La luz se derramaba con timidez esa mañana, cuando ya se presentía la
primavera en pequeñas flores blancas que crecían entre las grietas
del asfalto húmedo. Aún hacía frío y al salir a la calle el
primer aire que respirabas llenaba tus pulmones de frescor. Fui allí
pensando en despedirme, y ni siquiera sabía qué debía decir.
Estaban los de siempre, rodeándola con veneración y sin ocultar las
secreciones malsanas de la piel. Y yo, que siempre me siento fuera de
lugar, me sentía más aún fuera de lugar, como uno que anda por
fuera de los senderos que se trazan por el trasiego de paseantes, y
aún siente la necesidad de apartarse cuando se cruza con alguno. Me
acerqué a ella y me sonrió, como siempre, con esa boca pequeña y
esa mirada lánguida y penetrante. Llevaba el pelo recogido en una
única trenza detrás de la cabeza y lucía un radiante vestido
blanco, como el de una novia en una boda sencilla. Pero sólo me miró
y me sonrió, sin decir ni una palabra. Me acerqué delicadamente y
le susurré al oído “Que dios te bendiga y te proteja siempre,
que se cumplan todos tus deseos, que trates bien a la gente y dejes
que los demás sean buenos contigo. Que construyas una escalera a las
estrellas y subas un peldaño cada día. Que siempre permanezcas
joven”. Después de eso, se la llevaron y el cura comenzó a
pronunciar su oración.