viernes, 16 de enero de 2009

Notas de un Viaje por España De San Sebastián a El Ferrol.
Borja Lucena

Lunes, 30-VII-2007

Soria y San Sebastián están separadas por unas tres horas de viaje. En tal corto intervalo, no obstante, un universo se abandona para encontrar otro. La meseta castellana calcinada, donde la mirada se pierde en la lejanía inalcanzable, deja paso a un paisaje cercado por montes, pasos angostos y una vegetación feraz y lujuriosa; de los tonos pardos, amarillentos, tostados, a las innumerables tonalidades de la fronda y el mar azulado. Aún por tierras de Soria, ante la llanura desolada y los campos de siembra ya cosechados, Estefanía habla de la maldad legendaria del hombre del campo. Recuerdo cómo Machado hablaba del carácter envidioso y villano que una naturaleza inmisericorde labra en el campesino soriano; ávido de la riqueza que engendra, el hombre se convierte en una rapaz que no evita el asesinato por alcanzar la posesión esclava de la tierra: Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora. No sé cuánto de verdadero hay en ese juicio inapelable, pero Estefanía coincide en percibir esa hechura en muchos sorianos de los pueblos.

La naturaleza tan distinta del norte parece también esconder un veneno contrapuesto pero, sin embargo, afín. Quizás sea algo así como la ilusión de habitar El Edén lo que a su vez conduce a que los hombres desprecien todo lo ajeno que ignoran. Así forjan la entelequia de una Euskal Herria inmaculada y apartada del mal que la rodea. En uno y otro caso, por su rigor o por su benevolencia (si es que hay tal), la naturaleza se enseñorea de las vidas humanas que la habitan imponiendo su particular tiranía a los hombres que no han llegado a romper los vínculos ancestrales que a ella unen. Por eso podía decir Aristóteles que sólo hay vida auténticamente humana en la polis, rotos los lazos que mantienen al hombre en un cierto estado de animalidad. Sólo la ciudad, cancelación del régimen natural de vida, inaugura la posibilidad de evadirse al determinismo de la naturaleza. La libertad, ese invento ciudadano, se refiere precisamente a la sustitución de las leyes de la Naturaleza como regla para la vida humana por la legislación civil.

Comimos en Pamplona y, una vez el autobús nos dejó en San Sebastián, un taxi nos llevó al hotel. Éste se hallaba en el monte Igueldo, a diez minutos de la ciudad, aunque el paisaje poco tenía que ver con lo urbano. Un caserío cercano extendía sus manzanos hasta la carretera, que se retorcía entre árboles infinitos; había también algunas vides, borricos pastando y un par de cabras. Sobre todo reinaba la vegetación desordenada y húmeda. El paisano que segaba con lentitud la hierba parecía tan integrado en el medio que, como las pacientes cabras, en él se confundía. Esa primera tarde estuvimos en el concierto de Pat Metheny y Brad Melhdau en la Plaza de la Trinidad. Anochecía y parecía que el monte Urgull y sus árboles inmensos terminarían un día por anexionarse la ciudad. En las paredes de piedra resonó la impresionante combinación de contrapunto barroco y atonalidad extraña que los músicos tejieron.

En San Sebastián estuvimos dos días. Nos perdimos entre las calles tortuosas del barrio viejo, tomamos pinchos y chacolíes y paseamos por los diversos escenarios del festival de jazz. También nos bañamos en la playa del Gross, a la sombra del Kuursal. Recuerdo que hace diez años, cuando vine por primera vez, el famoso cubo de Moneo había causado gran sensación entre propios y extraños. Su diseño era atrevido e impactante, y señalaba a la ciudad como lugar de referencia de la vanguardia arquitectónica. Hoy, a diez años vista, encuentro que lo que nace con la pretensión simple de novedad envejece con premura. Lo malo de la vanguardia y su imperativo de Modernidad Absoluta es que las obras que son su fruto no engendran estilo. Sólo se aferran a una condición novedosa que sucumbe enseguida al tiempo. El Kursal conserva todavía belleza geométrica y elegancia, pero esta vez se me apareció más como una simple caja de zapatos que hace una década. El agua del cantábrico, no obstante, no había caducado, y nos bañamos los dos días en esa bahía.

El lunes por la mañana abandonamos la Arcadia que nos hospedaba y tomamos el autobús para Bilbao. Aquí es donde comienza la vía del ferrocarril de vía estrecha que nos llevará a El Ferrol, al otro lado de la cornisa cantábrica. En la ciudad del Nervión nos alojamos en el albergue Aterpetxea, situado en las laderas que encierran la ría y la ciudad en un valle hondo y reducido. Paseamos por Bilbao toda la tarde, empezando por la Avenida de Sabino Arana y terminando en el casco viejo. Recorrer la avenida dedicada a aquel insigne pre-nazi me llenó de gozo. Aquí, como en San Sebastián, existe una presencia sorda de la política. Sorda pero constante. La diferencia, quizás, es que en San Sebastián predomina más el elemento propagandístico de la lucha revolucionaria, mientras en Bilbao la ideología toma forma institucional y estatalizada. En ambos casos se advierte una anomalía fundamental y perversa que, por comodidad, nombramos sin más distinción como nacionalismo. En general, el nacionalismo es una de las formas contemporáneas en que la política-ideología ejerce su despotismo sobre la vida. En el País Vasco, amplios sectores de población toman cualquier actividad sólo como oportunidad para mostrar una reivindicación política, lo que resulta en que la vida común se ve por doquier axfisiada por lo ideológico. Nada se quiere si no es político, lo que es un modo terminante de negación de la auténtica política ciudadana (valga la redundancia). El peso constante de las ideologías termina por eliminar la espontaneidad que acompaña a tantas actividades de la vida común o a la alegría despreocupada de las fiestas. Estos patriotas, por no ir más lejos, han convertido los bailes populares en himnos y uniformes, han desalojado lo lúdico haciendo de la fiesta mitin; de esta manera, tales manifestaciones populares pierden todo su valor inmediato, se muestran como rituales patrióticos automáticos y no como motivos de expansión. Los han convertido en símbolos tremendamente aburridos. Sin ir más lejos, el domingo asistimos a una solemne representación de un baile vasco delante del ayuntamiento de San Sebastián y no dejó de embargarme una extrañeza incontenible al comprobar cómo lo que en cualquier otro lugar es simple diversión y costumbre aquí hacía temblar de emoción a los patriotas de mano en pecho. Al fin y al cabo, tanto yo como ellos, sólo vimos a unas mozas vestidas de labriegas que daban vueltas alrededor de un poste desatando cintas de varios colores. Cuando terminaron, la plaza prorrumpió en un aplauso enfervorecido.

El martes madrugamos y tomamos el FEVE en la estación de Basurto. El tren atravesó incontables valles y tuneles, y también sombríos pasajes bajo los árboles. El día se levantó luminoso y ayudaba al renqueante tren a cumplir su cometido fatigoso. Mientras luchábamos denonadamente por salir de Bilbao yo leía el “Gara”. Ciertamente, hacía tiempo que no me encontraba con algo tan esclarecedor sobre el nacionalismo vasco como lo que escribía un autodenominado “catedrático senior de la universidad”. El tipo hablaba largamente sobre la incompatibilidad existente entre “España” y “Euskadi”, y en pasajes memorables presentaba con transparencia envidiable la esencia misma de la ideología nacionalista:

(…) Solapadamente unas veces, pero manifiestamente en otras, el enfrentamiento entre Euskadi y España se está dando repetidamente (…) Rodriguez Zapatero, en su discurso ante las cortes españolas en las que se discutía el futuro del nuevo estatuto, hizo dos afirmaciones tajantes que rompieron toda posibilidad de un diálogo sereno con el País Vasco. Primera: “esta cámara es la sede de la soberanía popular de España”, afirmación que venía a confirmar el golpe de estado que las cortes de Cádiz dieron al considerar a su cámara la representante de una España unitaria y rechazando la tradicional España plurinacional que hasta ese momento era la legítima (…)

José Luis Orella Unzué, Euskadi versus España, divorcio de identidades; Gara, 31-7-2007

El antiliberalismo, en pocas palabras, la reacción facciosa, es el núcleo resentido del nacionalismo vasco. Frente a la política liberal tantas veces truncada en España, la reivindicación del absolutismo y los derechos donados graciosamente por Dios y Su Majestad. Frente a la Constitución de 1812, es de suponer, Fernando VII y el vivan las caenas. Este honorable defensor del antiguo régimen merece con creces que le nombren Lehendakari.

Miércoles, 1-VIII-2007

Santander. Nos levantamos pronto y abandonamos el hotel. Un fugaz desayuno en la fea plaza de la estación antecedió a la vuelta al pequeño tren. Desde la capital cántabra nos llevará dos horas alcanzar Llanes, ya en Asturias. Atravesamos de nuevo montes y valles, y a menudo parece que la vegetación tan tupida no dejará paso al diminuto tren. Contemplamos pueblos sin nombre que se reparten desde la cima de montes arbolados hasta el lejano fondo de valles sin fondo. Las nubes ocultan el sol de tanto en tanto, y entonces el paisaje se ensombrece como si anunciara el anochecer. El tren se detiene unos momentos en un apeadero rodeado de casas dispersas. En el cartel se lee Treceño.

Santander era para mi una ciudad desconocida, y no pude evitar cierta desilusión al llegar y dar con la plaza que mira a la estación de FEVE. Ni siquiera la claridad inaudita de la mañana lograba ocultar el aspecto sucio y lúgubre de un espacio donde también se hacinaban la estación de RENFE y la de autobuses. El hotel se encontraba cerca y, tras dejar las mochilas y desayunar después de tres horas de viaje en ayunas, salimos a conocer la ciudad. Recorrimos la distancia interminable que nos separaba de las playas del Sardinero y allí nos bañamos entre el estruendo de un mar enfurecido. Las olas alcanzaban un volumen formidable y nos vapulearon como a pequeños insectos. Comimos ante el mar cantábrico verdoso y salpicado de los miles de penachos de espuma que los griegos –en el mediterráneo- identificaban con las crines de los caballos de Poseidón. Después paseamos indolentemente por la península de La Magdalena, cuyo palacio fue residencia estival del rey Alfonso XIII. Construido en piedra y de aspecto levemente inglés, una inscripción recordaba que el palacio fue erigido en 1908 y sufragado por suscripción pública. Extraña monarquía la española, transitando desde la cúspide del poder imperial hasta los favores de la beneficiencia.

Ya de vuelta al hotel, recordé telefonear a mi abuela para saludarla y permitirle volver a narrar sus años de infancia en la ciudad de Santander. Ella y su hermana, la tía Menchu, aún niñas, sufrieron una Guerra Civil ciertamente accidentada, lo que, por otra parte, no es excepcional; primero huyeron de la Cartagena “roja” a bordo de un barco inglés y fueron acogidas en Gibraltar. Más tarde recorrieron toda España a bordo de trenes de tropa para reunirse con algunos familiares que vivían en El Ferrol. Allí se separaron durante un tiempo que nunca pude determinar y la abuela acabó en Santander hasta reunirse de nuevo con su madre y sus hermanas al acabar la contienda. De mi infancia han quedado las tardes de verano en que la abuela y la tía Menchu relataban sin descanso las viejas historias de entonces. Ambas parecían rememorar como aedos extáticos esos días lejanos y recibían como presentes los golpes ya pasados. Vivían de nuevo aquella angustia y aquella incertidumbre de los días oscuros, y recordaban una vez más a los muertos velando su memoria como si se hallaran de cuerpo presente. Recuerdo sobre todo el relato del fusilamiento de su tío Casimiro, que ellas narraban con horror verdadero y pathos trágico. Si no fuera porque no eran del bando correcto, supongo que esas historias podrían recibir el nombre equívoco y hortera de memoria histórica.

Un día en Santander da para poco. Por la noche cenamos unos pinchos cerca de la iglesia de Sta. Lucía, en una plaza que parece ser centro de la trama de relaciones sociales de los treintañeros de la ciudad. Las calles fueron perdiendo el trajín de la tarde, y la mayor parte de las que atravesamos para volver al hotel nos devolvieron el eco oscuro de nuestros pasos. La soledad se había extendido por los alrededores de la Catedral y la Plaza Porticada y nosotros nos recluimos en nuestra humilde habitación para viajar a Llanes por la mañana.

Viernes, 3-VIII-2007

Llanes. Después de un desayuno fugaz y un largo camino hasta la estación subimos de nuevo al tren para dirigirnos a Oviedo. A diferencia de los pasados trayectos, esta vez el tren no estaba semivacío, y fue imposible encontrar un lugar donde sentarnos. Dado que quedaban casi tres horas para llegar a Oviedo, la expectativa se ofrecía desalentadora. A pesar de los iniciales augurios, no obstante, todo se resolvió favorablemente: este fin de semana se celebra el descenso del Sella y nos tocó encontrar en el tren a la gente que acude allí para hacinarse en la sección botellón sin llegar a enterarse de nada. En media hora alcanzamos Ribadesella y el tropel se vertió sobre el andén dejando el vagón casi desierto. Hasta allí sólo tuvimos que soportar el erupto de algún gracioso cerdo, decenas de conversaciones estúpidas y gritos eufóricos de tierna adolescencia. Ahora el tren llega a Arriondas, donde se inicia el descenso, y sólo un par de personas han bajado para asistir al inicio del genuino recorrido.

El miércoles, una vez arribados a Llanes, anduvimos media hora hasta llegar al hotel. Éste se encontraba en las afueras, pero preferimos caminar a esperar un taxi incierto o un autobús previsiblemente inexistente. La habitación era amplia y limpia, y desde los ventanales se podía contemplar el telón rotundo de los Picos de Europa casi al alcance de la mano. Hace exactamente diez años que visité Llanes. De entonces sólo recuerdo una calle saturada de tráfico, la ría estrecha flanqueada por sidrerías y los “cubos de la memoria” de Ibarrola adornando el espigón del puerto. Dos días en el pueblo me han permitido recomponer una imagen completa y coherente de la población asturiana

Aunque enseguida se advierte que es un objetivo turístico preferente, y aunque es cierto que es atravesada de parte a parte por una carretera de tráfico incesante, Llanes conserva la belleza que podemos suponer de otros tiempos. La ciudadela medieval se extiende surcada de delgadas calles que, como regatos de agua, desembocan en plazuelas adornadas de algún árbol que ofrece sombra a las mesas de la sidrerías. Todo el casco viejo está presidido por el enorme palacio ruinoso de los Duques de Estrada, incendiado durante la invasión napoleónica y ocupado por la hiedra y la maleza desde entonces. La noche del miércoles cenamos en una de las sidrerías del centro y dimos buena cuenta de la sidra que quisieron servirnos.

El jueves amanecimos algo más tarde que de costumbre, no requeridos por la necesidad de tomar el tren para marchar. Tomamos una senda que corre sobre los montes paralelos a la costa y lleva, tras varios kilómetros, a los pueblos de Cué y Andrín. Al principio la ascensión discurría por entre el desordenado orden de hayas y robles, pero en poco tiempo –tras dejar atrás una ermita perdida en el bosque- alcanzamos los cerros de vegetación baja. El paisaje era impresionante. A un lado la línea de acantilados y playas, al otro la muralla de los montes y el verde espeso de la vegetación. Tras un par de horas de camino llegamos a las inmediaciones de Andrín, pero preferimos descender hasta la playa de “La Ballota” para allí refrescarnos. Volvimos un trecho por la carretera hasta alcanzar el pueblo de Cué. Comimos en el bar de una pequeña pensión y partimos para llegar a Llanes a buena hora. Por la tarde deambulamos otra vez por entre las casa de piedra y los edificios coloreados del centro y, al oscurecer, paseamos por los acantilados acosados por las olas. El verde intenso del mar fue apagándose y perdiéndose en el fondo. El horizonte se ensombreció y el agua fue tomando un color plomizo cada vez más oscuro. La noche cayó definitivamente sobre las cosas.

Sábado, 4-VIII-2007

El viernes, antes de que el tren se detuviera en la horrorosa estación de Oviedo, aún tuvimos tiempo de asistir a un acontecimiento curioso. En el vagón se sentaban varios pasajeros cuya cara he olvidado. Cada uno se entregaba a sus quehaceres sin mayor fruición que la imaginable en tal tesitura; unos leían, otros conversaban, y los más miraban distraídamente cómo el paisaje iba transformándose a medida que nos acercábamos a la ciudad y se hacía más densa la presencia industrial y urbana. En un momento indeterminado entró un chico joven y se sentó al otro lado del pasillo. Intuí brumosamente que no era uno más de los pasajeros normales; sus movimientos, su mirada furtiva y nerviosa, me parecieron vagamente sospechosos o anómalos. El anónimo recién llegado intentó enseguida –o eso pareció- cambiar la posición del asiento que tenía delante. En vez de hacerlo con las manos usó para ello de dos patadas furiosas. Estefanía le avisó de que el asiento no cedía porque un señor se sentaba en él. Transcurrieron unos momentos de silencio en los que atendimos expectantes cómo el recién llegado se miraba obsesivamente las manos mientras flexionaba los dedos. Sin dar tiempo a nada más, el extraño se irguió y lanzó una patada terrible al anciano que se sentaba en el asiento que había tratado de manipular poco antes. La escena nos aturdió. Yo, que no he sido especialmente educado para el heroísmo, tuve que levantarme y separar al agresor del anciano, que ahora se tambaleaba y caía sobre la pasajera de al lado. Trenes de España.

En Oviedo nos alojamos en un hotelito delicioso cercano a la estación de tren. Ocupa el Rei Alfonso II un palacete en plena zona residencial, y está rodeado de otras mansiones y jardines. Mirando hacia la ciudad se puede ver una panorámica bastante completa de Vetusta, mientras que hacia el otro lado domina y cierra la perspectiva el Monte Naranco. Como en la opulenta Santander, estábamos sin tacha mezclados con lo mejor de la burguesía.

Después de un descanso necesario anduvimos bajo un sol inclemente hasta alcanzar las iglesias prerrománicas de Sta. María del Naranco y S. Miguel de Lillo. Los prados circundantes fulgían verdes y brillantes bajo la tarde bochornosa. Dejamos atrás un hórreo oscuro y esbelto y paseamos de una a otra iglesia cobijados por la sombra de unos árboles generosos. Aunque ya conocía el lugar, la arquitectura diminuta y compacta de las iglesias no dejó de sorprenderme. De esa piedra toscamente labrada surgen formas sencillas y bellas, como si los constructores desconocidos hubieran buscado a tientas un estilo que sólo a veces vislumbraran. Como si en la piedra intuyeran escondido un porvenir.

Después de visitar las iglesias bajamos de nuevo a la ciudad. Paseamos por el Campo de S. Francisco, envueltos en el sol filtrado por los árboles innumerables, y cuando la tarde caía sobre Vetusta tomamos una cerveza en la plaza de la Catedral. La torre única era iluminada cada vez más tenuemente por el sol en retirada y el viento frío comenzó a soplar vehemente. Cenamos con voracidad una fabes con almejes y anduvimos al azar por las calles desorientadas que rodean al ayuntamiento hasta volver al hotel, atravesando de nuevo las calles anónimas que tejen la parte nueva de la ciudad. Por la mañana desayunamos en la terraza apacible del hotel y salimos en el FEVE de las 11.47 hacia Cudillero, próximo destino de nuestro periplo. Nada más salir de Oviedo reingresamos en ese reino fantástico de prados, zarzales, montes deslumbrantes y altos eucaliptos que ocupa toda la geografía asturiana. Transbordaremos en Pravia y llegaremos a Cudillero en veinte minutos.

Domingo, 5-VIII-2007

Cudillero. Nos hemos levantado con las primeras luces de la mañana. El día es gris y transpira una delgada lluvia apenas visible. Mientras, Cudillero duerme en silencio, hundido en su profunda sima junto al mar. Sólo los aullidos agudos de las gaviotas resuenan en el pueblo solitario. Un taxi nos acerca a la estación de FEVE para tomar el primer tren de la mañana. Nuestro destino es Castropol, última etapa asturiana de este viaje que, poco a poco, acaba. La estación perdida en el campo nos recibe también silenciosa y solitaria; sólo una liebre nos echa un vistazo despreocupado mientras roe la hierba verde que crece en todos lados. Al entrar en el pequeño edificio vemos únicamente al jefe de estación, pero ni siquiera parece advertir nuestra irrupción en la sala vacía; mira un cuadro repleto de lucecitas sin prestar atención a cualquier otra existencia de las que le rodean. Su labor se ve acompañada de un bocadillo que mordisquea de manera muy parecida a la de la liebre.

Cudillero ha sido un lugar magnífico para emplear una de las jornadas del viaje, a pesar de que tuvimos que recorrer un buen trecho cargando las mochilas desde la estación hasta el pueblo. Una vez llegados encontramos la pensión “Campillo” con extraña facilidad. Dejamos las cosas y salimos a comer pescado del lugar en una sidrería de la plaza. El día era luminoso y brillante, y no se adivinaba nube alguna dispuesta a estropearlo. Fuimos a la caseta de turismo y allí nos dieron un plano del lugar. Preguntamos también por alguna playa cercana y una amable señora nos explicó cómo llegar a la de Aguilar. La señora no tenía aspecto de mala persona, así que confiamos en las señas que nos dio y nos pusimos en marcha. Ascendimos esforzadamente al promontorio altísimo que resguarda a Cudillero y, desde allí, entre manchas de eucaliptos y helechos sin número, contemplamos agotados el mar reverberante bajo el sol de media tarde. Seguimos avanzando hasta que, tras numerosas tentativas, tomamos conciencia de estar perdidos. Volvimos a un pueblo que habíamos dejado atrás y por él deambulamos intentando hallar el camino que nos habían prometido. En uno de esos intentos ciegos aparecimos en una casa cuyo perro guardián casi nos come. Finalmente preguntamos a un paisano que echaba abajo las ramas de un nogal armado de una motosierra ruidosa. Nos explicó, pero no contento con eso –y supongo que preocupado porque no llegáramos a nuestro destino- sacó el coche y nos acercó. De camino a la playa nos informó locuazmente del camino que debíamos seguir al volver y nos dejó al lado de una playa grande y llena de gente. Allí nos bañamos en el agua fría, rodeados de bosques interminables de eucaliptos que se perdían en los montes cercanos. Volvimos siguiendo la carretera que atravesaba los bosques oscuros y dos pequeños pueblos, uno de los cuales recibía el nombre de “El Pito”. Anduvimos largo rato hasta asomarnos al anfiteatro en el que se esconde Cudillero. Descendimos lentamente contemplando cómo el pueblo recuperaba sus dimensiones a medida que a él nos acercábamos. El sol se cernía ya sobre los montes verdes, y el pueblo bullía con la vuelta de los barcos pesqueros y el ajetreo de los visitantes que recorrían sin sentido las callejuelas o se sentaban en la plaza a tomar una sidra. A la hora del ocaso nos acercamos al espigón del puerto y después cenamos mientras la noche se espesaba y desplomaba sobre el mar y el puerto.

Lunes, 6-VIII-2007

La estación de FEVE de Castropol tiene asiento en medio del campo, ya cerca de Galicia. Montes redondos y alfombrados de eucaliptos la rodean, y un racimo de pinos observan a un lado las vías oxidadas y los andenes en desuso, ocupados por el pasto y el abandono. Somos los únicos viajeros que esperan un tren de horario incierto, así como fuimos los únicos que ayer aquí bajamos. A diferencia de los días calurosos que nos acompañaron hasta este lugar, hoy la mañana es fresca, y los maizales que escoltan la carreterucha que hasta aquí conduce lanzan los destellos azarosos de la lluvia que soportaron durante la noche. Nuestro viaje se enfrenta a una última etapa, la que acaba, como las vías del FEVE, en El Ferrol. Cierta tristeza acompaña ya a la espera del último tren.

Tras un retraso de veinte minutos resuena por fin en los montes cercanos el traqueteo del tren minúsculo; sólo dos vagones lo forman, y su pequeñez le presta a la locomotora cansada un aire extraordinario de gesta épica. Nadie baja en Castropol cuando el tren se detiene a recogernos.

Ayer, domingo, comenzamos la efímera estancia en Castropol cuando el tren nos abandonó sin decirnos antes hacia dónde dirigirnos. Nos rodeaban sólo prados y campos en los que pastaba algún caballo indiferente a nuestra fortuna. En lontananza se adivinaban unas casas dispersas que pensamos parte del pueblo, pero al acercarnos comprobamos que no se trataba de Castropol, sino de una aldea llamada “El Valín”. Un paisano nos señaló un lugar indeterminado y lejano como destino al que dirigirnos. La parada del FEVE recibía el nombre de “Castropol” sólo por aproximación, porque la realidad era que no estaba en absoluto en el sitio del que tomaba nombre. Anduvimos largo rato bajo el peso de las mochilas antes de alcanzar el pueblo.

Dejamos las mochilas en el hotel y salimos a recorrer el pueblo. Subimos las cuestas empinadas que conducen a la plaza del ayuntamiento y a la iglesia, cuyo campanario corona la roca sobre la que el pueblo crece. Pueblo de pescadores lamido por la ría del Eo, las casas diversamente conservadas se pegan a la pendiente como los percebes y los mejillones a las rocas en las que pasan la vida. Bajamos hasta el pequeño puerto y apuramos hasta su fin el pequeño muelle. Enfrente, al otro lado de la ría, se levantaba bajo las nubes grises Ribadeo, ya perteneciente a Galicia.

Comimos unas Fabes y salimos al campo con la intención de alcanzar Figueras, al otro lado de una bahía recortada entre los árboles por el mar. Caminamos por una senda perfectamente señalizada y, en poco más de una hora, acompañados por castaños, eucaliptos y árboles de laurel enormes, llegamos. La ría, a causa de la bajamar, se había convertido en un lodazal de olor intenso a salitre, y el agua sólo pervivía en el centro de la extensa superficie horas antes cubierta por el mar. Las barcas que cruzaban de uno a otro pueblo utilizaban para ello estrechos senderos que el agua aún no había abandonado. Por encima de todo, un altísimo viaducto se elevaba uniendo las riberas de Asturias y Galicia. Nos sentamos en el puerto de Figueras y el sol comenzó a tremolar a medida que descendía sobre poniente. Para volver a Castropol tomamos una pequeña barca tripulada por un lobo de mar ancestral; con él, bordeamos la ría rozando las grutas que el mar ha abierto en la costa durante siglos de rutinario ir y venir, antes de que el bote entrara en el puerto de Ribadeo para recoger pasajeros. Desde allí divisamos las casas ruinosas y envejecidas que miran a la ría. Sobre los edificios se elevaba una gigantesca antena telefónica que hablaba del señorío de la tecnología sobre la vida y el espacio. Nada más desembarcar en Castropol el cielo terminó de cerrarse y comenzó a llover. Aparecieron paraguas antes inexistentes por todas las calles, pero nosotros no habíamos contado con medida tan previsora y fuimos blanco del agua hasta penetrar en el hotel. A la hora de cenar seguía lloviendo, así que volvimos a la habitación y encendimos la tele. Enseguida reconocí a una vieja compañera del colegio, Cristina Cancela; una cámara se dedicaba a seguirla y una voz relataba su historia. Le apasionaba el baile oriental, la danza del vientre, y contaba que quería viajar a El Cairo para bailar allí. Buena suerte, Cristina, supongo que no hay mejor destino para una mujer que la patria de los Hermanos musulmanes. Recibí un mensaje de Ricky en el que me decía que los alumnos del Altair hemos salido demasiado frikis (sic.).

Ahora, camino de El Ferrol, se abre a nuestra derecha un mar profundo e infinito. El tren recorre las comarcas gallegas pegado a la costa, y entre los eucaliptos y la hiedra se asoma a cada momento a bahías y rías abiertas e iluminadas por el sol del mediodía.

Martes, 7-VII-2007

El tiempo del viaje, que es un agujero perforado en el rutinario transcurrir y se mide por otras categorías, se acaba. Ya nos acercamos irremisiblemente a Madrid y el cielo plomizo acompaña nuestro regreso. Hace rato que los montes y prados verdes fueron reemplazados por los campos segados y muertos de la meseta.

El día de ayer lo ocupamos andando por El Ferrol, ciudad donde nació mi bisabuela. Su geografía es transparente y geométrica, producto de los proyectos dieciochescos y la ilusión de diseñar ciudades plenamente racionales. Esos hombres preclaros, que pretendieron engendrar ciudades del solo cálculo nos han donado un urbanismo tan ordenado como aburrido; las calles diseñadas en cuadrícula, el juego simétrico de las paralelas, la exactitud evocada en cada sección de ciudad… todo conspira haciendo presente la utopía de la Ilustración, la del hombre encontrando su lugar en la polis como el número en la aritmética. No obstante, los más de dos siglos pasados desde entonces han dado a la proyectada arcadia urbana el aspecto grotesco de una parodia. Las calles y edificios ilustrados también se ensucian, también son corroídos por el tiempo. Lo blanco ha devenido gris y el sueño parece haber naufragado en incontables edificios ruinosos y destartalados.

Paseamos largamente las calles racionales de El Ferrol hasta parar a cenar en la Plaza de Amboage, lugar donde vivieron mi abuela y Menchu durante la guerra. Tomamos un café escuchando distraídamente el concierto que allí se ofrecía. Después, nos retiramos al hotel, ya que el autobús que ahora nos lleva tenía como hora de partida las seis menos cuarto de la mañana.

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