martes, 1 de marzo de 2011

Otro tren y otra tarde.
Borja Lucena

La tarde soleada acompaña con sosiego a los pocos viajeros que suben al tren. Soria se despereza en un breve preludio de la primavera que ha extinguido de las sombras el resto de las últimas nevadas. El sol cae ya desde mayor altura sobre el horizonte quebrado de los montes cercanos. A lo lejos refulge la masa blanca de la sierra, horadada por desgarros parduzcos que el calor ha ido agrandando a lo largo de los últimos días. El tren comienza lentamente su marcha, y ya deja atrás el andén minúsculo, y los álamos desnudos que escoltan al diminuto río Golmayo, y también el par de pequeños túneles desde los que, al volver a Soria durante las infinitas noches invernales, saludan por vez primera las luces de la ciudad. El tren, la estación, las cortas y fugaces calles, el paso intermitente de los vehículos, toda obra humana comunican su limitación y su pequeñez, su contingencia, su debilidad y carácter efímero. Pero sobre todo ello permanece la amplitud de la tarde, la potencia inextinguible de este sol de febrero y de las altas choperas interminables, de los roquedales inhóspitos y el ancho vuelo de las rapaces. Y toda la obra humana, producto de la voluntad de construir un mundo y de perdurar, palidece ante el eterno repetirse del reverdecer de los campos.

lunes, 14 de febrero de 2011

Estela y la muerte.
Eduardo Abril Acero

Estela era una “niña bien” de una familia bien de Oviedo. Su padre era un médico con consulta privada por las tardes y hospital por las mañanas, y su madre dedicaba sus días a encontrar con qué no aburrirse cambiando cada seis meses de gimnasio y cada tres de profesor de piano, de tenis o de pilates. Entre la ocupación de su padre, salvando vidas unos días y corrigiendo curvas de la infelicidad algunas tardes, y su madre, buscando su lugar en el mundo, Estela creció sin demasiadas injerencias en sus actitudes.
Pronto descubrió que bastaba con no hacer ruido; y así ocurría la mayor parte de las veces, pues era tan extrovertida en el colegio como introvertida en casa, y tan disciplinada y correcta en las formas, como anárquica y obsesiva en los sentimientos. El problema era que de vez en cuando, con una frecuencia lo suficientemente escasa para que sus padres perdieran la memoria, Estela mezclaba su talento para la disciplina con una increíble capacidad para alterar todas las valoraciones. Empezó a ocurrir cuando ella contaba con nueve años y siempre durante largos periodos de insomnio de los que sus padres nunca supieron nada. La falta de sueño, mezclado con el cansancio y esa aparente impunidad de todo lo nocturno, la llevaron durante periodos más o menos largos, a crear un mundo aparte entre las cuatro paredes de su habitación.
En una ocasión, mientras preparaba la ropa que se pondría el día siguiente y que como cada día dejaba meticulosamente doblada encima del aparador con una bolsita de frutas de madera perfumada entre cada prenda y la siguiente, descubrió una babosa cruzando agónicamente el alfeizar de la ventana y con un espray insecticida la roció levemente mirando asombrada durante media hora la agonía del bicho. Le pareció algo tan fascinante, sus ojos saltones entrando y saliendo del gelatinoso soma de forma caótica y desordenada, al modo de dos enloquecidos ascensores, y su cuerpo retorciéndose a cámara lenta, que en los siguientes días ya sólo pudo pensar el momento en el que la vida abandona el cuerpo quedando este convertido en carne inerte.
Por la mañana vació una lata de crema hidratante, la limpió cuidadosamente de todo resto y se la metió en la mochila junto a los libros. Recorrió el camino de su casa al colegio escudriñando todos los rincones humedecidos por el rocío matutino, en busca de nuevas babosas, pero como no encontró ninguna, llenó la pequeña lata con muchos caracoles que pudo encontrar. Mas tarde, después de escuchar el tintineo que indicaba el comienzo de la alarma anti-ladrones, que su padre conectaba día tras día a última hora de la noche, justo antes de acostarse, sacó la caja de caracoles de la mochila los colocó separados unos de otros y, a medida que los caracoles asomaban sus viscosidades, les iba rociando el espray y contemplaba su agonía. Repitió la operación con cada uno de los pequeños animales y al terminar siguió sintiéndose ansiosa y desilusionada. Los caracoles, al contrario que las babosas, que no tenían donde ocultar el momento en que expiraban, se introducían en su concha padeciendo el dramático final en la intimidad, fuera de la mirada escudriñadora de Estela. Con un palillo intentó impedir el recogimiento del bicho, pero sin éxito. Incluso peló cuidadosamente uno de ellos, después de quebrar el sílice, pero tampoco resultó, puesto que el caracol asistía tan herido al momento de su muerte que a penas agonizaba ya cuando Estela lo empapaba en insecticida.
Esa noche la pasó delante de la pantalla de su ordenador buscando información acerca de los caracoles y preguntando en foros y chats cómo hacer salir de sus conchas a los viscosos bichitos. Aprendió que existen unos tipos obsesionados de los caracoles que se llaman malacólogos pero que estaban en las antípodas de sus pretensiones. Aquellos, pasan el día buscando los bichos, que guardan como tesoros conservándolos con vida en terrarios suntuosos. Todos muestran una veneración por esos animales y sólo se quedan con las conchas de los que han muerto. Estela en cambio deseaba encontrar el modo de hacerlos salir de sus viviendas para poder contemplarlos en su agonía. Por todo eso, los malacólogos eran sus antagonistas y nada pudo averiguar con ellos.
Le fue mejor buscando la información en páginas de cocina. Descubrió que algunos cocineros se habían hecho la misma pregunta con la pretensión de cocinar la carne de los caracoles sin la concha; los sumergían durante unos minutos en una solución de agua y un corticoide llamado ciclobetasol; los bichos se soltaban milagrosamente de la concha sin sufrir aparentemente ningún daño. En algunos foros había quien defendía el proceso y quien se alarmaba de que se utilizasen productos farmacéuticos de alto riesgo que podrían pasar a la cadena alimenticia. Pero nada de eso le resultaba relevante a Estela que después de tener en su poder la información ya sólo pudo pensar de qué forma conseguir el ciclobetasol.
Al día siguiente en el colegio, durante el primer recreo, abandonó por unos minutos la familiaridad del patio de primaria, y se armó de valor para buscar un estudiante del colegio que cursaba el cuarto curso de secundaria al que todos llamaban “Bicho”. No sabía mucho de él, pero entre los alumnos del colegio corrían todo tipo de leyendas acerca de sus atropellos. Decían que aquel tipo debía ser el menos recomendable y más peligroso de todos los estudiantes. Estela sabía, de forma casi instintiva, que si alguien podía conseguirle el ciclobetasol no era un chico normal, y tampoco podía pedírselo a su padre. Por la noche había valorado la posibilidad de robarle de la cartera una receta y falsificarla, pero la descartó inmediatamente dado que aún en posesión de la receta nunca le darían el medicamento en una farmacia a una niña tan pequeña. Así que la única opción era encontrar a alguien lo suficientemente arriesgado para intentar la transgresión, o lo bastante malo como para tener poco que perder. Pensó entonces en Bicho.
Sebastián, que así era como se llamaba, era hijo de un funcionario del consulado de México en Gijón. Apenas llevaba dos años en España pero ese había sido tiempo suficiente para crearse toda una reputación de individuo malencarado y de intenciones infames. Sin embargo, tres años antes, cualquiera podría haber juzgado al joven como un buen hijo lleno de promesas de bienaventuranza. Todo se truncó cuando su madre, quince años menor que su padre, prefirió la vida venturosa junto a un joven de su edad, recorriendo anárquicamente el continente, a la tranquila vida de sosiego al lado de un funcionario del estado. Su padre, para mitigar el dolor, quiso poner tierra de por medio y pidió destino en Europa. Sebastián se vio así, en un espacio de tiempo mínimo, privado de su madre, alejado de sus amigos y su entorno, y condenado a vivir con un padre incapaz de atender sus emociones desesperadas por estar él mismo ahogándose en su desesperación.
Estela se dirigió directamente a Sebastián, tocó levemente en su espalda y él se dio la vuelta.
-¿Tu eres bicho?
Él la miró de arriba abajo y contestó de forma escueta:
-Me llamo Sebastián, Bicho sólo me dicen mis amigos.
-Necesito que me ayudes...
-¿qué te ayude?, no te conozco de nada ¿por qué iba a ayudarte?
-Tu verás qué me pides a cambio, pero necesito tu ayuda...
-¿y qué es lo que quieres si se puede saber?-
Estela alargó la mano con un papel y Sebastián lo cogió, lo desdobló mirándolo unos segundos y contestó:
-¿Y esto qué coño es? ¿tu no me querrás meter en un lío?
-No es nada, una medicina que necesito
-¿una medicina?... mira niña, yo no soy el puto médico, si quieres una medicina, pues vete al hospital...
-Es que no me la van a dar, por eso te la pido a tí. ¿lo puedes hacer o no lo puedes hacer?
Sebastián se sintió retado y volvió a mirar el papel.
-¿y tú qué me darás?
-¿quieres dinero? -Sebastián miro a los lados, la agarró del brazo y echó a andar al tiempo que decía “ven”. La llevó a un rincón ciego detrás de los servicios, fuera del alcance de las miradas de los profesores que vigilaban el patio. Allí había un grupo de chicos fumando y a la voz de “largo”, disolvieron la concentración y despejaron el hueco, entonces empezó a hablar:
-¿dinero? ¿crees que necesito dinero pinche pijita? No necesito tu dinero, tengo todo lo que quiero...
-¿entonces qué quieres?
Sebastián miró a Estela de arriba a abajo y contestó:
-quiero que me enseñes las bragas
-¿Ahora?
-Si, ahora.
Estela sin inmutarse y sin mirar alrededor por si hubiera miradas indiscretas, se levantó la falda dejando al descubierto su ropa interior, unas bragas infantiles con un dibujo de flores y fresas. Sebastián las miró, y miró la cara de la niña, que en ningún momento había apartado la mirada de sus ojos y contestó:
-¡Vale!, ¡lo haré!, pero no te saldrá tan barato. Ven aquí mañana a la salida del colegio. ¿te vienen a buscar tus padres?
-no.
-Entonces ven aquí a esa hora.
Impaciente por que llegara el día siguiente, esa tarde Estela recogió todos los caracoles que pudo de vuelta a casa. Pasó también por una ferretería donde compró un saco de red; había leído la noche anterior, que para cocinar los caracoles, los guardan en el saco y los dejan colgados durante un par de días. Este proceso hace que el mismo caracol limpie su concha por dentro, vacíe su tubo digestivo y se deshaga de todas las excrecencias. Estela imaginó a los bichos, como los gladiadores encerrados en sus celdas, lavándose y untandose aceite para enfrentarse horas después al momento de su muerte y pensó que sería más adecuado que asistieran así a su holocausto, limpios.
Al día siguiente no pudo concentrarse en las clases en toda la mañana y durante la hora del patio, sentada con sus compañeras en un banco, no paró de mirar la puerta que comunicaba el patio de primaria con el patio de secundaria. En cuanto sonó el timbre de salida, recorrió el pasillo en sentido inverso luchando contra la corriente humana que se dirigía a la salida del colegio, y corrió hasta las puertas del aseo. En el hueco no había nadie, y dentro del aseo tampoco, así que se sentó a esperar y sosegarse.
Tuvo que aguardar durante más de diez minutos a que se presentase allí Sebastián. No se disculpó aunque saludó con un ánimo cercano:
-hola nenita...
-llegas tarde Bicho –dijo Estela saltando desde el pollo de la pared en el que se había subido.
-tranquila nena, que no me has pedido que te consiga un osito de peluche precisamente.
-¿lo tienes?- preguntó impaciente.
-Claro que lo tengo –dijo Sebastián al tiempo que sacaba una bolsa de papel.
Ella miró la bolsa y trató de alcanzarla con la mano, pero Sebastián hábilmente se la alejó donde ella no alcanzaba
- eh, no corras, que todavía no hemos hablado del precio.
Ella dio un paso atrás, se cruzó de brazos y le miró condescendientemente...
-a ver, qué quieres –Sebastián miró instintivamente a la puerta del baño, y ella siguió su mirada...
-pues... nomas quiero que me enseñes otra vez las braguitas, pero ahí dentro.-Estela sabía que no sería solamente eso, aunque no le pareció un precio demasiado alto. Decidió que si iba a tener sexo con el Bicho, mejor sería que tomase ella la iniciativa y marcase el ritmo del pago, así que le agarró de una mano y tiró de él, sin que opusiera mucha resistencia, hasta uno de los retretes. Allí le sentó encima del water, metió la mano dentro de su pantalón, le sacó la polla y le hizo una mamada. Actuó sin indecisiones, como si llevara haciéndolo toda la vida, algo que no era cierto. Cuando terminó, le arrancó sin esfuerzo la bolsa de papel que Sebastián sujetaba en su mano, y como quien no quiere la cosa, salió tranquilamente del colegio en dirección a su casa.
En su habitación, metió la bolsa con el ciclobetasol en el primer cajón de la cómoda, y se sentó a esperar que llegara la noche y el silencio. Una vez más, tras escuchar cómo su padre conectaba la alarma, empezó a preparar con frialdad y meticulosidad la ejecución de los caracoles. Primero accionó el espray dentro de un bote de cristal hasta que se vació, para disponer del veneno en dosis líquidas. Después, llenó una palangana de agua disolviendo las pastillas de ciclobetasol machacadas y convertidas en un fino polvo blanco. Tras esto, descolgó el saco de red con los caracoles que había enganchado en la alcachofa de la ducha, y sin sacarlos de su encierro los sumergió en el medicamento. De forma casi milagrosa los cuerpos de los caracoles empezaron a desprenderse de las conchas y sumergirse en la palangana. Estela, con cuidado pero apresuradamente, los fue sacando del agua según se iban desprendiendo y los colocaba en el alfeizar de la ventana. Cuando los tuvo todos alineados, pero rompiendo la fila lentamente con sus movimientos pausados, comenzó a aplicarles el veneno en dosis mínimas con una cucharilla. Pero no tardó mucho en comprobar la ineficacia del sistema y sentirse terriblemente decepcionada. Las babosas, tal vez por efecto del corticoide, no mostraban el mismo ánimo agónico para morir que había presentado el bicho dos noches antes. Se morían sí, pero únicamente se recogían sobre sí mismos, sin retorcimientos angustiosos, convirtiéndose en pequeñas bolas de carne viscosa y endurecida.
Estela pensó abandonar e irse a la cama, pero una ansiedad incontrolable le impulsaba a continuar con aquella locura macabra. Volvió a gastar la noche buscando información en la red a través de su ordenador. Pensaba averiguar dónde encontrar babosas aunque la navegación digital terminó llevándole por diferentes rutas. Comprobó que no debía ser fácil conseguir aquellos bichos, al menos para ella. Su actividad era básicamente nocturna y nunca se exponían a la luz del día. Vivían en pozos y alcantarillas en la ciudad, y en humedales y campos de cultivo fuera de ella. Estela pensó que no le sería fácil encontrar un pozo y tampoco estaba dispuesta a meterse en las alcantarillas. Valoró volver a requerir los servicios de su amigo Sebastián, pero estaba segura que el encargo atraería su atención y no quería que todo aquello saliera de las paredes de su habitación. Por casualidad, investigando sobre los distintos tipos de veneno, dio con una página dónde pudo ver varios vídeos de la muerte de ratones; ratones siendo ingeridos por serpientes, ratones despedazados en peceras por pirañas, ratones aniquilados por gatos, y en uno de ellos, una rata envenenada. La calidad era pésima, pero Estela pudo reconocer en aquellos movimientos epilépticos el estertor de la muerte.
Por la mañana, sin haber dormido y con los ojos enrojecidos, en lugar de ir al colegio tomó la dirección contraria, camino de la tienda de animales. Durante el desayuno le había pedido a su padre un poco de dinero para comprar un libro que les había recomendado la profesora de literatura y éste, sin hacer más preguntas que el título de la obra, sacó de la cartera cincuenta euros y le dio a Estela el billete. En la tienda pidió diez ratones de los blancos, del box que podía verse en el escaparate de la calle y el dependiente asombrado le explicó que esos ratones no eran mascotas:
-los ratones blancos los vendemos como alimento para las serpientes, y no creo que tu serpiente pueda comerse diez ratones de golpe, con dos o tres al mes debes tener más que de sobra.
-Es para un trabajo del colegio -contestó ella de forma concisa.
-¿un trabajo del colegio? ¿Qué clase de trabajos hacéis en tu colegio? -preguntó el dependiente mientras trataba de averiguar de qué colegio estaba hablando, mirándole el escudo bordado en su polo blanco.
-¿Me los va a vender o no?, hay otra tienda de animales en el centro comercial y no me gustaría tener que ir hasta allí -el dependiente la miró torciendo el gesto, y alargó la mano para coger una caja pequeña de cartón sin montar que tenía apilada junto a otras tantas en un estante tras el mostrador. Después se acercó al terrario donde estaban los ratones y metió diez de ellos sin reparar demasiado en los pequeños animales- Aquí tienes, son treinta euros. -Estela los pagó y se metió la caja en la mochila. Al salir se fijó en unos pequeños conejos blancos moteados que se aburrían dentro del terrario. Volvió a entrar en la tienda y sin cerrar la puerta le preguntó al dependiente
– ¿Los conejos con lunares cuánto valen?.
El dependiente volvió a poner cara de asombro y le preguntó con cierta ironía:
-¿también los quieres para un trabajo del colegio? De esos sólo nos quedan cuatro y por ser tú te los dejo a quince euros cada uno -Estela metió la mano en el bolsillo de su falda y sacó todo el dinero que llevaba, tenía suficiente para comprar uno, pero aún quería conseguir veneno, así que desistió. Antes de salir volvió a preguntar:
-¿Por casualidad no venderéis también veneno?
El dependiente continuando con su asombro contestó:
-Qué clase de veneno.
-Veneno para ratas, veneno para ratones.
-¿Quieres en serio veneno para ratones?
-Si.
-Pues de eso no tenemos. Somos una tienda de animales y aquí lo que nos interesa es mantenerlos con vida, no matarlos.
-¿y sabes dónde puedo conseguir?
El empleado continuaba perplejo
-Pero niña, ¿es que eres una especie de monstruo o algo así? -ella levantaba las cejas indicando que estaba esperando una contestación, y el tipo aflojaba la cara y contestaba resignado:
-Prueba en el ultramarinos, está un poco más arriba de la calle, allí tienen de todo.
Compró una caja de matarratas, uno que le recomendaron en el ultramarinos por ser extremadamente eficaz, y regresó a casa tras gastar el resto del tiempo del colegio sentada en un banco del parque de su barrio. Otra vez, al caer la noche, comenzó de nuevo la siniestra rutina. Había cogido un pedazo de queso de la nevera y con un cuter lo partía en tacos diminutos. Después ponía dentro pequeñas cantidades de veneno con la mano haciendo una leve presión sobre el queso; se había puesto unos guantes quirúrgicos que cogió del despacho de su padre después de leer en la etiqueta de la caja que no debía manipularse el veneno directamente con la piel. Cuando hubo acabado se dirigió a la caja de los ratones, la abrió y valoró la posibilidad de ir administrándoles el veneno de uno en uno, pero como no lo había previsto y no tenía ningún recipiente donde el resto pudieran aguardar el momento de su ejecución, decidió hacerlo en grupo. Casi sin pensarlo Estela vació por completo el tazón donde había ido guardando los pedazos de queso envenenado y en cuanto los animales recibieron el alimento comenzaron a comer apresuradamente. Y no tardaron mucho los ratones en dar pruebas evidentes del envenenamiento; Estela contempló casi sin parpadear como los pequeños bichos empezaban a convulsionar, se estiraban y se retorcían, movían alguno de los miembros espasmódicamente y lentamente iban expirando. Al final, cuando la calma empezaba a ocupar el lugar que unos minutos antes era incesante agonía, sólo quedaban los movimientos sosegados de la cola de un ratón, serpenteando despacio, y acaso una pata que rasgaba sin fuerza el cartón de la caja.
Durante los siguientes días faltó varias veces del colegio para ir a buscar nuevas víctimas a la tienda de animales. No iba siempre a la misma, pues no quería levantar sospechas, y repartía sus compras entre la que había en el barrio y dos más a las que tenía que ir en taxi o en autobús. Los ratones fueron, a partir de entonces, sus víctimas principales, pero también probó las artes exterminatorias con conejos, hamsters, pájaros y peces. Los más difíciles de manipular eran sin duda los pájaros ya que se los entregaban en unas pequeñas cajas de cartón en las que era difícil contemplar la agonía del animal después de administrarles el veneno. En una ocasión un canario se le escapó de la caja y empezó a revolotear por la habitación despertando a Remedios, la interna. Ella se acercó al cuarto de Estela y la encontró subida a la cama intentando alcanzar al pájaro infructuosamente con un cazamariposas de juguete. La interna asustada le preguntó qué hacía y Estela sólo supo decir que se había colado un pájaro en la habitación. Remedios miró con suspicacia a la ventana que permanecía cerrada y se acercó a ella para abrirla, por donde el pájaro inmediatamente salió volando mientras Estela gritaba “¡no!”
Sin embargo el experimento no duró eternamente, y Estela no pudo mantener el holocausto durante mucho tiempo. Una de las mañanas en las que se ausentaba del colegio para ir a comprar animales, tras haber conseguido las víctimas que por la noche mostrarían a la niña su dosis diaria de agonía, se sentó en un parque a esperar que pasara el tiempo suficiente para no levantar sospechas al volver a casa. Pero tuvo la mala suerte que a esa misma hora Remedios volvía apresurádamente a casa con un salmón recién comprado en la pescadería del barrio, atravesando el parque para ahorrarse unos minutos. Cuando cruzaron las miradas, la niña se sintió inmediatamente cazada, y sabiendo que en aquel momento se acababa definitivamente su holocausto animal, apretó la caja de los pequeños prisioneros contra su pecho, aumentando la perplejidad de la mujer. Y cuando estela abrió la caja, tras el requerimiento de Remedios, una docena de ratones huyeron despavoridos en todas direcciones, como si presintieran cuál habría sido su destino.
Ya en casa, Remedios llamó al colegio averiguando que la niña había faltado más de diez veces en el último mes, y después de registrar la habitación, y encontrar todo tipo de productos químicos y venenos, así como una caja llena de cadáveres de los que Estela aún no se había deshecho, pues su actividad exterminadora sobrepasaba con creces su habilidad para deshacerse de las pruebas, se apresuró a llamar a los padres para que se presentasen en la casa con urgencia.
El padre desmanteló la pequeña factoría de muerte que Estela había ido construyendo clandestinamente por las noches, echando en el contenedor de la basura cualquier producto o artilugio que pudiera haber tenido relación con aquella macabra afición, deshaciéndose incluso de muchas cosas de la niña que nada habían tenido que ver con los hechos y de los que su padre no se fiaba, como era el caso de una preciosa enciclopedia de anatomía animal que adornaba la estantería de su habitación, desde que su abuela se la regaló cuando tenía siete años. La madre, por su lado, buscó entre sus amigas del club las referencias de un buen psicoanalista para que averiguase en qué momento de su abandonada infancia, Estela había desarrollado aquella crueldad infinita y se la extirpase.
Los padres, perplejos, no se atrevieron a mirar a su hija a los ojos durante semanas, y sólo una vez, habiendo transcurrido ya más de dos meses desde que se destapó la trama, su padre acertó a preguntarle por qué lo había hecho. Pero la niña, consciente de que continuaban horrorizados, quiso tranquilizarlos señalando que sólo estaba aburrida.