Miraba hacia las nubes enganchadas entre las rocas de las montañas, retenidas por
sus muros rojizos y extremos. Los árboles con dedos como antenas
fingían que las agarraban y deshacían, como cuando su hermanita
mayor arrancaba un pedazo de algodón para curarle un rasguño en la
rodilla. Pensó entonces que seguramente los árboles curaban con
trozos de nube las heridas de la tierra, y cuando el día transcurría
demasiado azul y amarillo, cruzaba con fuerza los dedos para que
ninguna piedra ni ningún camino sufriera un accidente. Pero aquel
día prometía un tráfico constante de nubes por el cielo, y eso le
hacía sonreír tranquilo. Siguió su camino hacia el colegio,
vigilando su zapato derecho, en el que poco a poco iba aflojándose
el nudo. Calculaba si llegaría a su destino antes de comenzar a
pisarse los cordones, cuando su hermana lo detuvo, lo apartó a un
lado de la acera, y se agachó para atarle de nuevo los zapatos.
Pararon justo delante de uno de los árboles podados en forma de
paraguas que adornaban toda la calle. Pensó que si algún día
comenzaba a llover sin avisar al salir del colegio, podrían ir
rápido de árbol en árbol y llegar a casa casi sin mojarse.
El día
estaba transcurriendo como siempre, con tantas novedades que no sabía
si iba a poder recordarlas todas para cuando llegara a casa. Se
acumulaban los acontecimientos; un recién llegado a la clase, la
despedida de una maestra que iba a tener un bebé, una nueva canción,
el cumpleaños de una niña de su clase... Y las nubes que, contra
todo pronóstico, habían desaparecido y dejaban un cielo azul limpio
y espléndido, que a todos alegraba menos a él.
Todos sus
sentidos estaban centrados en seguir el recorrido de una hormiga que
bailaba solitaria por encima de la mochila de su compañero de
delante, cuando de repente sonó la música y el rumor sincronizado
de las sillas anunciando que las clases habían terminado ese día.
- Frank,
tienes una hormiga en la mochila
- ¡Mamá!
¡Tengo una hormiga en la mochila, toma!
- Un beso,
¿no?
Frank y su
madre se fundieron en un abrazo mientras ella sujetaba la mochila en
una mano y un par de bocadillos en la otra.
- Ahmed,
cariño, te vienes a casa con nosotros, anda, ves comiéndote el
bocata.
Ahmed y
Frank eran grandes amigos, y no era la primera vez que pasaban la
tarde en casa de uno o de otro. Ahmed cruzaba los dedos cuando salían
del colegio para que fuera su madre la que estuviera esperándole con
dos bocadillos, porque la casa de Frank no le gustaba. Era tan grande
y tan blanca que cualquier paso en falso era imposible de esconder.
La madre de Frank era una mujer cariñosa y amable, pero Ahmed se
entristecía cuando al encontrar una huella de zapato en una silla a
ella se le transfiguraba el rostro, y brotaba de sus ojos un brillo
similar al que aparecía en los ojos de su propia madre cuando
colgaba el teléfono después de una conferencia con Marruecos. Así
que Ahmed jugaba con tanto cuidado, que al final de la tarde tenía
un gesto de derrota que hacía a su madre temerse cualquier cosa.
- Ahmed ¿Te
has peleado con Frank? ¿Te ha pasado algo en el colegio? ¿Qué ha
pasado? Algo ha pasado, seguro...
- Nada mamá,
me gusta jugar con Frank, pero no quiero ir a su casa...
Entonces
era la madre de Ahmed la que súbitamente lucía el rostro de un
prisionero de guerra del bando vencido:
- Es una
casa muy bonita, Ahmed, preciosa.
En ese
momento, la madre de Ahmed era tremendamente torpe para comprender
los sentimientos de su hijo. Y Ahmed era demasiado pequeño para
saber que los padres no lo saben todo.
Pero esa
tarde era la madre de Frank la que había ido a recogerlos, así que
tendría que pasarla en su casa. Subieron en el coche y se marcharon
hacia allí. De camino la madre de Frank se dirigió a los niños:
- Frank,
¿quieres que Ahmed se quede a dormir esta noche? Mañana es viernes,
¿qué te parece si se queda el fin de semana también? Podemos
hinchar el colchón de invitados con la hinchadora esa que hace tanto
ruído...
- ¡Sí!
- Ahmed, tu
mamá te traerá unas cuantas cosas esta tarde para pasar unos días
en casa, ¿qué te parece?
Ahmed no
sabía qué decir. Se quedó en silencio. Nunca había dormido fuera
de su casa. Se imaginó con las luces apagadas, en una habitación
extraña, y sin poder evitarlo, comenzó a llorar desconsoladamente.
Cuanto más intentaba dejar de llorar, más se hundía en su garganta
el llanto, y más incontrolable se volvía. Los latidos de su corazón
subían como zumbidos a sus oídos y no podía oír lo que Frank y su
madre le decían. Llegaron a su destino y desde la ventana del coche
Ahmed vio a su madre con una bolsita de la que asomaba su pijama. La
madre de Frank le desabrochó el cinturón, mientras le hablaba, pero
él no podía escucharla por los zumbidos y la respiración acelerada
y entrecortada que era incapaz de sosegar. Ahmed bajó corriendo nada
más estuvo libre del cinturón y se abalanzó sobre su madre,
intentando hablar, pero sin poder hacerlo. Su madre lo cogió como lo
cogía cuando era mucho más pequeño que ahora, y mirando con
angustia a la madre de Frank le dijo con un hilo de voz:
- Quería
explicárselo yo, Ingrid, quería explicárselo yo.
- No le he
dicho nada, Fátima, ha comenzado a llorar cuando le he dicho que se
quedara a dormir unos días, no sé qué le ha pasado...
- Mamá,
tenemos que ir a casa, a coger el trabajo de los escarabajos. Mañana
tengo que llevarlo al cole.
Ahmed
parecía más tranquilo, había tenido una idea brillante. Si Ingrid
les llevaba a casa, Ahmed convencería a su madre de que se quedaran
allí, y no tendría que pasar la noche en casa de Frank. Sabía que
su madre nunca dejaría que él fuera a clase sin los deberes hechos.
- Ahmed, no
podemos ir a casa ahora, el tío viene a recogerme y voy a pasar unos
días con ellos, que la tía está enferma.
- ¿Y mi
trabajo de los escarabajos? Tengo que llevarlo mañana a clase. El
tío puede pasar por casa y lo cogemos. Mamá, no puedo ir a clase
sin el trabajo.
- Ahmed,
cariño, te haré una nota para el profesor, ahora no podemos ir a
casa.
Ahmed
estaba a punto de entrar en una de sus muy poco frecuentes rabietas
cuando vio como las manos de su madre caían como las ramas de un
árbol en un vendaval a lo largo de su cuerpo. Las manos de Fátima
eran como pájaros o remolinos, siempre dibujaba con ellas las
palabras que decía y las que no decía, nunca se cansaban. Cuando
hablaba, bailaban al son de sus mensajes, como empujándolos para
hacerse entender lo mejor posible. Y cuando pensaba en silencio, sus
dedos siempre delataban las inquietudes de su alma. Pero de repente,
sus manos, como fríos aludes, quedaron inmóviles, colgando, de sus
brazos. Ahmed la miró a los ojos, y se sintió solo, como aquel día
que se perdió en el mercado. Fátima se recompuso rápidamente, pero
sus brazos seguían mudos:
- Ahmed,
cariño, no podemos ir a casa. Perdona, olvidé el trabajo de los
escarabajos, se quedó en tu habitación, no sé cómo pude dejarlo
allí, con lo bonito que nos había quedado. Podemos hacerlo de
nuevo, no quedará tan bonito, hecho con prisas, pero al menos no
irás a clase con las manos vacías. La casa del tío está muy
llena, ya lo sabes, además todas nuestras cosas están allí, menos
tu trabajo, ¿cómo se me ha podido olvidar? Tendrás que dormir
conmigo, como antes de hacerte mayor, ¿quieres?