XX- XX- 2016
Dejé ya atrás dos meses de viajes, de lugares nuevos, de nuevos gestos y preocupaciones, de palabras inéditas.
Si me empeño en escuadriñar ese lapso de tiempo que, efectivamente, he
vivido, sobresale de entre la corriente efímera de cosas que no retornan
una única y perseverante estrategia. Llevado de la mano por cierta
soberbia filosófica, me atrevería a decir que esa estrategia no es algo solamente
mío, sino un rasgo antropológico que me permite comprender muchas cosas
de la vida humana. Me refiero a la crucial técnica vital por la que un
ser finito, como yo, consigue soportar la constancia de su propia
finitud, el presentimiento de la muerte que acecha, y que consiste en la
tenaz tentativa de convertir lo que se le presenta por vez primera en
un hábito, pues sólo así será capaz de hacerlo perdurar.
En mi caso, esparcidos por esos dos meses pasados, quedan un puñado de
microhábitos, de cosas que hice dos o tres veces -desayunar en esa cafetería, dar un paseo por ese parque, comprar el periódico en aquel quiosco-, cuya repetición fue
truncada por el cambio de las circunstancias. Esos hábitos estaban
condenados a la corta duración de lo efímero, pero aspiraban a la
eternidad.
La fijación de
hábitos no es una simple estrategia utilitaria, sino trágica posición
ontológica: en los hábitos aspiramos a vencer al tiempo.
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De la finitud que nos hiere, no conozco mejor evocación que la que, de pasada, hace Kojeve:
La nada y yo nos diferenciamos. Por cierto tiempo.
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Memoria fatal. De la lectura de una novela entera sólo me he quedado
con una sola idea, que, seguramente, he fijado porque expone en un solo
trazo el porqué de mi carácter impaciente:
Hace falta demasiado tiempo para aprender a ser paciente.
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A veces se achaca a éste o aquél pensamiento el ser exagerados. No
deberíamos procurar defendernos de esa acusación, sino más bien
enarbolarla como propia verdad. La exageración es la lente de aumento
del pensar, el modo específico en que lo aparentemente indiferente puede
revelarnos su efectiva importancia. Sin la intensidad de la exageración
todo lo que se nos muestra es, simplemente, lo que es, o lo que es
decir: nada. Si no exageráramos, nada se nos aparecería como cargado de
sentido.
Pensar es siempre una exageración.
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Las nuevas circunstancias que nos asaltan provocan un tumultuoso
conjunto de experiencias, muchas de las cuales se pierden
irremediablemente como se pierde, de acuerdo con Aristóteles, todo
aquello particular que nos afecta: sólo somos capaces de conocer lo
universal, es decir: lo que se repite. Nos dirigimos, pues, a lo nuevo y
desconocido con la esperanza de hallar en ello aquellas fibras que nos
remiten a lo que ya hemos vivido. Somos seres tan desesperanzados, tan
imposibles, que sólo podemos hacer un mundo construyéndolo con los
materiales del desaparecido mundo de nuestra experiencia pasada.