La tarde soleada acompaña con sosiego a los pocos viajeros que suben al tren. Soria se despereza en un breve preludio de la primavera que ha extinguido de las sombras el resto de las últimas nevadas. El sol cae ya desde mayor altura sobre el horizonte quebrado de los montes cercanos. A lo lejos refulge la masa blanca de la sierra, horadada por desgarros parduzcos que el calor ha ido agrandando a lo largo de los últimos días. El tren comienza lentamente su marcha, y ya deja atrás el andén minúsculo, y los álamos desnudos que escoltan al diminuto río Golmayo, y también el par de pequeños túneles desde los que, al volver a Soria durante las infinitas noches invernales, saludan por vez primera las luces de la ciudad. El tren, la estación, las cortas y fugaces calles, el paso intermitente de los vehículos, toda obra humana comunican su limitación y su pequeñez, su contingencia, su debilidad y carácter efímero. Pero sobre todo ello permanece la amplitud de la tarde, la potencia inextinguible de este sol de febrero y de las altas choperas interminables, de los roquedales inhóspitos y el ancho vuelo de las rapaces. Y toda la obra humana, producto de la voluntad de construir un mundo y de perdurar, palidece ante el eterno repetirse del reverdecer de los campos.
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