miércoles, 20 de agosto de 2014

Forever Young.
Eduardo Abril

La luz se derramaba con timidez esa mañana, cuando ya se presentía la primavera en pequeñas flores blancas que crecían entre las grietas del asfalto húmedo. Aún hacía frío y al salir a la calle el primer aire que respirabas llenaba tus pulmones de frescor. Fui allí pensando en despedirme, y ni siquiera sabía qué debía decir. Estaban los de siempre, rodeándola con veneración y sin ocultar las secreciones malsanas de la piel. Y yo, que siempre me siento fuera de lugar, me sentía más aún fuera de lugar, como uno que anda por fuera de los senderos que se trazan por el trasiego de paseantes, y aún siente la necesidad de apartarse cuando se cruza con alguno. Me acerqué a ella y me sonrió, como siempre, con esa boca pequeña y esa mirada lánguida y penetrante. Llevaba el pelo recogido en una única trenza detrás de la cabeza y lucía un radiante vestido blanco, como el de una novia en una boda sencilla. Pero sólo me miró y me sonrió, sin decir ni una palabra. Me acerqué delicadamente y le susurré al oído “Que dios te bendiga y te proteja siempre, que se cumplan todos tus deseos, que trates bien a la gente y dejes que los demás sean buenos contigo. Que construyas una escalera a las estrellas y subas un peldaño cada día. Que siempre permanezcas joven”. Después de eso, se la llevaron y el cura comenzó a pronunciar su oración.



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