Huyendo de Zapatero, de ANV, de la
esencia intemporal de España, me perdí en la Feria del Libro de Madrid.
Deseaba, quizás, encontrar la ocasión de emanciparme de tantas
preocupaciones que aquí nos abruman, aunque sé de sobra que nada nos
exime de volver – siempre - a trabar batalla en la caverna. Esa tarde,
en El Retiro tormentoso de mayo, intenté pasear y entretener mi ánimo
dedicándome al placer intenso de manosear libros, de leer fragmentos
desordenados, de arrugar páginas al azar. Todo me prometía una tarde
despreocupada y gozosa hasta que, al llegar, comprobé que es imposible
escapar a la propia época. Ni siquiera en El Retiro. Se empeñan en
invadir todo del mismo gusto pésimo, de la misma tonalidad vulgar y
grisácea. Ocupan todo lugar con su ruido y lo llaman “modernidad”. Se
empeñan en devaluar los espacios públicos hasta asimilarlos
invariablemente a la ramplona vulgaridad de los centros comerciales.
¿Qué rencor albergan los organizadores de la Feria del Libro de Madrid
-como tantos otros promotores subvencionados- contra el silencio?
De
mi niñez conservo el recuerdo de esas tardes de mayo en El Retiro-
mientras mis padres visitaban las casetas y compraban aquí y allá libros
que pensaba nunca comprendería- con un sentimiento de gratitud que, a
lo largo de los últimos años, se ha tornado en franca nostalgia. Se me
dirá que recurro a la trasnochada y poco original fórmula del “se canta
sólo lo que se pierde”, o que me aferro –demostrando mi aburguesamiento y
conservadurismo- al “todo tiempo pasado fue mejor”; sea lo que sea, no
me veo inclinado a alabar lo nuevo por ser nuevo, y pienso que, a
menudo, se pierden cosas que vale la pena cantar y reivindicar. Me
encuentro con que una tarde en la Feria se ha convertido en un ritual
que, quizás, merezca ser abandonado, porque ha ido perdiendo relación
con esa antigua alegría. Es lamentable que el recorrido por las casetas
se vea constantemente incordiado por una voz que, a través de megafonía y
a un volumen pensado para sordos, recita enumeraciones infinitas de
casetas y repite hasta el paroxismo los nombres de los autores allí
apostados para firmar (algunos de los cuales, parece ser, sólo se quejan
de la voracidad de la publicidad y el "marketing" capitalistas cuando
se trata de vender los productos ajenos, mas no los propios). Así es
casi imposible examinar libros o, simplemente, hojear sus páginas
distraídamente. El suplicio, no obstante, no termina en eso: cuando la
voz de ofertas de supermercado al fin calla, cuando fulgura la esperanza
de encontrar ese sosiego buscado, los altavoces comienzan a esparcir
una música hortera que impide disfrutar de la tarde y de los libros sin
ser implacablemente aturdido y perseguido por el mal gusto. ¿Por qué no
nos dejan pasear, cada uno entregado a lo suyo, y nos obligan a esa
comunión insoportable con lo más tosco y amorfo del ruido contemporáneo?
¿Por qué esa manía por apartar, incluso de las actividades que más lo
exigen, el sosiego y la quietud? ¿Qué ocurre en una sociedad para que se
imponga como norma obligatoria siempre lo más chabacano?
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