martes, 21 de junio de 2016

Páginas arrancadas de un diario
Borja Lucena





XX- XX- 2016

    Dejé ya atrás dos meses de viajes, de lugares nuevos, de nuevos gestos y preocupaciones, de palabras inéditas. 
    Si me empeño en escuadriñar ese lapso de tiempo que, efectivamente, he vivido, sobresale de entre la corriente efímera de cosas que no retornan una única y perseverante estrategia. Llevado de la mano por cierta soberbia filosófica, me atrevería a decir que esa estrategia no es algo solamente mío, sino un rasgo antropológico que me permite comprender muchas cosas de la vida humana. Me refiero a la crucial técnica vital por la que un ser finito, como yo, consigue soportar la constancia de su propia finitud, el presentimiento de la muerte que acecha, y que consiste en la tenaz tentativa de convertir lo que se le presenta por vez primera en un hábito, pues sólo así será capaz de hacerlo perdurar. 
    En mi caso, esparcidos por esos dos meses pasados, quedan un puñado de microhábitos, de cosas que hice dos o tres veces -desayunar en esa cafetería, dar un paseo por ese parque, comprar el periódico en aquel quiosco-, cuya repetición fue truncada por el cambio de las circunstancias. Esos hábitos estaban condenados a la corta duración de lo efímero, pero aspiraban a la eternidad. 
    La fijación de hábitos no es una simple estrategia utilitaria, sino trágica posición ontológica: en los hábitos aspiramos a vencer al tiempo.   



XX-XX-2016

    De la finitud que nos hiere, no conozco mejor evocación que la que, de pasada, hace Kojeve: 

                                    La nada y yo nos diferenciamos. Por cierto tiempo. 



XX-XX-2016

    Memoria fatal. De la lectura de una novela entera sólo me he quedado con una sola idea, que, seguramente, he fijado porque expone en un solo trazo el porqué de mi carácter impaciente: 

                                  Hace falta demasiado tiempo para aprender a ser paciente.



XX-XX-2016

    A veces se achaca a éste o aquél pensamiento el ser exagerados. No deberíamos procurar defendernos de esa acusación, sino más bien enarbolarla como propia verdad. La exageración es la lente de aumento del pensar, el modo específico en que lo aparentemente indiferente puede revelarnos su efectiva importancia. Sin la intensidad de la exageración todo lo que se nos muestra es, simplemente, lo que es, o lo que es decir: nada. Si no exageráramos, nada se nos aparecería como cargado de sentido. 

    Pensar es siempre una exageración. 



XX-XX-2016

    Las nuevas circunstancias que nos asaltan provocan un tumultuoso conjunto de experiencias, muchas de las cuales se pierden irremediablemente como se pierde, de acuerdo con Aristóteles, todo aquello particular que nos afecta: sólo somos capaces de conocer lo universal, es decir: lo que se repite. Nos dirigimos, pues, a lo nuevo y desconocido con la esperanza de hallar en ello aquellas fibras que nos remiten a lo que ya hemos vivido. Somos seres tan desesperanzados, tan imposibles, que sólo podemos hacer un mundo construyéndolo con los materiales del desaparecido mundo de nuestra experiencia pasada.

martes, 31 de mayo de 2016

La silla.
Óscar Sánchez Vega


Encuentro profundamente conmovedora la imagen que encabeza este texto. Aparentemente no hay nada excepcional en ella: es un aula al final de la jornada escolar. Pero a poco que nos fijemos hay algo que destaca: esa silla que no está donde las demás, esa silla que no descansa sobre el suelo sino que está encima del pupitre. Aun así, a primera vista, no hay nada turbador o emotivo en la imagen. Para que la imagen revele lo que hay es preciso una narración que otorgue un sentido a la misma. Por lo demás la narración es muy prosaica: a principios del curso todos los profesores insistimos en que, para facilitar el trabajo de las limpiadoras, los alumnos deben colocar la silla encima de la mesa al final de la jornada. Las primeras semanas la norma se cumple pero, poco a poco, de manera paulatina, algún estudiante no levanta su silla y algún profesor, entre los que me incluyo, deja de reprochárselo. Días más tarde la mitad de la clase no lo hace y finalmente todos, alumnos y profesor, salen pitando del aula cuando suena el timbre que anuncia el término de la jornada.

Algo debemos estar haciendo mal en el instituto porque es precisamente en los últimos cursos de la etapa educativa cuando este proceso degenerativo avanza más rápidamente. Mientras que muchos alumnos de 1º de la ESO cumplen con la rutina impuesta durante todo el curso, los alumnos de 2º de Bachillerato ni siquiera llegan a establecer el hábito... aunque el término “rutina impuesta” puede resultar equívoco. Sospecho que muchas de las normas habituales de un centro de enseñanza tienen como fin último amansar, domesticar a los jóvenes para que estén preparados cuando llegue el momento de su inserción en lo que Foucault denominó "sociedad del control". Es preciso que los futuros operarios acudan puntualmente al trabajo, permanezcan sentados, no salgan del aula, no jueguen con el balón fuera de las zonas acotadas, no acudan a la cafetería en otro horario que no sea el recreo, etc. Es natural que el mundo de la vida genere espontáneamente resistencias contra todo el entramado burocrático que amenaza con aplastar todo impulso vital. Pero la norma que estamos comentando no es de esta guisa, lo que se ventila aquí no es obedecer una norma impuesta por la autoridad sino tener un gesto de deferencia hacia personas con las que convivimos cotidianamente.

Pues bien, este año tengo un 1º de Bachillerato que parece seguir la evolución habitual: aproximadamente a partir de Noviembre las sillas permanecen en el suelo al término de la última hora, en buena parte por mi culpa, porque por fatiga, despiste y dejadez he dejado de insistir sobre este asunto. Pues bien, estamos acabando el curso y una alumna, día tras día, durante meses, sin que nadie más la secunde, al final de la jornada recoge sus cosas y coloca la silla sobre el pupitre. Lo hace sin darse importancia, sin esperar nada a cambio. Su hábito no es, o al menos no parece ser, un gesto de superioridad moral, un silencioso reproche a hacia sus perezosos compañeros o hacia este desidioso profesor. Lo hace sin pensar, lo hace, simplemente, porque es lo correcto.

Me pregunto qué será de ella cuando sea adulta. Me pregunto quiénes de su generación asaltaran las más altas instituciones del Estado cuando les llegue la hora. Me pregunto cómo fue la adolescencia de los prebostes y jerarcas que hoy están en la cumbre de la pirámide social: si eran de los que dejaban la silla en el suelo o la subían al pupitre. Estas son naturalmente preguntas retóricas, creo conocer la respuesta... por eso me conmueve la imagen.

jueves, 10 de marzo de 2016

De cómo hacer un mundo con las manos.
Ariane Aviñó

Ella sujetaba un libro entre las manos, intentando que cada renglón no se esfumara al paso de su mirada poco entregada. Se había equivocado comprando ese libro, pensó, o quizá más tranquila, en unos días, cuando todo volviera a ser como antes, lo vería con otros ojos, el libro y el mundo. Mientras pensaba en si darle o no una nueva oportunidad a ese montón de páginas, se quedó unos segundos mirando sus propias manos, con las que acababa de cerrar el libro. Recordó que la última vez que se había detenido a mirar sus propias manos, fue más de una semana atrás, mientras hacía pan. Cuando hacía pan vigilaba bien sus manos, consciente de su absoluta ineptitud, intentaba convertirlas en manos virtuosas. De niña, cuando veía a su yaya amasar, le preguntó una vez si algún día ella tendría también pequitas en las manos, porque se le metió en la cabeza que esa habilidad para convertir la harina y el agua en una bolita suave y perfecta tenía algo que ver con esas pequitas tan especiales. Con el tiempo entendió por qué su yaya torció el gesto sin responder, aquellas manchitas eran el recuerdo de una pérdida, como lo eran sus canas o las líneas de su rostro.   Pero por aquellos días ella quería para sí esas manos gastadas, y aún hoy aguarda la salida de cada mancha, imaginando que no tardarán muchos más años en aparecer para pintar el dorso de sus manos pequeñas y torpes.
    Y junto a ese pensamiento, comenzaron a abalanzarse muchos más. Sacudió sin darse cuenta la cabeza, como queriendo ayudarlos a escapar por las orejas, o al menos dejarlos adormecidos con la sacudida, pero todos esos pensamientos no iban a marcharse ni a dormirse. Así que fijó su mirada en la esquina del marco de la ventana, y colocó, una a una, las ideas en frágil equilibro, justo en el borde que la separaba a ella del movimiento del mundo que sucedía fuera del tren en marcha.
    La idea de la muerte, la más impertinente, no dejó ni un momento de trastocar el equilibrio, pero ella estaba decidida a no hablarse de la muerte, quería hablarse de las manos, de las manos que hacen, de las manos capaces, de las manos que inventan una nueva forma de ser manos. Para eso debía sustraerse a la velocidad, debía compensar la velocidad de la muerte y del paisaje de afuera, con la lentitud de las manos cuando están en pleno cuidado de las cosas. Las manos que pliegan, minuciosamente, el pañuelo de los domingos. Las manos que cosen para la eternidad un botón perdido. Las manos que no dejan escapar una espina. Las manos que acompañan como se merece  la llave que abre la puerta de siempre, o la que la cierra para no volver nunca. Las manos que alargan el saludo más allá de lo permitido y que no dejan de remover el aire con los adioses, aun pasado el momento de la despedida. Las manos que no dan por finalizada una obra sin antes sostenerla con las dos manos y presentarla al mundo como quien ofrece agua.
    El tren llegó a una estación con parada y casi pudo ver como caían con el frenazo todas las ideas colocadas en la esquina de su ventana. Se detuvo el tren y su quehacer. Miró sus propias manos de nuevo, que aún sujetaban el libro cerrado encima de sus rodillas. Seguían siendo esas manos pequeñas, incapaces de resistirse a la autoridad y a la exigencia fabricada de las cosas. Y pensó que era urgente aprender a hacerse un mundo con sus manos, aunque sólo fuera para no encontrarlas un día pintadas de pequitas, sin haberse ocupado ni un instante del cuidado de las cosas.