martes, 5 de junio de 2007

¿y el silencio?.
Borja Lucena

Huyendo de Zapatero, de ANV, de la esencia intemporal de España, me perdí en la Feria del Libro de Madrid. Deseaba, quizás, encontrar la ocasión de emanciparme de tantas preocupaciones que aquí nos abruman, aunque sé de sobra que nada nos exime de volver – siempre - a trabar batalla en la caverna. Esa tarde, en El Retiro tormentoso de mayo, intenté pasear y entretener mi ánimo dedicándome al placer intenso de manosear libros, de leer fragmentos desordenados, de arrugar páginas al azar. Todo me prometía una tarde despreocupada y gozosa hasta que, al llegar, comprobé que es imposible escapar a la propia época. Ni siquiera en El Retiro. Se empeñan en invadir todo del mismo gusto pésimo, de la misma tonalidad vulgar y grisácea. Ocupan todo lugar con su ruido y lo llaman “modernidad”. Se empeñan en devaluar los espacios públicos hasta asimilarlos invariablemente a la ramplona vulgaridad de los centros comerciales. ¿Qué rencor albergan los organizadores de la Feria del Libro de Madrid -como tantos otros promotores subvencionados- contra el silencio?
De mi niñez conservo el recuerdo de esas tardes de mayo en El Retiro- mientras mis padres visitaban las casetas y compraban aquí y allá libros que pensaba nunca comprendería- con un sentimiento de gratitud que, a lo largo de los últimos años, se ha tornado en franca nostalgia. Se me dirá que recurro a la trasnochada y poco original fórmula del “se canta sólo lo que se pierde”, o que me aferro –demostrando mi aburguesamiento y conservadurismo- al “todo tiempo pasado fue mejor”; sea lo que sea, no me veo inclinado a alabar lo nuevo por ser nuevo, y pienso que, a menudo, se pierden cosas que vale la pena cantar y reivindicar. Me encuentro con que una tarde en la Feria se ha convertido en un ritual que, quizás, merezca ser abandonado, porque ha ido perdiendo relación con esa antigua alegría. Es lamentable que el recorrido por las casetas se vea constantemente incordiado por una voz que, a través de megafonía y a un volumen pensado para sordos, recita enumeraciones infinitas de casetas y repite hasta el paroxismo los nombres de los autores allí apostados para firmar (algunos de los cuales, parece ser, sólo se quejan de la voracidad de la publicidad y el "marketing" capitalistas cuando se trata de vender los productos ajenos, mas no los propios). Así es casi imposible examinar libros o, simplemente, hojear sus páginas distraídamente. El suplicio, no obstante, no termina en eso: cuando la voz de ofertas de supermercado al fin calla, cuando fulgura la esperanza de encontrar ese sosiego buscado, los altavoces comienzan a esparcir una música hortera que impide disfrutar de la tarde y de los libros sin ser implacablemente aturdido y perseguido por el mal gusto. ¿Por qué no nos dejan pasear, cada uno entregado a lo suyo, y nos obligan a esa comunión insoportable con lo más tosco y amorfo del ruido contemporáneo? ¿Por qué esa manía por apartar, incluso de las actividades que más lo exigen, el sosiego y la quietud? ¿Qué ocurre en una sociedad para que se imponga como norma obligatoria siempre lo más chabacano?

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