Al terminar de brindar, entre jaleo y risas, llegó la hora en que todos se marchan. No tenía arrestos para dilatar el final con apretones de manos, abrazos y miradas de reproche desde el fondo de la sala, así que sin dar cuenta de mi huída, me puse mi chaqueta, todavía mojada, y cuando todos aún festejaban salí fuera esperando que no me echaran de menos pero que tampoco me olvidaran fácilmente.
No pude cerrar la puerta tras de mi porque la sujetó la mano de Betina que, con su traje de chaqueta y su pelo recogido a un lado de la cara, me agarró del brazo y se coló en el hueco de mi escapada. "¿Te marchas?¿no ibas a llevarme a casa?", me preguntó mirándome con esos ojos siempre tan llenos de melancolía y firmeza. Yo no supe qué decirle porque no esperaba tener que decirle nada, pero ella rellenó mi incómodo silencio con un "¿te veré al volver de vacaciones?". "¡Claro!" exclamé, "sabes donde encontrarme, no tienes más que cambiar de edificio para venir a tomar café conmigo". Su gesto se relajó y me sonrió con esa sonrisa llana que valía tanto para la alegría como para la tristeza. Se inclinó sobre mí acercándose y me dio un beso en la cara, sólo uno; luego me soltó el brazo y con un "entonces me vuelvo a la fiesta File, llámame algún día y tomamos algo antes de reyes", entró de nuevo en la casa saliendo de mi vida.
Años después ella me reprocharía que nunca volví y que ni siquiera le dí oportunidad para despedirse. Si lo hubiera hecho tal vez habría corrido a buscarme, o habría gritado desde la otra punta de la sala ¡Filene!, o me habría dado más que un beso en la mejilla.
Cuando la conocí era todo una señorita, una declaración de malas intenciones corregidas por el vicio de la ingenuidad y la virtud del humor más negro y mordaz. Yo paseaba todas las mañanas exhalando vaho y contando las baldosas que se extendían como una alfombra desde la puerta principal a la otra puerta principal, la de mi coche. Y ella, exhalando virtud, me miraba desde el otro lado de la barrera, donde a penas llegan los resoplidos de los toros, pero sí el mal y el buen olor de las faenas. Me miraba y sonreía, y volvía a mirar, volvía a sonreír y rehacía una y mil veces la sutil relación que mantiene la distancia en pasos, saltos, vuelos o años luz, desde el lugar que yo ocupaba hasta el de sus miradas, el aire que rellena ese hueco infinito y mínimo, el cielo cubriéndonos como una enorme esfera opaca, la tierra vestida de adoquines mojados y contables, el olor a humedad y a hormigas voladoras, la luz del sol tenue de otoño reflejándose contra el cristal tras de sí, el caminar de los hombres cruzándose entre sus ojos y yo... Y así un día y otro día... y otro día más.
“Buenos días Beti”, le decía yo con un entusiasmo que estaba pidiendo a gritos la justicia cósmica, y ella me respondía con su sonrisa de medio lado, “si usted lo dice”, y volvía a sonreír. Luego cogía una carpeta de plástico la ponía encima de la mesa y moviendo papeles de un lado a otro comenzaba a hablar vacilante. A un palmo, nunca me miraba, como mucho mantenía un instante el parpadeo, como si temiera que fuera a encontrar algo demasiado indecible allí, un secreto mucho tiempo y con mucho celo guardado, en el fondo oscuro de sus cajas negras. Pero de lejos, cuando se sentía a salvo, cuando la distancia era la suficiente para que no pudiera leer, igual que un miope se atasca con las últimas líneas del texto de la óptica, en el que las primeras letras son grandes y aburridas, pero las últimas, que son pequeñas e ilegibles, esconden poesías maravillosas y secretos inefables, me miraba sujetando la luz de sus ojos a un hilo sutil pero irrompible que atravesaba el espacio con seguridad hasta impactar violentamente contra mis retinas que vibraban con el golpe.
A veces me parecía que eran dos personas distintas, una la de mis pensamientos y otra la que cada mañana contestaba con una dulzura austera mis preguntas. Una la que se sentaba frente a mi mesa, sin dejar de teclear en su ordenador mientras yo hacía que me entregaba a un trabajo profundo e imprescindible pero dedicaba mis miradas a recorrer el movimiento de sus piernas interminables debajo de la mesa y otra, la que en la hora del café me miraba en la distancia firme y decidida, alterando mi tono elevado y orgulloso.
Yo iba viviendo mientras el tiempo transcurría a la velocidad de la luz en mi vida y se detenía entre aquellas paredes hexagonales como si se tratase de un reloj que funcionando con normalidad siempre da la misma hora. Ella simplemente siempre estaba ahí, con sus ojos ausentes mirándome, mientras yo movía todas las demás piezas de mi tablero de ajedrez. Sin embargo un día terminé mi trabajo y debía marcharme. Lo sabía yo y a penas dos o tres personas más en la empresa; pensé despedirme de algunos, agradecer el buen trato de casi todos o ironizar con desdén la envidia y el desprecio de los ningunos, pero simplemente seguí trabajando con cierta emoción tranquila, esperando el fin de año y mi despedida silenciosa.
El último día, antes de que la mitad de la plantilla acumulase suficiente alcohol y alegría como para convertir la navidad en algo merecible de elogio, Bety se acercó y me preguntó si podría llevarla a casa después de que Don Ramón, el director, leyera su tradicional discurso de Navidad, repetido según decían, porque para mí era el primero, del discurso del año anterior. Le dije que sí, que no había ningún problema. Pero mientras el viejo arrastraba palabras de un lado a otro de la oficina, exhortándonos a involucrarnos con una empresa común y demás sandeces, yo no pude dejar de mirarla, con sus ojos brillantes, su boca seria y prometedora, y sus piernas cruzadas tan irresistiblemente que tuve que mirar varias veces alrededor mío para comprobar que sólo yo miraba, que no se acumulaban en aquellas piernas y aquellos ojos profundos todas las miradas del universo.
En aquel momento el vértigo, el deber, el miedo, la simple y llana nada o todos ellos a la vez, hicieron que me deslizara silenciosamente fuera de la fiesta dispuesto a no volver nunca más a ver aquellas caras embriagadas de alegría, a no volver a ver a Betina. No sabía cómo despedirme de ella, porque tampoco sabía de qué debía despedirme; por eso quise escaparme de su interrogación.
Pues ¿cómo se despide al que no se terminó de saludar? ¿Cómo decirle que la iba a echar de menos cuando nunca estuvo presente en mi vida de una forma sustantiva? Ella estaba allí todo el rato, de forma constante, ocupando cada uno de mis pensamientos, pero no como algo asible, tangible, deseable, sino como una pura nada, un hecho negativo, un no ser, un hueco vacío en la columna del “haber” y otro hueco vacío en la del “debe”. Cómo añorar el lugar al que nunca fuiste, al no querer ciclotímico, a la planta que no creció dentro del semillero porque nunca se plantó.
Y lo cierto es que allí solo, paseando desde Moret a Debod a lo largo de la rivera de un río oscuro que es el parque del Oeste pasada la media noche, bajo un cielo estrellado que carecía de estrellas y una ley moral insertada de una puñalada en mis entrañas que sólo me instaba caminar sin rumbo, pisando nieve sucia, exhalando vaho, sin las gafas puestas para que las luces de Madrid convirtieran mi paseo en un caleidoscopio de luces borrosas y movimientos imprecisos, echaba de menos ya lo que en adelante no iba a tener y en el pasado tampoco tuve.
Despedir a Beti fue como rellenar con ausencia desbordante una ausencia milagrosa, como pasar de una habitación donde no hay nada a otra donde encuentras exactamente lo mismo, pero sin una puerta que las separe y sabiéndote de pronto en un lugar nuevo y desconocido pero exactamente igual a tu anterior vivienda. Como buscar un documento que no existe ni como un papel tachado o arrugado en una papelera, sino como el que nunca fue escrito y aún así se traspapeló.
“Echar de menos a Betina” era una frase afirmada a la que le faltaba una negación pero en la que no sabía en qué lugar colocar ese “no”. “No echar de menos a Beti”, “echar no de menos a Beti”, “echar de menos a no Beti”, “echar de menos a Beti no”. Ninguno de los “noes” era capaz de significar ese desfondamiento en el que me veía cayendo, esa pura nada que eran mis sentimientos, esa intencionalidad hueca y vacía, sin intención. Ni siquiera sabía cómo añorar a esa mujer nunca soñada, a la que pensaba que no volvería a ver jamás, respecto de la que me faltaban las palabras y estaban perdidos mis sentidos.
Desee vaciar mi mente y pensar de manera sustantiva la pura nada; pensé que sólo así acertaría a enunciar mi emoción cóncava. Pero cuanto más pensaba, más se llenaba mi pensamiento de negaciones que no acertaban a ponerle palabras a una realidad que sólo era en la forma de la ausencia, de un aire leve que es menos que aire. Así que simplemente caminé, primero hasta la Plaza de España, después a la Plaza de Oriente, la Glorieta de Embajadores y finalmente me senté en un banco delante de la antigua estación de Atocha, mirando como los coches se movían desordenadamente como luciérnagas enloquecidas sobre el fondo oscuro del asfalto.
Al día siguiente mi vida volvió a comenzar de cero, pero un cero que no era ni podía ser el cero absoluto. Era más bien un conjunto vacío repleto de ausencias.
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