martes, 21 de julio de 2009

Vivir y morir.
Eduardo Abril Acero

Hace poco visité el servicio del Oncología de del nuevo hospital Puerta de Hierro de Madrid; la sala de espera se llenaba con cabezas tapadas con pañuelos y gorros ocultando los efectos del veneno quimiopterápico, de miradas lánguidas observando con desapego el mundo, de gestos de preocupación, de cuerpos sin vitalidad a medio camino entre aquí y allá. Algunos, entraban en la consulta con preocupación y salían con los ojos vidriosos, como si el oráculo hubiera hablado con demasiada claridad y ya no encontrasen ningún sitio al que agarrarse. Otros salían de allí por décima vez inmúnes y serenos, sabiéndose ya de camino a la nada infinita, tras haber visto en los ojos del gurú una verdadera y sincera mirada última. A casi todos se les dispensaba una esperanza, una palabra intercalada en un discurso técnico, que interpretada de cierto modo tenía el valor de un suspiro más.

En todos los casos, lo único que buscan los pacientes de cáncer allí es que alguien les sustraiga de hacerse la pregunta más importante que se puede hacer un hombre: ¿por qué debo morir?... ahora que lo sé, por qué debo morir.

Casi todos nosotros, los mortales, pasamos la vida evitando esa pregunta, ignorando la única experiencia que es auténticamente "propia"; la vida la compartimos, pero la muerte la encaramos siempre a solas. Las salas de espera de los servicios de oncología están llenas de hombres que viven sin atajos la experiencia más humana de todas y por eso están llenas de hombres que no pueden sustraerse por más tiempo de ser lo que verdaderamente son.

Los demás, nosotros, aún creemos falsamente que podemos mirar la vida desde fuera, evitando experimentarla desde dentro. Y los filósofos somos expertos en esta huida, ejemplificada grandiosamente en la filosofía de Platón, quién pensaba que la preparación para morir consistía precisamente en una intelectualización de la experiencia, negando la incertidumbre y el dolor, o en la filosofía de Epicuro quién negó de un plumazo la validez de la pregunta señalando que la muerte no es nada para nosotros.

La filosofía y los filósofos han sido los grandes enemigos de lo liviano, de las superficies. Frente a todo eso siempre prefirieron lo pesado, lo profundo, lo escondido. Y sin embargo, como el poeta, la vida ama los mundos sutiles como pompas de jabón. El que mira de frente a la vida porque siente el haliento de su propia muerte en el cogote, sabe qué importantes son los instantes y qué futiles las eternidades; instantes como gastar un poco de tiempo bebiendo vino entre amigos, acariciando el cuerpo amado, compartiendo minutos junto a los que nos heredarán y nos enterrarán... con los ojos grandes de Luna y la sonrisa inquieta y cambiante de Lara; todo eso cobra un valor precioso, inmenso e inasible, pero no por su profundidad, por su pesantez ontológica, sino precisamente por lo contrario, por su extrema liviandad efímera... como pompas de jabón.

Algunos, a fuerza de perseverar, convierten esas pompas en esferas concéntricas que sólo la ceguera puede mantener más allá de un suspiro.