Hace poco visité el servicio del
Oncología de del nuevo hospital Puerta de Hierro de Madrid; la sala de
espera se llenaba con cabezas tapadas con pañuelos y gorros ocultando
los efectos del veneno quimiopterápico, de miradas lánguidas observando
con desapego el mundo, de gestos de preocupación, de cuerpos sin
vitalidad a medio camino entre aquí y allá. Algunos, entraban en la
consulta con preocupación y salían con los ojos vidriosos, como si el
oráculo hubiera hablado con demasiada claridad y ya no encontrasen
ningún sitio al que agarrarse. Otros salían de allí por décima vez
inmúnes y serenos, sabiéndose ya de camino a la nada infinita, tras
haber visto en los ojos del gurú una verdadera y sincera mirada última. A
casi todos se les dispensaba una esperanza, una palabra intercalada en
un discurso técnico, que interpretada de cierto modo tenía el valor de
un suspiro más.
En
todos los casos, lo único que buscan los pacientes de cáncer allí es
que alguien les sustraiga de hacerse la pregunta más importante que se
puede hacer un hombre: ¿por qué debo morir?... ahora que lo sé, por qué
debo morir.
Casi
todos nosotros, los mortales, pasamos la vida evitando esa pregunta,
ignorando la única experiencia que es auténticamente "propia"; la vida
la compartimos, pero la muerte la encaramos siempre a solas. Las salas
de espera de los servicios de oncología están llenas de hombres que
viven sin atajos la experiencia más humana de todas y por eso están
llenas de hombres que no pueden sustraerse por más tiempo de ser lo que
verdaderamente son.
Los
demás, nosotros, aún creemos falsamente que podemos mirar la vida desde
fuera, evitando experimentarla desde dentro. Y los filósofos somos
expertos en esta huida, ejemplificada grandiosamente en la filosofía de
Platón, quién pensaba que la preparación para morir consistía
precisamente en una intelectualización de la experiencia, negando la
incertidumbre y el dolor, o en la filosofía de Epicuro quién negó de un
plumazo la validez de la pregunta señalando que la muerte no es nada
para nosotros.
La
filosofía y los filósofos han sido los grandes enemigos de lo liviano,
de las superficies. Frente a todo eso siempre prefirieron lo pesado, lo
profundo, lo escondido. Y sin embargo, como el poeta, la vida ama los
mundos sutiles como pompas de jabón. El que mira de frente a la vida
porque siente el haliento de su propia muerte en el cogote, sabe qué
importantes son los instantes y qué futiles las eternidades; instantes
como gastar un poco de tiempo bebiendo vino entre amigos, acariciando el
cuerpo amado, compartiendo minutos junto a los que nos heredarán y nos
enterrarán... con los ojos grandes de Luna y la sonrisa inquieta y
cambiante de Lara; todo eso cobra un valor precioso, inmenso e inasible,
pero no por su profundidad, por su pesantez ontológica, sino
precisamente por lo contrario, por su extrema liviandad efímera... como
pompas de jabón.
Algunos,
a fuerza de perseverar, convierten esas pompas en esferas concéntricas
que sólo la ceguera puede mantener más allá de un suspiro.