F. Nietzsche
Cuando se oye en la soledad de la escalera el eco fantasmal de un cerrojo arrastrándose, la excitación que se apodera de mí me impide incluso sentarme; sólo siento ganas de recorrer las habitaciones buscando nada, o de retorcer con crueldad un trozo de papel indefenso; el tiempo se espesa y espero escondido tras las cortinas sucias a que mis vecinos aparezcan bajo la ventana cargando pesadamente algún bulto, saludando, o simplemente andando hacia cualquier destino banal. Sin dudarlo, me atrevería a decir que me he convertido en un ser patológicamente obsesionado con algo que no es mi vida. Esa pared, tan sólida e impenetrable, tiene ahora la existencia de un símbolo, y simbólicamente siempre está a punto de caer.
Releer estas líneas, ahora que no estoy ya dentro de ellas, me ha obligado a pensar otra vez en Federico. También en su mujer, de la que quizás nunca supe un nombre. El día a comienzos del verano en que me los crucé en el tercer piso, pensé que esa pareja que desconocía desprendía un desasosiego odioso; sin apenas notarlo, tras repetir los saludos despreocupados que cruzábamos día a día, descubrí que cada vez se parecían más el uno al otro, pero no en la forma habitual en que eso ocurre entre individuos que se pasan años conviviendo y que quizás terminan adquiriendo gestos y expresiones comunes que les impiden llegar a matarse, sino de una manera terrible y anómala. Esa primera comunicación inquietante, y sólo intuida como algo misterioso y desolador, me condujo a penetrar en un amor de naturaleza monstruosa. Me vi iniciado en algo que amenazaba con desbordarme. En una sola noche escribí un cuaderno entero que, más que por propósito racional reconocible, se dejaba guiar por la rara y asfixiante ambición de saber lo que, seguramente, a todo hombre le está vedado. Desde ese momento hasta el final del verano, dos largos meses en los que perdí la noción del calor, del tiempo y la pereza, escribí varios cuadernos desconcertantes y caóticos, sólo ordenados en torno a una misma manía.
La primera mirada atenta sobre aquellos vecinos sólo me reveló un amor rutinario y adornado con las flores del hastío; no obstante, costaba relacionar a Federico, hombre de una obesidad exagerada, masa informe de grasa que ha olvidado toda proporción humana, con su mujer insignificante, delgada y pequeña como si estuviera a punto de desaparecer. Por esos días yo pensaba, al verlos cogidos de la mano, en un gorila que rapta a una niña, o en una de las metamorfosis bestiales de Zeus, o en un volcán que va a tragarse el poblado minúsculo que habita sus laderas; pero no era otra cosa que el matrimonio de la puerta contigua: Hola, buenos días / menudo calor hace hoy / ya sabes, el tiempo, que no se entiende / menos mal que falta poco para comenzar las vacaciones / algunos, que a otros nos toca seguir levantando el país …. Lo que en cualquier otro caso no es más que el ritual del encuentro, el conjunto de palabras lanzadas para protegernos del contacto indeseado, se convirtió con respecto al gordo y su mujer en una forma de desenredar una madeja que me pareció, como todo lo oscuro, deslumbrante. En cada gesto que él hacía, ya fuera dejar pasar primero a su mujer o tomarle la mano con delicadeza inconcebible en una ballena, me parecía ver una invitación a descubrir significados que se me hacían inasibles. Después me di cuenta, pero quizás demasiado tarde, de que eran llamadas de socorro, maneras desesperadas de apelar a la comprensión de un universo por entero indiferente.
El gordo, de eso me convencí enseguida, amaba a su mujer en una medida sólo comparable a su desmedida gordura; la amaba con la fuerza y la tristeza de los dinosaurios, con el ansia desesperada de quien se sabe repugnante pero invencible. Todo en él era exagerado, y su amor ciertamente grotesco. No se me ocultó la complicada patología de esa relación desigual, el modo neurótico de reunirse dos piezas de rompecabezas tan distintos, dos fragmentos que nunca podrían llegar a casar. Cuando lo encontré solo, Fede, diminutivo que obligaba a utilizar a los demás y que no dejaba de importunar para referirse a criatura de tan colosal tamaño, derramó una extraversión cercana a la impostura; al contrario, cuando paseaba con su mujer o volvían de hacer compras en un coche ridículamente pequeño para su volumen corporal cetáceo, apenas emitía un saludo lejano mientras apretaba con intensidad asfixiante la mano de su mujer silenciosa. Procuré hallar claves que me permitieran componer una imagen fiel de lo que entre ellos ocurría; primero observándolos, después escuchando con atención ciertas conversaciones rituales o discusiones como tormentas que alcanzaban a traspasar las paredes que nos separaban. Les oí permanecer callados durante días como esfinges sin ojos, hablar durante horas sin que nada interrumpiera su diálogo monótono. Adiviné en la oscuridad de una madrugada los golpes desmayados de un amor de dioses o de bestias, pero no humano. Acumulé signos oscuros y confusos, pero nada definitivo para llegar a conocer la ecuación inaccesible de su amor. Lo que sin duda ocurría es que ella se desdibujaba, se convertía en un espejo, en una repetición de lo que el gordo era, en una nube junto a otra nube. Intuí vagamente la asimilación completa, el acceso a una simbiosis perfecta entre dos seres que nunca deberían haberse mirado.
El gordo sabía, como sabe cualquier monstruo, que nadie llegaría nunca a sentir por él más que asco o compasión, que sólo algo como él podría llegar a sentir además amor, y por eso convertía a su mujer en réplica de sí. Cuando ella mirara con los ojos del espejo su amor se habría consumado; cuando él la hubiera transformado en su obra y habitaran ambos el mismo tiempo y el mismo modo de estar en el mundo rodeados de cosas extrañas y sin duda hostiles. Llenarla de sí mismo, modelar un cuerpo como el barro adánico, conformar un alma a imagen y semejanza de la propia, llevar a su extremo la locura que acecha en todo amor verdadero: hacerse uno con lo amado.
La ansiedad del investigador se apoderó de mí al tener conciencia de enigma tan rotundo como quizás habitual; procuré interrogar al gordo cuando, apartándose el sudor fétido que empapaba su frente, detenía su escalada en el rellano de la escalera. Su aspecto era entonces repulsivo, toda su carne grasienta reverberaba al compás de una respiración ronca y difícil. La camisa dejaba ver un pecho que hacía tiempo había desbordado toda forma. Una vez le pregunté por su mujer fingiendo no saber hacía tiempo de ella; él fijó los ojos en un punto indeterminado de la pared y evitó contestar, hablando enseguida del partido de la tarde. Intenté invitarle a tomar una cerveza, pero siempre se desasió del lazo con la elegancia del ruiseñor que escapa. Todo en esa empresa se tornaba difícil: el gordo y su esposa resultaban ser un equipo críptico, cerrado sobre sí mismo, ambos cómplices en el mantenimiento obcecado de una misma meta.
Los días de verano se consumieron dejando un recuerdo vago de plenitud o aburrimiento. Las noches crecieron silenciosas como un cáncer todavía no advertido. El otoño se avistaba ya en pequeños signos premonitorios que débilmente lo anunciaban: el aire que sacudía las ramas adelantando una amenaza, algunas noches en que el calor cedía al frío que exhalaba la luna… Transcurrían los últimos días de agosto y mi vida retirada yacía inmersa en el ciclo rutinario de las vacaciones. Todos los días reproducían al anterior. Sólo el eterno retorno de las mismas acciones, gestos, preocupaciones y una tristeza ancestral que se aparta del designio de lo que me ocupa ahora. Lo único que me extraía del ciclo eterno del hastío era constatar cómo, cada día, ella incorporaba a su menuda persona un rasgo más de la del gordo. Comencé a notar que se instauraba entre ellos una sincronización fantástica, que sus gestos se unificaban sin mostrar artificialidad, como si una armonía profunda los obligara a converger. Un día de calor evidente ella se limpió el sudor apoyada en la pared desconchada y un olor que no podía ser más que el del gordo me traspasó como una corriente eléctrica. Reparé en que, al saludarles, sus respuestas se fueron insertando en una voz única; también en que ambos sonreían al unísono mostrando las encías de manera idéntica, e incluso el viento comenzó a barrer sus frentes como si fueran una sola superficie. Todo lo anoté con el más escrupuloso sentido de la responsabilidad científica: En el espacio desolado del garaje, mientras G sujeta con la mano izquierda la puerta del vehículo, M se separa para coger unas bolsas describiendo con su codo un giro similar al que G en ese momento realiza para apoyar su peso prominente en la columna cercana. Los ojos de ambos individuos se cruzan y los dos adelantan su extremidad inferior, G la izquierda y M la derecha, hasta poner sus caderas en contacto, produciéndose entonces, si introducimos un eje imaginario que parta verticalmente la escena por el punto de contacto entre caderas, una simetría de planos sólo rota por la mano de G, que sigue sosteniendo la puerta del vehículo para que no se cierre sobre la desventurada. En sólo un mes había llenado una libreta entera de apretados y oscuros apuntes, de cuadros indescifrables, de ecuaciones que pretendían reducir a la tranquilidad del número el desorden de sus vidas. El resultado no fue nunca satisfactorio, pero cuanto más desconcierto hallaba más tesón empleaba en esa labor inexplicable. Mis predicciones casi nunca se cumplieron y, si así fue en alguna ocasión, he de reconocer que tuve que atribuirlo más al acaso que a mis propios méritos. Toda la matemática del mundo era incapaz de dar cuenta de los hechos prosaicos de una pareja anónima de la ciudad cualquiera. Sólo la observación me permitió seguir el rastro de lo que ocurría entre ellos dos, y en todo momento me sorprendió sin recursos teóricos que me permitieran aventurar una explicación sensata. Más de dos meses seguí la pista y comprobé que, sin saber cómo sucedía, el cumplimiento de su amor violaba toda previsión y toda norma. Todo aquello que escribí, como todo lo que escribimos, no sirvió para nada, sólo para postergar el vacío que amenaza con irrumpir y llevárselo todo.
El gordo entornó los ojos ante el resplandor metálico de la mañana. De su mano pendía su mujer insignificante, desalojado su yo original por el alma aceitosa e inabarcable del marido. Ambos se llevaron la mano a la frente para observar la vacía e inmóvil presencia de los adoquines y las farolas. Caminaron unos metros anegados en el sonido regular de sus pasos y el indiferente paso de coches como sombras; él dijo algo que nadie pudo oír, y al mismo tiempo deslizó su brazo descomunal por la espalda de ella, que apenas sonrió. Entonces advertí las consecuencias silenciosas de su amor señaladas en el vientre que había comenzado a hincharse; lo que oscuramente había presentido aquella primera mañana, eso que premonitoriamente mi desasosiego había adelantado, se convertía definitivamente en carne; el embarazo estaba consiguiendo que no sólo sus almas, sino también sus cuerpos fueran adquiriendo un aspecto unísono. Supe que ella había desaparecido: eso no era una preñez, sino la culminación de la metamorfosis. Ese amor se había cumplido, ya eran uno, y al observar los ojos de la mujer descubrí en su mirada el tortuoso movimiento del gordo, el latir pesado de su corazón, su desatendida tristeza y su amor exagerado. Los miré perderse entre la gente y el tráfico perezoso de finales de agosto, y sólo cuando mi vista comenzó a desvanecer las cosas volví a la penumbra del salón y me senté en el sillón sin pensar en nada.
Mi tarea había concluido, y con ella di por finalizado el verano en que me convertí en testigo y cómplice de los desvaríos del amor. Esa tarde comencé a preparar bolsas, doblar la ropa abandonada en los armarios y cerrar carpetas llenas de anotaciones y papeles dudosos. Al cerrar una maleta verdosa, recuerdo de una vida ya extinguida, me invadió la misma tristeza desacostumbrada, que procuré evitar. Se oyeron entonces unos golpes espaciados en la puerta y reconocí los nudillos del gordo. Bajé el volumen del transistor y busqué un batín con el que taparme. La visita del gordo ya no me producía más que incomodidad y desagrado, pero fui incapaz de esperar a que advirtiera que no tenía interés en recibirle. Al abrir me miró desde un tiempo remoto, desde un abismo gutural y profundo que se había resignado a habitar para siempre. Pasó sin decir nada y se sentó esforzadamente sobre una caja a medio cerrar, sin importarle tirar a su paso unos estuches y la madera silenciosa de un reloj roto. Se quedó mirando el enlosado y alcanzó a pedirme la cerveza que nunca quiso tomar. Crucé la habitación y, al abrir la nevera ya casi vacía, sentí que mi invitado venía cargado de la pesada melancolía de un espejo que se rompe: el gordo estaba solo, y ya sabía que nunca dejaría de estarlo.
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