Encuentro profundamente conmovedora la imagen que encabeza este texto. Aparentemente no hay nada excepcional en ella: es un aula al final de la jornada escolar. Pero a poco que nos fijemos hay algo que destaca: esa silla que no está donde las demás, esa silla que no descansa sobre el suelo sino que está encima del pupitre. Aun así, a primera vista, no hay nada turbador o emotivo en la imagen. Para que la imagen revele lo que hay es preciso una narración que otorgue un sentido a la misma. Por lo demás la narración es muy prosaica: a principios del curso todos los profesores insistimos en que, para facilitar el trabajo de las limpiadoras, los alumnos deben colocar la silla encima de la mesa al final de la jornada. Las primeras semanas la norma se cumple pero, poco a poco, de manera paulatina, algún estudiante no levanta su silla y algún profesor, entre los que me incluyo, deja de reprochárselo. Días más tarde la mitad de la clase no lo hace y finalmente todos, alumnos y profesor, salen pitando del aula cuando suena el timbre que anuncia el término de la jornada.
Algo debemos estar haciendo mal en el instituto porque es precisamente en los últimos cursos
de la etapa educativa cuando este proceso degenerativo avanza más
rápidamente. Mientras que muchos alumnos de 1º de la ESO cumplen
con la rutina impuesta durante todo el curso, los alumnos de 2º de
Bachillerato ni siquiera llegan a establecer el hábito... aunque el
término “rutina impuesta” puede resultar equívoco. Sospecho que
muchas de las normas habituales de un centro de enseñanza tienen
como fin último amansar, domesticar a los jóvenes para que estén preparados cuando llegue el momento de su inserción
en lo que Foucault denominó "sociedad del control". Es preciso que los
futuros operarios acudan puntualmente al trabajo, permanezcan
sentados, no salgan del aula, no jueguen con el balón fuera de las
zonas acotadas, no acudan a la cafetería en otro horario
que no sea el recreo, etc. Es natural que el mundo de la vida genere
espontáneamente resistencias contra todo el entramado burocrático
que amenaza con aplastar todo impulso vital. Pero la norma que
estamos comentando no es de esta guisa, lo que se ventila aquí no es
obedecer una norma impuesta por la autoridad sino tener un gesto de
deferencia hacia personas con las que convivimos cotidianamente.
Pues bien, este año tengo un 1º de
Bachillerato que parece seguir la evolución habitual:
aproximadamente a partir de Noviembre las sillas permanecen en el
suelo al término de la última hora, en buena parte por mi culpa,
porque por fatiga, despiste y dejadez he dejado de insistir sobre
este asunto. Pues bien, estamos acabando el curso y una alumna, día
tras día, durante meses, sin que nadie más la secunde, al final de
la jornada recoge sus cosas y coloca la silla sobre el pupitre. Lo
hace sin darse importancia, sin esperar nada a cambio. Su hábito no
es, o al menos no parece ser, un gesto de superioridad moral, un
silencioso reproche a hacia sus perezosos compañeros o hacia este
desidioso profesor. Lo hace sin pensar, lo hace, simplemente, porque
es lo correcto.
Me pregunto qué será de ella cuando
sea adulta. Me pregunto quiénes de su generación asaltaran las más
altas instituciones del Estado cuando les llegue la hora. Me pregunto
cómo fue la adolescencia de los prebostes y jerarcas que hoy están
en la cumbre de la pirámide social: si eran de los que dejaban la
silla en el suelo o la subían al pupitre. Estas son naturalmente
preguntas retóricas, creo conocer la respuesta... por eso me
conmueve la imagen.