasara, lo dejaríamos todo y volveríamos a empezar. Hoy te he encontrado a ti, María, y creo que el destino me debe un final feliz, así que lo que tenemos que hacer es precisamente eso, dejarlo todo y volver a empezar tú y yo juntos –ella volvió a sonreír y Jonás vio como todos los engranajes de su cabeza funcionaban a un ritmo enloquecido imaginando sin cesar miles de futuros presentidos.
–Yo, como ya sabes, me llamo María. Terminé la carrera de medicina el año pasado y hace un par de meses aprobé, con una nota que no me creo ni yo, el examen de acceso a la especialidad. He venido a Egipto para celebrarlo con mis padres –María señaló al tipo de pelo canoso que permanecía de pie arriba de la escalinata–, para hacerles un regalo por haberme dado una vida tan feliz –sonrió–, así que no te puedo prometer nada, porque lo más seguro es que la semana que viene, como está planeado, vuelva a España y en otoño empiece a trabajar en el Hospital Universitario de Valencia. Pero, si quieres, esta tarde mis padres irán a ver el templo de Ramsés II y a mí la verdad es que no me apetece gran cosa. Podemos ir a tomar un café, un té o a hacer lo que sea que hagan estos egipcios para divertirse y pasar la tarde.
Esa tarde fueron a tomar café y Jonás le contó todo respecto de María. Y María, la nueva María, deseó durante un rato no ser ella, sino aquella otra con el nombre repetido, por la que Jonás había apostado el futuro y a la cual había suplantado durante los breves segundos en los que estuvo equivocado. Imaginó que no era esa chica un poco insegura, un poco frágil, un poco divertida y un poco de casi cualquier cosa, sino aquella otra mujer excesiva de la que Jonás le hablaba, y con la que parecía compartir únicamente el nombre y una boca pequeña pintada de rojo. Pero al llegar al final del relato, cuando entre sorbo y sorbo de té Jonás le contaba cómo la vio allí, de pie, en la entrada del museo, con un vestido gris, sujetando un bolso con las dos manos, y el pelo largo, infinito y despeinado, a María se le abrieron aún más sus ojos grandes, y se dio cuenta de hasta qué punto ella tenía que ser el final de esa historia.
Esa noche cenaron juntos, y a la mañana siguiente se levantaron a la vez para desayunar. Y lo mismo fue ocurriendo durante toda la semana. Jonás no volvió a pisar el suelo mil veces pateado del museo, y María dejó que sus padres recorrieran solos el Egipto de los faraones. Nunca llegaron a hacer planes y, sin embargo, cuando llegó el día en que María debía regresar a España, en el Avión a Valencia viajaba también Jonás.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Nuevo Comienzo.
Eduardo Abril Acero

Al terminar de brindar, entre jaleo y risas, llegó la hora en que todos se marchan. No tenía arrestos para dilatar el final con apretones de manos, abrazos y miradas de reproche desde el fondo de la sala, así que sin dar cuenta de mi huída, me puse mi chaqueta, todavía mojada, y cuando todos aún festejaban salí fuera esperando que no me echaran de menos pero que tampoco me olvidaran fácilmente.
No pude cerrar la puerta tras de mi porque la sujetó la mano de Betina que, con su traje de chaqueta y su pelo recogido a un lado de la cara, me agarró del brazo y se coló en el hueco de mi escapada. "¿Te marchas?¿no ibas a llevarme a casa?", me preguntó mirándome con esos ojos siempre tan llenos de melancolía y firmeza. Yo no supe qué decirle porque no esperaba tener que decirle nada, pero ella rellenó mi incómodo silencio con un "¿te veré al volver de vacaciones?". "¡Claro!" exclamé, "sabes donde encontrarme, no tienes más que cambiar de edificio para venir a tomar café conmigo". Su gesto se relajó y me sonrió con esa sonrisa llana que valía tanto para la alegría como para la tristeza. Se inclinó sobre mí acercándose y me dio un beso en la cara, sólo uno; luego me soltó el brazo y con un "entonces me vuelvo a la fiesta File, llámame algún día y tomamos algo antes de reyes", entró de nuevo en la casa saliendo de mi vida.
Años después ella me reprocharía que nunca volví y que ni siquiera le dí oportunidad para despedirse. Si lo hubiera hecho tal vez habría corrido a buscarme, o habría gritado desde la otra punta de la sala ¡Filene!, o me habría dado más que un beso en la mejilla.
Cuando la conocí era todo una señorita, una declaración de malas intenciones corregidas por el vicio de la ingenuidad y la virtud del humor más negro y mordaz. Yo paseaba todas las mañanas exhalando vaho y contando las baldosas que se extendían como una alfombra desde la puerta principal a la otra puerta principal, la de mi coche. Y ella, exhalando virtud, me miraba desde el otro lado de la barrera, donde a penas llegan los resoplidos de los toros, pero sí el mal y el buen olor de las faenas. Me miraba y sonreía, y volvía a mirar, volvía a sonreír y rehacía una y mil veces la sutil relación que mantiene la distancia en pasos, saltos, vuelos o años luz, desde el lugar que yo ocupaba hasta el de sus miradas, el aire que rellena ese hueco infinito y mínimo, el cielo cubriéndonos como una enorme esfera opaca, la tierra vestida de adoquines mojados y contables, el olor a humedad y a hormigas voladoras, la luz del sol tenue de otoño reflejándose contra el cristal tras de sí, el caminar de los hombres cruzándose entre sus ojos y yo... Y así un día y otro día... y otro día más.
“Buenos días Beti”, le decía yo con un entusiasmo que estaba pidiendo a gritos la justicia cósmica, y ella me respondía con su sonrisa de medio lado, “si usted lo dice”, y volvía a sonreír. Luego cogía una carpeta de plástico la ponía encima de la mesa y moviendo papeles de un lado a otro comenzaba a hablar vacilante. A un palmo, nunca me miraba, como mucho mantenía un instante el parpadeo, como si temiera que fuera a encontrar algo demasiado indecible allí, un secreto mucho tiempo y con mucho celo guardado, en el fondo oscuro de sus cajas negras. Pero de lejos, cuando se sentía a salvo, cuando la distancia era la suficiente para que no pudiera leer, igual que un miope se atasca con las últimas líneas del texto de la óptica, en el que las primeras letras son grandes y aburridas, pero las últimas, que son pequeñas e ilegibles, esconden poesías maravillosas y secretos inefables, me miraba sujetando la luz de sus ojos a un hilo sutil pero irrompible que atravesaba el espacio con seguridad hasta impactar violentamente contra mis retinas que vibraban con el golpe.
A veces me parecía que eran dos personas distintas, una la de mis pensamientos y otra la que cada mañana contestaba con una dulzura austera mis preguntas. Una la que se sentaba frente a mi mesa, sin dejar de teclear en su ordenador mientras yo hacía que me entregaba a un trabajo profundo e imprescindible pero dedicaba mis miradas a recorrer el movimiento de sus piernas interminables debajo de la mesa y otra, la que en la hora del café me miraba en la distancia firme y decidida, alterando mi tono elevado y orgulloso.
Yo iba viviendo mientras el tiempo transcurría a la velocidad de la luz en mi vida y se detenía entre aquellas paredes hexagonales como si se tratase de un reloj que funcionando con normalidad siempre da la misma hora. Ella simplemente siempre estaba ahí, con sus ojos ausentes mirándome, mientras yo movía todas las demás piezas de mi tablero de ajedrez. Sin embargo un día terminé mi trabajo y debía marcharme. Lo sabía yo y a penas dos o tres personas más en la empresa; pensé despedirme de algunos, agradecer el buen trato de casi todos o ironizar con desdén la envidia y el desprecio de los ningunos, pero simplemente seguí trabajando con cierta emoción tranquila, esperando el fin de año y mi despedida silenciosa.
El último día, antes de que la mitad de la plantilla acumulase suficiente alcohol y alegría como para convertir la navidad en algo merecible de elogio, Bety se acercó y me preguntó si podría llevarla a casa después de que Don Ramón, el director, leyera su tradicional discurso de Navidad, repetido según decían, porque para mí era el primero, del discurso del año anterior. Le dije que sí, que no había ningún problema. Pero mientras el viejo arrastraba palabras de un lado a otro de la oficina, exhortándonos a involucrarnos con una empresa común y demás sandeces, yo no pude dejar de mirarla, con sus ojos brillantes, su boca seria y prometedora, y sus piernas cruzadas tan irresistiblemente que tuve que mirar varias veces alrededor mío para comprobar que sólo yo miraba, que no se acumulaban en aquellas piernas y aquellos ojos profundos todas las miradas del universo.
En aquel momento el vértigo, el deber, el miedo, la simple y llana nada o todos ellos a la vez, hicieron que me deslizara silenciosamente fuera de la fiesta dispuesto a no volver nunca más a ver aquellas caras embriagadas de alegría, a no volver a ver a Betina. No sabía cómo despedirme de ella, porque tampoco sabía de qué debía despedirme; por eso quise escaparme de su interrogación.
Pues ¿cómo se despide al que no se terminó de saludar? ¿Cómo decirle que la iba a echar de menos cuando nunca estuvo presente en mi vida de una forma sustantiva? Ella estaba allí todo el rato, de forma constante, ocupando cada uno de mis pensamientos, pero no como algo asible, tangible, deseable, sino como una pura nada, un hecho negativo, un no ser, un hueco vacío en la columna del “haber” y otro hueco vacío en la del “debe”. Cómo añorar el lugar al que nunca fuiste, al no querer ciclotímico, a la planta que no creció dentro del semillero porque nunca se plantó.
Y lo cierto es que allí solo, paseando desde Moret a Debod a lo largo de la rivera de un río oscuro que es el parque del Oeste pasada la media noche, bajo un cielo estrellado que carecía de estrellas y una ley moral insertada de una puñalada en mis entrañas que sólo me instaba caminar sin rumbo, pisando nieve sucia, exhalando vaho, sin las gafas puestas para que las luces de Madrid convirtieran mi paseo en un caleidoscopio de luces borrosas y movimientos imprecisos, echaba de menos ya lo que en adelante no iba a tener y en el pasado tampoco tuve.
Despedir a Beti fue como rellenar con ausencia desbordante una ausencia milagrosa, como pasar de una habitación donde no hay nada a otra donde encuentras exactamente lo mismo, pero sin una puerta que las separe y sabiéndote de pronto en un lugar nuevo y desconocido pero exactamente igual a tu anterior vivienda. Como buscar un documento que no existe ni como un papel tachado o arrugado en una papelera, sino como el que nunca fue escrito y aún así se traspapeló.
“Echar de menos a Betina” era una frase afirmada a la que le faltaba una negación pero en la que no sabía en qué lugar colocar ese “no”. “No echar de menos a Beti”, “echar no de menos a Beti”, “echar de menos a no Beti”, “echar de menos a Beti no”. Ninguno de los “noes” era capaz de significar ese desfondamiento en el que me veía cayendo, esa pura nada que eran mis sentimientos, esa intencionalidad hueca y vacía, sin intención. Ni siquiera sabía cómo añorar a esa mujer nunca soñada, a la que pensaba que no volvería a ver jamás, respecto de la que me faltaban las palabras y estaban perdidos mis sentidos.
Desee vaciar mi mente y pensar de manera sustantiva la pura nada; pensé que sólo así acertaría a enunciar mi emoción cóncava. Pero cuanto más pensaba, más se llenaba mi pensamiento de negaciones que no acertaban a ponerle palabras a una realidad que sólo era en la forma de la ausencia, de un aire leve que es menos que aire. Así que simplemente caminé, primero hasta la Plaza de España, después a la Plaza de Oriente, la Glorieta de Embajadores y finalmente me senté en un banco delante de la antigua estación de Atocha, mirando como los coches se movían desordenadamente como luciérnagas enloquecidas sobre el fondo oscuro del asfalto.
Al día siguiente mi vida volvió a comenzar de cero, pero un cero que no era ni podía ser el cero absoluto. Era más bien un conjunto vacío repleto de ausencias.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Cuatro Greguerías.
Borja Lucena

Ayer hizo una tarde magnífica. Los chopos amarillentos de los campos de Soria parecían altas hogueras ardiendo en los campos vacíos del otoño. Durante un larguísimo rato, mientras el sol declinaba ya sobre las sierras azules, me estuvieron zumbando en los oídos unas greguerías de Gómez de la Serna que había leído por la mañana. Aquí os las dejo, tal y como mi vacilante memoria las ha conservado. Me parecen pequeñas miniaturas de un pensamiento preciso y, a veces, deslumbrante.
Los cuernos de los toros buscan un torero desde el principio del mundo
Cuando la flor pierde un pétalo... ¡Está perdida toda!
Lo malo de la ambición es que no sabe lo que quiere
El arroyo trae al valle las murmuraciones de las montañas

martes, 25 de mayo de 2010

Evasión en miniatura.
Borja Lucena

El tráfico incesante. Las aceras se estiraban como un hilo de agua y de gente en torno al tráfico incesante. La tarde calurosa empezaba a declinar y a poblarse de sombras. Las terrazas crepitaban bajo el murmullo de conversaciones indescifrables. Un autobús azul abrió sus puertas y varios pasajeros se vieron perdidos en algún punto de la calle de Alcalá. La vida desordenada y confusa -la vida sin más- se envolvía en el ruido y la soberbia de las calles interminables y los edificios. En medio de todo, alguien levantó la vista al cielo lejano y lo descubrió atravesado por decenas de golondrinas.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Examen.
Borja Lucena

El sol volvió a iluminar la habitación, que se vio anegada por una luz intensa y efímera. Las ventanas, que enmarcaban la pequeña porción de mundo que era dado contemplar desde la clase -los montes todavía nevados, las casas del pueblo inmóviles y sombrías- se encendían y apagaban a tenor del recorrido fortuito de pesadas masas oscuras que ocultaban intermitentemente el sol. Era marzo y nada aún había brotado en los campos macilentos.
El examen apenas había comenzado y el profesor tuvo que enviar a una de las dos alumnas a repetir las fotocopias.
-No nos va a quedar tiempo-, susurró la otra.
Después de dictar las preguntas con tono de voz rutinario, el profesor calló. El silencio estalló nada más perderse el eco de la última pregunta- como una flor que se abre súbitamente- y la clase se mantuvo en una calma desacostumbrada mientras las dos alumnas escribían compulsivamente sobre la madera sorda de los pupitres. Un coche del color de la aurora o el anochecer giró en lo alto de la calle y la recorrió sin apenas hacer ruido.
El profesor encontró ante sí nada más que tiempo, tiempo desnudo y sin contenido en el que no habría de escenificar su repetida representación ante público alguno, y abrió el periódico con despreocupación. Lo cerró al poco rato y giró la cabeza hacia los plátanos desnudos que velaban el cielo gris tras los cristales.
"Afuera también pasa el tiempo y la luz, y las cosas cambian demasiado lentamente"-, pensó.
Una de las alumnas estiró nerviosamente el brazo, y ante una señal leve del profesor preguntó si era importante el nombre completo de un autor.
-Es que no m´acuerdo-, dijo.
El profesor le contestó que intentara recordarlo, pero que, ante todo, no perdiera los nervios.
"Se toman demasiado en serio los exámenes"-, pensó.
Volvió a abrir el periódico, pero enseguida lo cerró pensando que ahí también se tomaban demasiado en serio muchas cosas sin importancia. Miró las paredes que reververaban como golpeadas por un aire blanco, y permaneció así hasta que una mano misteriosa oscureció y aquietó la clase.
El profesor se levantó y comenzó a caminar, rodeó lentamente a las alumnas y encendió la luz.
"Se toman todo demasiado en serio"-, pensó, y envidió por un instante la seriedad de su entrega al engaño.

lunes, 1 de marzo de 2010

Estaciones Porteñas del Trío Feacia.
Borja Lucena

Aquí os dejo, ahora que todo parece indicar que el invierno no pretende irse nunca, las (maravillosas) Primavera e Invierno Porteños de Astor Piazzola. La grabación no es tan magnífica como el modelo, como ya avisó Platón.









miércoles, 27 de enero de 2010

Un tren y lo que la memoria guarde


Un sábado cualquiera, a las nueve de la mañana, el día aún no se ha deshecho de la oscuridad y la penumbra, que son la inercia de la noche. Llegan las diez y la lucha comienza, levemente, a decantarse en favor de una luz dudosa, pero las sombras no dejan de descolgarse del vientre de las nubes. Es enero.

Llueve sobre Soria cuando el tren inicia su trayecto rutinario. Enseguida la ciudad queda atrás, y sólo hay ya tierra anegada y álamos espectrales que se cuelan entre la niebla homogénea. Unas cornejas chapotean entre los sembrados desdibujados por el agua rojiza. La lluvia y el barro las están poniendo perdidas, y piensan que el sol es únicamente un sueño de las cosas.

Dejamos atrás los pinos del amanecer en Almazán, los montes deshabitados, las aspas que rompen el horizonte por imperativo ideológico, los poblachos míseros entre Soria y Guadalajara; el tren se detiene en Torralba y algunos viajeros entran sin apenas hacer ruido, como si fuera sagrado el silencio que reina en el vagón.




El viaje, como sabe de sobra este tren que lo repite a diario, no tiene más sentido que cualquiera de las cosas que retornan siempre al lugar de donde partieron. No tiene sentido si no es porque, al terminar, encontremos algo nuevo en los bolsillos del alma. El tiempo, de continuo, se escurre, pero, ya que no tesoros, deja muescas y signos confusos que evocan que algo valioso se presenta en su transcurso. Quizás hoy esas huellas sean tan modestas como la lluvia de la mañana o la fugaz visión de los tejados empapados de Sigüenza, pero aún soy incapaz de decirlo: así como no sabemos lo que pasará mañana, tampoco qué lo que de ayer recordaremos.

lunes, 25 de enero de 2010

Luciérnagas y mariposas.
Eduardo Abril Acero

En qué momento fue que se nos escapó un poco de nosotros, un poco de mí. Recuerdo la primera vez que te vi, recuerdo tus ojos grandes y lánguidos, tu boca reteniendo palabras, tu cuerpo delgado y extremo. Recuerdo que esquivabas mis miradas, mis palabras y querías hacer como que yo no estaba allí pese a que una y otra vez venías, venías a mi y me buscabas.
Al principio nunca nos veíamos a solas; nos encontrábamos en sitios concurridos, esperando que las miradas de los demás frenaran el deseo que no sabía frenar la voluntad. A veces yo te miraba fijamente sin hablar, y tu podías leer mis pensamientos; mis manos no recorrían tu cuello, ni tus hombros, ni acariciaban tu espalda, ni te sujetaban fuerte por la cintura... fuerte por la cintura; y mi aliento no se acercaba lo suficiente para calentar tu piel, ni para recorrerla, ni para detenerse en todos los cuartos oscuros de la imaginación. Era entonces que tus ojos se cerraban, exhalabas el último aire de los pulmones y al volverlos a abrir me mirabas con esa mirada escocesa.
“Vámonos” te decía, “vámonos ya, vámonos a tu casa, a mi casa, a donde sea, pero vámonos”. Tu negabas con la cabeza al tiempo que cerrabas los ojos y me reprochabas en un tono letánico “es que no puedo, no puedo Eric, no puedo”, “sí que puedes Ale” te decía yo... “sólo inténtalo”. Y te enseñaba mis manos acariciando el aire, y tu las deseabas más que nada en el mundo. Deseabas licuarte y evaporarte para ser aire.
Y así pasamos meses, entregados a una frenética negación. Y disfruté cada segundo de ese enorme “no”; “no puedo”, “no quiero”, “no debo”. Mi cuerpo se acostumbró a contener el deseo, a retener la mirada, a llegar a todos sus límites sin desbordarse, a implosionar sin hacer ruido, a descender a los infiernos y antes de tocar el fondo remontar el vuelo livianamente, como el Enola Gay frente al holocausto.
Algunos días la tensión era insoportable; me dolían los ojos al pestañear y sentía cómo el aire recorría áspero mis pulmones. Me pellizcaba por debajo de la mesa haciendo que el dolor fuera intenso, manteniéndolo hasta que mis dedos se agotaban y perdían vigor. Después lo hacía con un lápiz y finalmente en casa, frente al espejo me cortaba con una cuchilla en los brazos y miraba como la sangre resbalaba por el codo, la muñeca, los dedos y las gotas explotaban al desparramarse sobre el blanco de la bañera. Mi cuerpo se relajaba un tiempo, después volvía a pensar en ti y deseaba verte y me retenía de nuevo.
Pero llegó ese lunes que ni las miradas de las porteras, ni el aire frío que lo enfría todo, ni tus llamamientos a la santidad lograron impedir que me acercara a ti. Y tu boca me decía que no, pero tus ojos me dijeron “ven, soy tuya, haz conmigo lo que quieras”. Y durante minutos, en tu casa, esa casa que huele a ti y huele a mi, sólo hubo tirones de ropa y tantos besos apresurados que parecían golpes de boca. Y acabé por no reconocer mi cuerpo por no saber distinguirlo del tuyo, y acariciar tu piel o la mía como si fueran la misma, sin saber si follaba o me masturbaba.
Y empezamos a ser quiénes fuimos tanto tiempo; nuestras almas se escondían donde no pudieran ver nada, para no asustarse, y sólo mezclábamos nuestros cuerpos como animales sin pudor, sin retener ni un solo gesto, sin evitar ni una sola palabra. Me presentaba en tu casa sin avisar, o me llamabas a las cuatro de la mañana, o coincidíamos en la Fnac, daba igual. Tu no me preguntabas por mi trabajo ni yo a ti, no había delicadezas, no había cenas, ni cines, ni besos dulces, no había nada de nada porque no éramos ni tu ni yo. Durante el tiempo que compartíamos nos vaciábamos, nos ahuecábamos, nos hacíamos cóncavos y experimentábamos la más desfondante e infinita nada. Moríamos dulcemente durante horas y créeme si te digo que ansío volver a estar muerto.
Pero entonces algo cambió.
- si, Eric, algo cambió...
- ¿el qué Alejandra?
- Fue aquel día, nunca te duchabas en casa, pero ese día te duchaste. Supuse que irías a ver a alguien, alguien con quien sí compartías cenas, cines y besos dulces. Yo me quedé en la cama y me puse tu Ipod por no levantarme a por el mío. Y también porque tenía curiosidad por saber qué música escuchabas...
- Ale, no...
- Si, ya sé, te juro que me habría conformado solo con saber tu nombre y en realidad sabía tres cosas de ti: tu nombre, tu número de teléfono y tu dirección de email. Pero me entró la curiosidad. Tu has venido mil veces a casa, has visto las fotos que tengo en la cómoda, mi colección de cds, incluso puedes ver qué libros leo, pero yo no sé nada de ti.
¿y qué pasó con el Ipod?
- Estaba esa canción...
- ¿cuál?
- “Luciérnagas y Mariposas” de Lori Meyers – recordé la canción y sonreí.
- ¿y qué pasa con esa canción Ale?
- Mira, he escuchado esa canción mil veces y creo que nunca pensé en ti al escucharla. Simplemente me gustaba, me gustaba sin saber por qué. La llevo en mi Ipod y suelo ponerla en reproducción continua para que se repita una y otra vez. Pero no sé, todo cobró sentido cuando escuché esa canción en tu reproductor; de repente me di cuenta de que siempre ha hablado de ti, de una persona que me hace sentir, no sólo desear. ¿Y sabes? creo que no es verdad que no quiera cenas, ni cines, ni besos dulces Eric. De hecho me muero porque me des un beso, uno como el de esa mañana, al salir de la ducha – yo recordé cómo llevaba una toalla alrededor de la cintura y el pelo mojado, cómo me vestí deprisa y cómo me acerqué a darle un beso calmoso antes de marcharme.
- vaya...¿entonces esto es una despedida?
- ¿lo es Eric?
- Si, lo es.