Persiguió a esa mujer por bares,
iglesias y restaurantes que ofrecían el pan a precios variados, tiendas
de cosméticos. La buscó por arrabales y barrios de clase media, por
manifestaciones y sórdidas librerías de viejo. La encontró, a veces,
comprando una botella de leche o algo de verdura para la comida, leyendo
distraídamente una revista bajo el sol de marzo, o saliendo de un baño
público. Se le aparecía como una diosa, un signo en el cielo de
felicidad duradera, una conversión a una vida mejor y más rica.
Por fin desarticuló sus defensas, derribó sus murallas y estratagemas, y
una noche pudo llevarla a casa, donde, tras una copa, tres cigarrillos y
algo de vacilante conversación, se encerró con ella en el dormitorio.
Si por él hubiera sido, para no salir jamás. Comenzó a desnudarla con
urgencia, a rozar con sus dedos su carne ondulante, sus labios y
pestañas. De repente, una duda le asaltó el pensamiento. Aceleró
impaciente la marcha de las manos sobre la ropa, desabotonando, bajando
cremalleras y soltando broches infinitos. Ya no era el deseo de la carne
lo que le empujaba, sino el solo anhelo de saber. Buscó, como en un
callejero interminable, lo que más temía encontrar y, finalmente, en la
espalda, encontró la pequeña inscripción. Cerca del culo. Made in China.