miércoles, 27 de enero de 2010

Un tren y lo que la memoria guarde


Un sábado cualquiera, a las nueve de la mañana, el día aún no se ha deshecho de la oscuridad y la penumbra, que son la inercia de la noche. Llegan las diez y la lucha comienza, levemente, a decantarse en favor de una luz dudosa, pero las sombras no dejan de descolgarse del vientre de las nubes. Es enero.

Llueve sobre Soria cuando el tren inicia su trayecto rutinario. Enseguida la ciudad queda atrás, y sólo hay ya tierra anegada y álamos espectrales que se cuelan entre la niebla homogénea. Unas cornejas chapotean entre los sembrados desdibujados por el agua rojiza. La lluvia y el barro las están poniendo perdidas, y piensan que el sol es únicamente un sueño de las cosas.

Dejamos atrás los pinos del amanecer en Almazán, los montes deshabitados, las aspas que rompen el horizonte por imperativo ideológico, los poblachos míseros entre Soria y Guadalajara; el tren se detiene en Torralba y algunos viajeros entran sin apenas hacer ruido, como si fuera sagrado el silencio que reina en el vagón.




El viaje, como sabe de sobra este tren que lo repite a diario, no tiene más sentido que cualquiera de las cosas que retornan siempre al lugar de donde partieron. No tiene sentido si no es porque, al terminar, encontremos algo nuevo en los bolsillos del alma. El tiempo, de continuo, se escurre, pero, ya que no tesoros, deja muescas y signos confusos que evocan que algo valioso se presenta en su transcurso. Quizás hoy esas huellas sean tan modestas como la lluvia de la mañana o la fugaz visión de los tejados empapados de Sigüenza, pero aún soy incapaz de decirlo: así como no sabemos lo que pasará mañana, tampoco qué lo que de ayer recordaremos.

lunes, 25 de enero de 2010

Luciérnagas y mariposas.
Eduardo Abril Acero

En qué momento fue que se nos escapó un poco de nosotros, un poco de mí. Recuerdo la primera vez que te vi, recuerdo tus ojos grandes y lánguidos, tu boca reteniendo palabras, tu cuerpo delgado y extremo. Recuerdo que esquivabas mis miradas, mis palabras y querías hacer como que yo no estaba allí pese a que una y otra vez venías, venías a mi y me buscabas.
Al principio nunca nos veíamos a solas; nos encontrábamos en sitios concurridos, esperando que las miradas de los demás frenaran el deseo que no sabía frenar la voluntad. A veces yo te miraba fijamente sin hablar, y tu podías leer mis pensamientos; mis manos no recorrían tu cuello, ni tus hombros, ni acariciaban tu espalda, ni te sujetaban fuerte por la cintura... fuerte por la cintura; y mi aliento no se acercaba lo suficiente para calentar tu piel, ni para recorrerla, ni para detenerse en todos los cuartos oscuros de la imaginación. Era entonces que tus ojos se cerraban, exhalabas el último aire de los pulmones y al volverlos a abrir me mirabas con esa mirada escocesa.
“Vámonos” te decía, “vámonos ya, vámonos a tu casa, a mi casa, a donde sea, pero vámonos”. Tu negabas con la cabeza al tiempo que cerrabas los ojos y me reprochabas en un tono letánico “es que no puedo, no puedo Eric, no puedo”, “sí que puedes Ale” te decía yo... “sólo inténtalo”. Y te enseñaba mis manos acariciando el aire, y tu las deseabas más que nada en el mundo. Deseabas licuarte y evaporarte para ser aire.
Y así pasamos meses, entregados a una frenética negación. Y disfruté cada segundo de ese enorme “no”; “no puedo”, “no quiero”, “no debo”. Mi cuerpo se acostumbró a contener el deseo, a retener la mirada, a llegar a todos sus límites sin desbordarse, a implosionar sin hacer ruido, a descender a los infiernos y antes de tocar el fondo remontar el vuelo livianamente, como el Enola Gay frente al holocausto.
Algunos días la tensión era insoportable; me dolían los ojos al pestañear y sentía cómo el aire recorría áspero mis pulmones. Me pellizcaba por debajo de la mesa haciendo que el dolor fuera intenso, manteniéndolo hasta que mis dedos se agotaban y perdían vigor. Después lo hacía con un lápiz y finalmente en casa, frente al espejo me cortaba con una cuchilla en los brazos y miraba como la sangre resbalaba por el codo, la muñeca, los dedos y las gotas explotaban al desparramarse sobre el blanco de la bañera. Mi cuerpo se relajaba un tiempo, después volvía a pensar en ti y deseaba verte y me retenía de nuevo.
Pero llegó ese lunes que ni las miradas de las porteras, ni el aire frío que lo enfría todo, ni tus llamamientos a la santidad lograron impedir que me acercara a ti. Y tu boca me decía que no, pero tus ojos me dijeron “ven, soy tuya, haz conmigo lo que quieras”. Y durante minutos, en tu casa, esa casa que huele a ti y huele a mi, sólo hubo tirones de ropa y tantos besos apresurados que parecían golpes de boca. Y acabé por no reconocer mi cuerpo por no saber distinguirlo del tuyo, y acariciar tu piel o la mía como si fueran la misma, sin saber si follaba o me masturbaba.
Y empezamos a ser quiénes fuimos tanto tiempo; nuestras almas se escondían donde no pudieran ver nada, para no asustarse, y sólo mezclábamos nuestros cuerpos como animales sin pudor, sin retener ni un solo gesto, sin evitar ni una sola palabra. Me presentaba en tu casa sin avisar, o me llamabas a las cuatro de la mañana, o coincidíamos en la Fnac, daba igual. Tu no me preguntabas por mi trabajo ni yo a ti, no había delicadezas, no había cenas, ni cines, ni besos dulces, no había nada de nada porque no éramos ni tu ni yo. Durante el tiempo que compartíamos nos vaciábamos, nos ahuecábamos, nos hacíamos cóncavos y experimentábamos la más desfondante e infinita nada. Moríamos dulcemente durante horas y créeme si te digo que ansío volver a estar muerto.
Pero entonces algo cambió.
- si, Eric, algo cambió...
- ¿el qué Alejandra?
- Fue aquel día, nunca te duchabas en casa, pero ese día te duchaste. Supuse que irías a ver a alguien, alguien con quien sí compartías cenas, cines y besos dulces. Yo me quedé en la cama y me puse tu Ipod por no levantarme a por el mío. Y también porque tenía curiosidad por saber qué música escuchabas...
- Ale, no...
- Si, ya sé, te juro que me habría conformado solo con saber tu nombre y en realidad sabía tres cosas de ti: tu nombre, tu número de teléfono y tu dirección de email. Pero me entró la curiosidad. Tu has venido mil veces a casa, has visto las fotos que tengo en la cómoda, mi colección de cds, incluso puedes ver qué libros leo, pero yo no sé nada de ti.
¿y qué pasó con el Ipod?
- Estaba esa canción...
- ¿cuál?
- “Luciérnagas y Mariposas” de Lori Meyers – recordé la canción y sonreí.
- ¿y qué pasa con esa canción Ale?
- Mira, he escuchado esa canción mil veces y creo que nunca pensé en ti al escucharla. Simplemente me gustaba, me gustaba sin saber por qué. La llevo en mi Ipod y suelo ponerla en reproducción continua para que se repita una y otra vez. Pero no sé, todo cobró sentido cuando escuché esa canción en tu reproductor; de repente me di cuenta de que siempre ha hablado de ti, de una persona que me hace sentir, no sólo desear. ¿Y sabes? creo que no es verdad que no quiera cenas, ni cines, ni besos dulces Eric. De hecho me muero porque me des un beso, uno como el de esa mañana, al salir de la ducha – yo recordé cómo llevaba una toalla alrededor de la cintura y el pelo mojado, cómo me vestí deprisa y cómo me acerqué a darle un beso calmoso antes de marcharme.
- vaya...¿entonces esto es una despedida?
- ¿lo es Eric?
- Si, lo es.