viernes, 23 de enero de 2009
La Clase
Entre les murs (mal traducida, para no variar, como La clase) es una más que interesante película que, filmada a modo de documental, reconstruye la vida de un profesor y sus alumnos durante un año escolar en un instituto de un barrio marginal de Paris.
Lo primero que llama la atención es que pese a ser un argumento relativamente habitual, nada tiene que ver con otros títulos de semejante temática como Mentes Peligrosas o Rebelión en las aulas. Cantet, el director, se ciñe a lo que ocurre entre los muros de la escuela, sin distraerse con conflictos personales de los personajes, construyendo un análisis certero y que invita a reflexionar sobre las dificultades del sistema educativo para sacar adelante a algunos de sus estudiantes y del profesorado para lidiar con determinadas situaciones.
Para un profesor ver “La Clase” es una sensación extraña: a ratos, tenía la sensación de estar observándonos, a los chavales y a mí mismo, a través de un espejo. Y ese es, sin duda, el mayor logro del film: su inmediatez prácticamente documental, la veracidad con que muestra los espacios, las situaciones cotidianas que se van desgranando con encomiable agilidad, la naturalidad y aparente espontaneidad de los diálogos etc.
Uno de los méritos de la película es mantener el interés sin que haya una trama central, o se salga apenas de ese escenario casi teatral que es el aula de clase. Se agradece que no caiga en el maniqueísmo, que los padres no aparezcan como unos inconscientes, ni los profesores como unos héroes, ni los alumnos como nulidades absolutas. Se lidia con un problema, la integración de alumnos de origen extranjero, y se hace lo que se puede; después la vida sigue, eso es todo, que no es poco.
En el “debe” del film habría que apuntar que el vuelo de la película es muy bajo. Casi tan a ras de los hechos, de los espacios y de sus personajes que, cuanto de inmediatez ofrece, le dificulta elevar la altura de sus análisis y emociones. Todos los cuestionamientos que en la película se esbozan son certeros e importantes, pero uno echa de menos mayor implicación y riesgo en los análisis, más vibración en el retrato de los personajes y de sus relaciones y, a la postre, mayores dosis de compromiso y profundidad en la exposición de los sentimientos y las emociones tanto de los alumnos como del profesor.
Pero el plano final es todo un acierto y nos deja con un agridulce sabor en la boca: queda la clase vacía, con una sensación de error grande, de futuro incierto, de una pausa de sendos meses para que luego, en septiembre, todo siga igual.
viernes, 16 de enero de 2009
Odisea 2003. Por Borja Lucena
MARTES, 12-VIII-2003. DÍA PRIMERO.
La noche cayó cuando la nave dejaba Zurich atrás y abajo, muy abajo. Ahora, un autobús nos conduce, apenas rozando Atenas, hacia el puerto del Pireo. La noche es compacta, y sólo los destellos de farolas y semáforos se aventuran a desgarrar la completa oscuridad. Estoy de buen humor, tocado por la alegría que, a veces, los dioses contagian a los mortales; las musas, quizás, acompañen nuestra travesía, y con ellas la fortuna.
MIÉRCOLES, 13-VIII-2003. DÍA SEGUNDO.
Después de mal dormir un par de horas en un muelle del puerto, comenzamos nuestra primera travesía marítima hacia la pequeña isla de Serifos, donde ni Jasón ni Odiseo desembarcaron jamás, donde ningún dios vio su alumbramiento o héroe alguno realizó gestas extraordinarias. La larga noche en semivela, rodeados del tráfago caótico del puerto y algún mendigo que no parecía encontrar problema para dormir, tiñe la mañana luminosa de tonalidades irreales. El mar Egeo posee un azul oscuro y sin embargo brillante y apolíneo, como si guardara todo lo divino que ya no habita la tierra ni el cielo; el barco, inmenso, se arrastra por su faz mostrando pesadez, pero por el momento no parece anunciar naufragio. Nos sentamos en proa, en la cubierta superior, donde el sol comienza a lanzarse inmisericorde sobre los bancos y los botes salvavidas; las islas que poco a poco superamos están por él abrasadas , y sólo son tierra árida y piedras en medio del ponto. Los viajeros se desperdigan entre los bancos, unos durmiendo, otros leyendo o contemplando el camino, yo escribiendo estas pobres notas. Hay muchas mujeres, y, muchas de ellas, bellas y jóvenes, dejan presentir delicias amorosas inalcanzables, como si se tratase de un reclamo más del turismo nacional. La mañana se hace más calurosa, aunque muchos se abrigan aún con las ropas de la noche lóbrega.
JUEVES, 14-VIII-2003. DÍA TERCERO.
Llegamos a Serifos pasado el mediodía de ayer, miércoles. La isla yacía inmóvil bajo el sol abrasador, agostada por dos meses de verano y resignada ya a su suerte necesaria: año tras año reverdecer para entregar los frutos y la belleza como pasto para las vacas del sol. La isla es lo bastante grande como para tener cabida en los mapas y rutas turísticas, pero aun así pequeña. Entrando en la bahía se puede advertir cómo la obra del hombre se mezcla con las rocas y el mar formando una república indistinta. Chora, creo que su capital, se derrama desde la cima de un monte pedregoso como si de lava blanca y detenida se tratara; los racimos de pequeñas casas cúbicas y resplandecientes caen desde la altura hasta casi tocar con sus puertas el mar. Encontramos alojamiento en el puerto, no sin antes atravesar ciertas dificultades. Comimos en un restaurante que miraba al mar sin apenas pestañear, y cuyo nombre sonaba algo así como Stamatasi; ensalada griega y musaka fue nuestro menú, y para terminar un Nescafé, ya que el café que sirven en Grecia no es más que café turco rebosante en posos, imbebible. Por la tarde, después de bañarnos en la cala en torno a la cual todo se agolpa, subimos en autobús a Chora, donde nos perdimos en el virtuoso mosaico de casas y callejones. Nos sentamos en la plaza del ayuntamiento y pedimos medio litro de vino de resina; mientras apurábamos nuestros vasos, la noche sitió y, finalmente, tomó las calles y los cristales, que dejaron de reflejar lo que afuera ocurría y comenzaron a verter sobre los adoquines la luz eléctrica que ilumina salones y cocinas.
Dormimos nueve horas en Serifos, y esta mañana hemos tomado el ferry hacia Milos, la isla a la que los soberbios atenienses condenaron a esclavitud y muerte por su desobediencia. El barco ha hecho escala en Sifnos, y hemos podido degustar otra vez el lento acercamiento a la isla como una agonía placentera, y la inquietud del viento que bate la cubierta al acercarse el barco al puerto.
VIERNES, 15-VIII-2003. DÍA CUARTO.
El día entero atravesando Milos de parte a parte, desde que el sol se levantó precedido por la aurora de dedos de rosa hasta que desapareció oculto tras los montes pedregosos, anunciando en las sombras la noche oscura. Hace mucho tiempo una naos ateniense llegó a este lugar a anunciar a sus habitantes que morirían y sería esclavizados si no obedecían las órdenes que con ellos traían. Ellos se negaron a doblegarse a la soberbia. Los hombres fueron todos muertos, y esclavizados niños y mujeres.
Encontramos alojamiento tras recorrer mil veces las calles de Adamas preguntando en cada puerta que anunciaba Rooms to let. En ninguna nos dieron cobijo, y hemos terminado finalmente en un estudio con cinco camas agolpadas en el reducido salón. Con un coche alquilado recorrimos la isla, primero bañándonos en , unos cañones excavados por el verde mar en la blanda roca de la costa, después tomando una cerveza en Pollonia, a la orilla del ponto, y más tarde en Kipos y en una pequeña cala rocosa en la que nadando hemos entrado en una gruta resplandeciente, seguro morada de un cíclope. El atardecer lento ha ido oscureciendo la isla hasta que se han encendido las estrellas y la luna ha emergido de su baño en el océano. Todo aquí es luminoso, incluso la noche negra; también el mar, los montes calcinados y las mujeres que, del brazo de indeseables, recorren hastiadas el paseo marítimo. Mañana partiremos, ya anochecido, hacia la desconocida Ios.
SÁBADO, 16-VIII-2003. DÍA QUINTO.
Ahora la noche se ha cernido oscura sobre las aguas. También sobre este barco que las recorre. Llegamos a Kymolos para segui sin solución de continuidad hacia Ios. La luna rojiza dibuja un camino sobre el ponto señalando un destino que nadie cubrirá, y las estrellas imperturbables dejan asomar su fuego eterno sobre nosotros mortales. Este quinto día abandonamos nuestro alojamiento y tomamos un autobús conducido por el mismo griego de pelo canoso que parece conducirlos todos en la isla. Nos llevó a Pollonia, donde pasamos el día en la pequeña playa rodeada de chiringuitos. Comimos en uno de ellos, y dormimos la hora en que el calor se hacía más asfixiante.
El mar que rodea estas islas, el viejo mediterráneo, aparece aquí siempre en renovada juventud; sus aguas guardan colores inconcebibles desde verdes, azules y turquesas imposibles, hasta el blanco o el plomizo de la arena y las rocas que recubre. En Pollonia nos bañamos, y también leí unas páginas de una asombrosa novela que ha caído en mis manos: El maestro y Margarita. Después, de vuelta a Adamas, cenamos unos Kebab en el paseo marítimo, y pasadas las once nos embarcamos, tras haber ofrecido un himno a Apolo Embasio y haberle pedido su magnífica protección para el trayecto. Hemos buscado acomodo donde hemos podido; unos han extendido el saco en los bancos de cubierta, humedecidos por la noche; yo sólo he dejado la mochila, resistiéndome a dormir ante el espectáculo misterioso de una noche de navegación. Quizás después pueda dormir algo.
DOMINGO, 17-VIII-2003. DÍA SEXTO.
Cuando amaneció, y ya el sol dirigía su mirada sobre la tierra, la playa en la que dormíamos también se iluminó con sus rayos. Despertar allí, envuelto en el azul del saco, asaltado por el rumor de las olas, cobró un significado casi mítico. Nos levantamos para darnos un baño en el mar verde; quizás este sea el baño más gratificante que nunca haya existido, y la felicidad intuida la más grande. En el puerto desayunamos en una especie de pub cuyo dueño nos habló brevemente de una vez que estuvo en Madrid; no llegamos a entablar conversación, todavía aturdidos por la corta noche. Lo demás de Ios fue una visita minúscula a un busto de Homero levantado en una plaza demasiado moderna y adornado con citas de la Ilíada y la Odisea; después, otra vez el ferry, ahora con destino a Naxos, donde Teseo abandonó a la bella Ariadna una vez vencido el minotauro. Cada isla es no sólo una tierra rodeada de mar, o un paisaje deslumbrante, sino un significado. Cada trayecto nos lleva de una a otra historia plena de sentido; hoy, de la isla donde murió Homero, el divino invidente, a la que asistió a la tristeza de Ariadna abandonada.
LUNES, 18-VIII-2003. DÍA SÉPTIMO.
Pasan los días fugaces, sin apenas dejar que uno se abandone a su goce. Entre el nacimiento y el ocaso del día deambulamos por lugares sin número, pero casi todo termina envuelto en la oscuridad que la memoria no alcanza. De la isla de Naxos olvidaré también la mayor parte, pero hay cosas que no quiero dejar de recordar. En el extremo del puerto, sobre una pequeña isla unida artificialmente a la costa, se erigen las ruinas de un inacabado templo a Apolo, el flechador. He de reconocer que llegué a emocionarme ante la vista del primer templo griego, aunque sólo sea un dintel que separa nada. Cenamos en una de las callejuelas recónditas que Chora, la capital de la isla, atesora, entre casas blancas y azules y manadas enteras de turistas ávidos por adquirir el recuerdo más característico al mejor precio.
Esta mañana amanecimos en la mugrienta casa en la que encontramos alojamiento y, después de saludar a la dueña, que se hace llamar La mamma, desayunamos en una pequeña plaza sofocada por un tráfico ruidoso y desordenado. Después partimos en un coche alquilado hacia el interior. Paramos en un templo dedicado a Demeter, madre de la bellísima Perséfone, rodeado de altos montes abrasados por el sol cruento. Comimos en Halki, donde anduvimos bajo el sol hasta encontrar una pequeña iglesia bizantina perdida entre huertos, muros y cipreses solitarios. Ahora cae el sol del séptimo día sobre el promontorio que cierra el horizonte, y la luz languidece tornándose anaranjada sobre la arena de una playa cuyo nombre no recuerdo.
MIÉRCOLES, 20-VIII-2003. DÍA NOVENO.
Después de dos días verdaderamente agotadores en los que apenas tuvimos tiempo para comer o dormir, qué decir del necesario para escribir algo no carente de sentido, el sosiego de una casa limpia permite que me pare a recordar lo pasado. Hemos arribado a Tynos a las cinco de la tarde. Como siempre, hemos pasado tribulaciones sin cuento a causa del acomodo que buscábamos; lo natural sería que hubiésemos acabado en un sitio inmundo, o durmiendo en alguna plaza tirados, pero, ante nuestra mayúscula sorpresa, hemos hallado una verdadera casa donde habitar. Se siente uno tentado a llamarla incluso un hogar. Tras alquilar un Panda, hemos llegado a Pyrgo, lugar en el que nos alojamos. El pueblo se esconde en un valle abrupto que da la cara al resplandeciente mar; su altitud es elevada, y por eso el ponto parece un país inmenso que rodea el mundo por todos lados. He dado un pequeño paseo siguiendo las escaleras que se encaraman por el monte que perdió su nombre debajo de las piedras que alfombran la ciudad. Las casas son indecentemente blancas, y blancas también las iglesias y los mármoles por todas partes presentes. Mientras me perdía en el laberinto, la noche ha abrazado todo lo visible, exigiendo recordar que el tiempo que nadie oye sigue sepultando minutos y horas; las paredes han ido empapándose lentamente de un azul cada vez más triste, hasta casi desaparecer absorbidas por la noche insaciable, pero se ha hecho el milagro de la luz eléctrica y todo el pueblo ha reaparecido como un conjunto coherente de fuegos ardiendo bajo la estrellada oscuridad. Estaremos aquí hasta el sábado, día en el que, quemando ya nuestras últimas jornadas, viajaremos a Atenas, la ciudad de Platón y Trasímaco; para entonces, poco quedará de todo esto; sólo la voluntad de no olvidar.
De Naxos, tras una inútil parada en Paros, desembocamos en Mykonos. Desde el barco, iluminada por el sol generoso, la isla se presentaba tan bella como otra cualquiera: También su capital posee hermosas casas y calles, pero todo resulta de una artificialidad indecorosa. La belleza no es allí libre, sino dirigida a envolver al turista que de antemano sabe lo que encontrará. Parece una ciudad construida para ser mostrada en las guías turísticas y los folletos de las agencias, sólo diseñada para satisfacer las expectativas de cuanto turista por ella se acerque. Podría ser casi un destino de los pregonados por el insoportable Ramón García, con camisa hortera de flores inclusive, con sonrisa de satisfacción y afable vulgaridad por el mismo precio en …Viajes Marsans. Dormimos en una especie de jaula para papagayos o cualesquiera pájaros tropicales, sobre el frío suelo de cemento; era el sitio más barato que encontramos en un camping lleno de indeseables vestidos impecablemente a la moda; pasamos también desapercibidos de forma impecable, ya que se trataba del tipo de gente que no suele prestar atención a aquellos que buscan el lugar más barato del camping, ni aunque sea el suyo y sea caro. Sólo las gafas de cualquier imbécil costaba más que mi mochila con todo su contenido, incluido el saco que no es mío.
Esta mañana, después de madrugar en medio de los desperdicios de una noche de fiesta del colectivo gay en pleno, recorrimos la isla de Delos, en la que el divino flechador, Apolo, el que hiere de lejos, nació un día de Leto. Sólo hay ruinas en la ventosa Delos, sólo trozos incompletos de un pasado remoto. El tiempo está también en Delos, y ofrece como señal inequívoca de ello la destrucción que a todo aqueja. El gran teatro que antaño cubrió la ladera de un monte ha vuelto de nuevo a ser monte, y los mármoles son ya sepultados por la tierra y la vegetación agostada. Los aljibes son otra vez sólo agua oscura, y las casas yacen bajo sus techos derruidos. Sólo algún mosaico o columnas semirrotas resisten todavía el furor del tiempo, pero su lucha está certeramente condenada al fracaso. Nada más que ruinas quedan de ese tiempo memorable, y la desolación de lo que está caído sobre la tierra hace comprender que todo lo demás también envejece, cae y muere. El cielo de los griegos, como su civilización, ya es sólo desperdicio; ya no hay Zeus o Apolo o Afrodita porque está el cielo deshabitado.
JUEVES, 21-VIII-2003. DÍA DÉCIMO.
Hoy hemos tomado el día como un descanso merecido después de tanto deambular. Nos levantamos tarde y desayunamos lentamente, dejando que la calma se extendiera por todo el valle que habitamos. La isla de Tynos es magnífica y tranquila; estuvimos en un pueblo llamado Kardiní, o algo muy parecido, blanco y azul como todos, pero rodeado de terrenos fértiles que alumbran árboles frondosos. Allí había una iglesia católica y multitud de escaleras que subían y bajaban guiadas por caprichosos designios. En un pueblo llamado María tomamos una cerveza mientras el sol doraba los valles que en mar caían. Cenamos en Pyrgo y, en su bella plaza, tomamos una copa mientras el sueño anegaba lentamente la ciudad.
VIERNES 22-VIII-2003. DÍA UNDÉCIMO.
SÁBADO, 23-VIII-2003. DÍA DUODÉCIMO.
El undécimo día también dormimos hasta pasadas las diez. Cuando me levanté, después de sosegadas horas de sueño, el desayuno estaba ya preparado sobre la mesa, lo que me hizo querer aún más a mis compañeros; todo preparadito delante de la puerta azul de la casa donde nos cobijábamos. La mañana transcurrió reposada, pues éramos presa de un pesada pereza. Parecía que habíamos ya decidido que allí acababa la navegación; sin embargo, como Odiseo, hubimos de aceptar que no era nuestro sino acabar así nuestros días, y no nos fue permitido dejar de pensar en Ítaca y el regreso. Nuestro gran sueño se debía a que, desconocedores del griego, habíamos comprado café descafeinado, lo que remediamos tomando un Frapé en la arbolada plaza de Pyrgo. Salimos ya casi a la hora de comer para iniciar nuestro recorrido por la isla de Tynos. Fuimos primero a Koinoi, con la esperanza de hallar un templo dedicado a Poseidón, el de los cabellos azules, pero sólo había ruinas, y, además, cerradas a esa hora al público. Anduvimos perdidos por las también ruinosas carreteras griegas, y finalmente paramos a darnos un baño (ahora sé que fue nuestro último baño en las islas) en una hermosa playa flanqueada por dos colinas pedregosas. Allí, en un chiringuito con ambientación y música tropicales, guarnecidos por la sombra generosa, tomamos una cerveza y charlamos. Cuando nos dirigíamos a la ventosa Pyrgos hallamos sin esperarlo la colina de Exoburgo, donde un milenario castillo derruido habita la cima; subimos azotados por el viento, y pudimos contemplar un paisaje como el que los dioses miran desde la cumbre del mundo. El sol caía ya, desbocado, sobre el venturoso océano, y las sombras se extendían voraces, sepultando en la negra noche a todo lo que tiene lugar en la pequeña isla. Al llegar a Vólax llegó también la hora del ocaso, cuando la luz se torna irreal y no se sabe con certeza si lo así iluminado existe o es sólo excrecencia de la mente de un dios caprichoso. Volvimos a nuestra espaciosa morada, y allí celebramos un pequeño banquete que consistió en ensalada griega, vino de Retsina y tortilla española.
DOMINGO 24-VIII-2003.
DÍA DECIMOTERCERO.
Los altavoces repiten mensajes ininteligibles en griego anunciando el despegue de aviones que se dirigen a destinos inverosímiles como Tel Aviv o Alexandrópolis. Esos lugares existen. Esta es nuestra última noche y no podíamos más que dormir en ella sin dormir, tirados en la espaciosa y por fortuna limpia nave del aeropuerto de Atenas. Afuera, donde late la noche, todavía parece durar el imperecedero batir del mar sobre las islas, pero son sólo coches y aviones, y no más el ponto. Parece que el aeropuerto es un lugar elegido por muchos para pasar la noche; hay modos extremadamente ingeniosos de hacer casi un dormitorio de un trozo de suelo, o de una silla, o de un rincón. Los demás nos contentamos con el suelo frío, o con lentamente mirar pasar las horas en el rostro de las mujeres cargadas de maletas.
Ayer, sábado, abandonamos la ventosa Tynos a bordo de nuestro último ferry; la navegación, de cuatro horas, resultó alegre, quizás porque nos esperaba Atenas como destino. El mar arrojaba su azul oscuro e intenso, y al acercarnos al Ática unas gaviotas saludaron nuestro regreso. El barco se mecía lleno de luz y mujeres en todo semejantes a diosas, tal era la belleza de algunas. En Atenas logramos alojarnos en un hostal llamado Afrodita, situado en algún sitio rodeado de casas viejas y calles levantadas por obras imposibles. El calor castiga sin misericordia a la vieja ciudad, pero aun así nos aventuramos a acercarnos al barrio de Plaka, que rodea la colina sagrada, para cenar algo en un restaurante para imbéciles que se dejan estafar. Paseamos por negras calles hasta que nos invadió el cansancio y nos retiramos al hostal.
Hoy, domingo, visitamos la acrópolis, que sigue ofreciendo morada a los dioses invisibles. Todo es ruina y mármol alrededor caído, pero aun así no pude contener la emoción producida por pensamientos que volaban hacia la antigua patria que allí existió. Visitamos el Areópago, y también el teatro de Dionisos, así como el ágora y el foro romano. La tarde fue encendiendo el horizonte sin dejar de hostigarnos con un calor insoportable, y el sol tiñó de sangre las paredes del partenón antes de ocultarse tras la colina sagrada. La puerta de Adriano siguió allí, a la entrada de un parque de nombre desconocido, y previsiblemente habrá también sucumbido a la noche como los perros, las papeleras o los buzones de correos. Después, una última cena en un restaurante de “buena acogida” (tal y como afirmaba la guía trotamundos) y el vertiginoso sucederse de coches y farolas encendidas a través de las ventanillas del autobús que nos depositó en el aeropuerto. Mañana, España, donde ya las noches, cada vez más extensas, anunciará que el otoño tiene prisa por venir.
El círculo se ha cerrado, y la tinta ha de postrarse, sin remedio, ante el silencio que todo lo acecha.
LUNES 25-VIII-2003. DÉCIMOCUARTO DÍA.
El metro recorre ahora pasadizos llenos de noche, devolviendo el alma a su rutinaria actualidad. El tiempo del viaje expira. Ahora el sonido sordo de los vagones no evoca gestas heroicas, ni otras realidades maravillosas; sólo ya el traqueteo de un tren ciego y normal. El tiempo del viaje ha terminado, y su lugar es ocupado por la realidad previsible. Plaza de Castilla, Duque de Pastrana, Pío XII… estaciones que se suceden en su orden sin que dios alguno o mortal pueda alterar su fatal cadencia.
Atenea, la de los ojos glaucos, esparció una niebla de sueño sobre los aviones que, primero, nos llevaron a Zurich, después a Madrid; también le concedió plácido sueño a Odiseo en su postrera navegación antes de pisar de nuevo la tierra itacense, cuando atravesó el ponto a bordo de la nave feacia.
Cae la noche perezosa sobre Madrid, y termina así esta pequeña odisea, oculta ya tras el fragor de los coches desordenados y de las risas mojadas en cerveza de las terrazas del crepúsculo.
La noche cayó cuando la nave dejaba Zurich atrás y abajo, muy abajo. Ahora, un autobús nos conduce, apenas rozando Atenas, hacia el puerto del Pireo. La noche es compacta, y sólo los destellos de farolas y semáforos se aventuran a desgarrar la completa oscuridad. Estoy de buen humor, tocado por la alegría que, a veces, los dioses contagian a los mortales; las musas, quizás, acompañen nuestra travesía, y con ellas la fortuna.
MIÉRCOLES, 13-VIII-2003. DÍA SEGUNDO.
Después de mal dormir un par de horas en un muelle del puerto, comenzamos nuestra primera travesía marítima hacia la pequeña isla de Serifos, donde ni Jasón ni Odiseo desembarcaron jamás, donde ningún dios vio su alumbramiento o héroe alguno realizó gestas extraordinarias. La larga noche en semivela, rodeados del tráfago caótico del puerto y algún mendigo que no parecía encontrar problema para dormir, tiñe la mañana luminosa de tonalidades irreales. El mar Egeo posee un azul oscuro y sin embargo brillante y apolíneo, como si guardara todo lo divino que ya no habita la tierra ni el cielo; el barco, inmenso, se arrastra por su faz mostrando pesadez, pero por el momento no parece anunciar naufragio. Nos sentamos en proa, en la cubierta superior, donde el sol comienza a lanzarse inmisericorde sobre los bancos y los botes salvavidas; las islas que poco a poco superamos están por él abrasadas , y sólo son tierra árida y piedras en medio del ponto. Los viajeros se desperdigan entre los bancos, unos durmiendo, otros leyendo o contemplando el camino, yo escribiendo estas pobres notas. Hay muchas mujeres, y, muchas de ellas, bellas y jóvenes, dejan presentir delicias amorosas inalcanzables, como si se tratase de un reclamo más del turismo nacional. La mañana se hace más calurosa, aunque muchos se abrigan aún con las ropas de la noche lóbrega.
JUEVES, 14-VIII-2003. DÍA TERCERO.
Llegamos a Serifos pasado el mediodía de ayer, miércoles. La isla yacía inmóvil bajo el sol abrasador, agostada por dos meses de verano y resignada ya a su suerte necesaria: año tras año reverdecer para entregar los frutos y la belleza como pasto para las vacas del sol. La isla es lo bastante grande como para tener cabida en los mapas y rutas turísticas, pero aun así pequeña. Entrando en la bahía se puede advertir cómo la obra del hombre se mezcla con las rocas y el mar formando una república indistinta. Chora, creo que su capital, se derrama desde la cima de un monte pedregoso como si de lava blanca y detenida se tratara; los racimos de pequeñas casas cúbicas y resplandecientes caen desde la altura hasta casi tocar con sus puertas el mar. Encontramos alojamiento en el puerto, no sin antes atravesar ciertas dificultades. Comimos en un restaurante que miraba al mar sin apenas pestañear, y cuyo nombre sonaba algo así como Stamatasi; ensalada griega y musaka fue nuestro menú, y para terminar un Nescafé, ya que el café que sirven en Grecia no es más que café turco rebosante en posos, imbebible. Por la tarde, después de bañarnos en la cala en torno a la cual todo se agolpa, subimos en autobús a Chora, donde nos perdimos en el virtuoso mosaico de casas y callejones. Nos sentamos en la plaza del ayuntamiento y pedimos medio litro de vino de resina; mientras apurábamos nuestros vasos, la noche sitió y, finalmente, tomó las calles y los cristales, que dejaron de reflejar lo que afuera ocurría y comenzaron a verter sobre los adoquines la luz eléctrica que ilumina salones y cocinas.
Dormimos nueve horas en Serifos, y esta mañana hemos tomado el ferry hacia Milos, la isla a la que los soberbios atenienses condenaron a esclavitud y muerte por su desobediencia. El barco ha hecho escala en Sifnos, y hemos podido degustar otra vez el lento acercamiento a la isla como una agonía placentera, y la inquietud del viento que bate la cubierta al acercarse el barco al puerto.
VIERNES, 15-VIII-2003. DÍA CUARTO.
El día entero atravesando Milos de parte a parte, desde que el sol se levantó precedido por la aurora de dedos de rosa hasta que desapareció oculto tras los montes pedregosos, anunciando en las sombras la noche oscura. Hace mucho tiempo una naos ateniense llegó a este lugar a anunciar a sus habitantes que morirían y sería esclavizados si no obedecían las órdenes que con ellos traían. Ellos se negaron a doblegarse a la soberbia. Los hombres fueron todos muertos, y esclavizados niños y mujeres.
Encontramos alojamiento tras recorrer mil veces las calles de Adamas preguntando en cada puerta que anunciaba Rooms to let. En ninguna nos dieron cobijo, y hemos terminado finalmente en un estudio con cinco camas agolpadas en el reducido salón. Con un coche alquilado recorrimos la isla, primero bañándonos en , unos cañones excavados por el verde mar en la blanda roca de la costa, después tomando una cerveza en Pollonia, a la orilla del ponto, y más tarde en Kipos y en una pequeña cala rocosa en la que nadando hemos entrado en una gruta resplandeciente, seguro morada de un cíclope. El atardecer lento ha ido oscureciendo la isla hasta que se han encendido las estrellas y la luna ha emergido de su baño en el océano. Todo aquí es luminoso, incluso la noche negra; también el mar, los montes calcinados y las mujeres que, del brazo de indeseables, recorren hastiadas el paseo marítimo. Mañana partiremos, ya anochecido, hacia la desconocida Ios.
SÁBADO, 16-VIII-2003. DÍA QUINTO.
Ahora la noche se ha cernido oscura sobre las aguas. También sobre este barco que las recorre. Llegamos a Kymolos para segui sin solución de continuidad hacia Ios. La luna rojiza dibuja un camino sobre el ponto señalando un destino que nadie cubrirá, y las estrellas imperturbables dejan asomar su fuego eterno sobre nosotros mortales. Este quinto día abandonamos nuestro alojamiento y tomamos un autobús conducido por el mismo griego de pelo canoso que parece conducirlos todos en la isla. Nos llevó a Pollonia, donde pasamos el día en la pequeña playa rodeada de chiringuitos. Comimos en uno de ellos, y dormimos la hora en que el calor se hacía más asfixiante.
El mar que rodea estas islas, el viejo mediterráneo, aparece aquí siempre en renovada juventud; sus aguas guardan colores inconcebibles desde verdes, azules y turquesas imposibles, hasta el blanco o el plomizo de la arena y las rocas que recubre. En Pollonia nos bañamos, y también leí unas páginas de una asombrosa novela que ha caído en mis manos: El maestro y Margarita. Después, de vuelta a Adamas, cenamos unos Kebab en el paseo marítimo, y pasadas las once nos embarcamos, tras haber ofrecido un himno a Apolo Embasio y haberle pedido su magnífica protección para el trayecto. Hemos buscado acomodo donde hemos podido; unos han extendido el saco en los bancos de cubierta, humedecidos por la noche; yo sólo he dejado la mochila, resistiéndome a dormir ante el espectáculo misterioso de una noche de navegación. Quizás después pueda dormir algo.
DOMINGO, 17-VIII-2003. DÍA SEXTO.
Cuando amaneció, y ya el sol dirigía su mirada sobre la tierra, la playa en la que dormíamos también se iluminó con sus rayos. Despertar allí, envuelto en el azul del saco, asaltado por el rumor de las olas, cobró un significado casi mítico. Nos levantamos para darnos un baño en el mar verde; quizás este sea el baño más gratificante que nunca haya existido, y la felicidad intuida la más grande. En el puerto desayunamos en una especie de pub cuyo dueño nos habló brevemente de una vez que estuvo en Madrid; no llegamos a entablar conversación, todavía aturdidos por la corta noche. Lo demás de Ios fue una visita minúscula a un busto de Homero levantado en una plaza demasiado moderna y adornado con citas de la Ilíada y la Odisea; después, otra vez el ferry, ahora con destino a Naxos, donde Teseo abandonó a la bella Ariadna una vez vencido el minotauro. Cada isla es no sólo una tierra rodeada de mar, o un paisaje deslumbrante, sino un significado. Cada trayecto nos lleva de una a otra historia plena de sentido; hoy, de la isla donde murió Homero, el divino invidente, a la que asistió a la tristeza de Ariadna abandonada.
LUNES, 18-VIII-2003. DÍA SÉPTIMO.
Pasan los días fugaces, sin apenas dejar que uno se abandone a su goce. Entre el nacimiento y el ocaso del día deambulamos por lugares sin número, pero casi todo termina envuelto en la oscuridad que la memoria no alcanza. De la isla de Naxos olvidaré también la mayor parte, pero hay cosas que no quiero dejar de recordar. En el extremo del puerto, sobre una pequeña isla unida artificialmente a la costa, se erigen las ruinas de un inacabado templo a Apolo, el flechador. He de reconocer que llegué a emocionarme ante la vista del primer templo griego, aunque sólo sea un dintel que separa nada. Cenamos en una de las callejuelas recónditas que Chora, la capital de la isla, atesora, entre casas blancas y azules y manadas enteras de turistas ávidos por adquirir el recuerdo más característico al mejor precio.
Esta mañana amanecimos en la mugrienta casa en la que encontramos alojamiento y, después de saludar a la dueña, que se hace llamar La mamma, desayunamos en una pequeña plaza sofocada por un tráfico ruidoso y desordenado. Después partimos en un coche alquilado hacia el interior. Paramos en un templo dedicado a Demeter, madre de la bellísima Perséfone, rodeado de altos montes abrasados por el sol cruento. Comimos en Halki, donde anduvimos bajo el sol hasta encontrar una pequeña iglesia bizantina perdida entre huertos, muros y cipreses solitarios. Ahora cae el sol del séptimo día sobre el promontorio que cierra el horizonte, y la luz languidece tornándose anaranjada sobre la arena de una playa cuyo nombre no recuerdo.
MIÉRCOLES, 20-VIII-2003. DÍA NOVENO.
Después de dos días verdaderamente agotadores en los que apenas tuvimos tiempo para comer o dormir, qué decir del necesario para escribir algo no carente de sentido, el sosiego de una casa limpia permite que me pare a recordar lo pasado. Hemos arribado a Tynos a las cinco de la tarde. Como siempre, hemos pasado tribulaciones sin cuento a causa del acomodo que buscábamos; lo natural sería que hubiésemos acabado en un sitio inmundo, o durmiendo en alguna plaza tirados, pero, ante nuestra mayúscula sorpresa, hemos hallado una verdadera casa donde habitar. Se siente uno tentado a llamarla incluso un hogar. Tras alquilar un Panda, hemos llegado a Pyrgo, lugar en el que nos alojamos. El pueblo se esconde en un valle abrupto que da la cara al resplandeciente mar; su altitud es elevada, y por eso el ponto parece un país inmenso que rodea el mundo por todos lados. He dado un pequeño paseo siguiendo las escaleras que se encaraman por el monte que perdió su nombre debajo de las piedras que alfombran la ciudad. Las casas son indecentemente blancas, y blancas también las iglesias y los mármoles por todas partes presentes. Mientras me perdía en el laberinto, la noche ha abrazado todo lo visible, exigiendo recordar que el tiempo que nadie oye sigue sepultando minutos y horas; las paredes han ido empapándose lentamente de un azul cada vez más triste, hasta casi desaparecer absorbidas por la noche insaciable, pero se ha hecho el milagro de la luz eléctrica y todo el pueblo ha reaparecido como un conjunto coherente de fuegos ardiendo bajo la estrellada oscuridad. Estaremos aquí hasta el sábado, día en el que, quemando ya nuestras últimas jornadas, viajaremos a Atenas, la ciudad de Platón y Trasímaco; para entonces, poco quedará de todo esto; sólo la voluntad de no olvidar.
De Naxos, tras una inútil parada en Paros, desembocamos en Mykonos. Desde el barco, iluminada por el sol generoso, la isla se presentaba tan bella como otra cualquiera: También su capital posee hermosas casas y calles, pero todo resulta de una artificialidad indecorosa. La belleza no es allí libre, sino dirigida a envolver al turista que de antemano sabe lo que encontrará. Parece una ciudad construida para ser mostrada en las guías turísticas y los folletos de las agencias, sólo diseñada para satisfacer las expectativas de cuanto turista por ella se acerque. Podría ser casi un destino de los pregonados por el insoportable Ramón García, con camisa hortera de flores inclusive, con sonrisa de satisfacción y afable vulgaridad por el mismo precio en …Viajes Marsans. Dormimos en una especie de jaula para papagayos o cualesquiera pájaros tropicales, sobre el frío suelo de cemento; era el sitio más barato que encontramos en un camping lleno de indeseables vestidos impecablemente a la moda; pasamos también desapercibidos de forma impecable, ya que se trataba del tipo de gente que no suele prestar atención a aquellos que buscan el lugar más barato del camping, ni aunque sea el suyo y sea caro. Sólo las gafas de cualquier imbécil costaba más que mi mochila con todo su contenido, incluido el saco que no es mío.
Esta mañana, después de madrugar en medio de los desperdicios de una noche de fiesta del colectivo gay en pleno, recorrimos la isla de Delos, en la que el divino flechador, Apolo, el que hiere de lejos, nació un día de Leto. Sólo hay ruinas en la ventosa Delos, sólo trozos incompletos de un pasado remoto. El tiempo está también en Delos, y ofrece como señal inequívoca de ello la destrucción que a todo aqueja. El gran teatro que antaño cubrió la ladera de un monte ha vuelto de nuevo a ser monte, y los mármoles son ya sepultados por la tierra y la vegetación agostada. Los aljibes son otra vez sólo agua oscura, y las casas yacen bajo sus techos derruidos. Sólo algún mosaico o columnas semirrotas resisten todavía el furor del tiempo, pero su lucha está certeramente condenada al fracaso. Nada más que ruinas quedan de ese tiempo memorable, y la desolación de lo que está caído sobre la tierra hace comprender que todo lo demás también envejece, cae y muere. El cielo de los griegos, como su civilización, ya es sólo desperdicio; ya no hay Zeus o Apolo o Afrodita porque está el cielo deshabitado.
JUEVES, 21-VIII-2003. DÍA DÉCIMO.
Hoy hemos tomado el día como un descanso merecido después de tanto deambular. Nos levantamos tarde y desayunamos lentamente, dejando que la calma se extendiera por todo el valle que habitamos. La isla de Tynos es magnífica y tranquila; estuvimos en un pueblo llamado Kardiní, o algo muy parecido, blanco y azul como todos, pero rodeado de terrenos fértiles que alumbran árboles frondosos. Allí había una iglesia católica y multitud de escaleras que subían y bajaban guiadas por caprichosos designios. En un pueblo llamado María tomamos una cerveza mientras el sol doraba los valles que en mar caían. Cenamos en Pyrgo y, en su bella plaza, tomamos una copa mientras el sueño anegaba lentamente la ciudad.
VIERNES 22-VIII-2003. DÍA UNDÉCIMO.
SÁBADO, 23-VIII-2003. DÍA DUODÉCIMO.
El undécimo día también dormimos hasta pasadas las diez. Cuando me levanté, después de sosegadas horas de sueño, el desayuno estaba ya preparado sobre la mesa, lo que me hizo querer aún más a mis compañeros; todo preparadito delante de la puerta azul de la casa donde nos cobijábamos. La mañana transcurrió reposada, pues éramos presa de un pesada pereza. Parecía que habíamos ya decidido que allí acababa la navegación; sin embargo, como Odiseo, hubimos de aceptar que no era nuestro sino acabar así nuestros días, y no nos fue permitido dejar de pensar en Ítaca y el regreso. Nuestro gran sueño se debía a que, desconocedores del griego, habíamos comprado café descafeinado, lo que remediamos tomando un Frapé en la arbolada plaza de Pyrgo. Salimos ya casi a la hora de comer para iniciar nuestro recorrido por la isla de Tynos. Fuimos primero a Koinoi, con la esperanza de hallar un templo dedicado a Poseidón, el de los cabellos azules, pero sólo había ruinas, y, además, cerradas a esa hora al público. Anduvimos perdidos por las también ruinosas carreteras griegas, y finalmente paramos a darnos un baño (ahora sé que fue nuestro último baño en las islas) en una hermosa playa flanqueada por dos colinas pedregosas. Allí, en un chiringuito con ambientación y música tropicales, guarnecidos por la sombra generosa, tomamos una cerveza y charlamos. Cuando nos dirigíamos a la ventosa Pyrgos hallamos sin esperarlo la colina de Exoburgo, donde un milenario castillo derruido habita la cima; subimos azotados por el viento, y pudimos contemplar un paisaje como el que los dioses miran desde la cumbre del mundo. El sol caía ya, desbocado, sobre el venturoso océano, y las sombras se extendían voraces, sepultando en la negra noche a todo lo que tiene lugar en la pequeña isla. Al llegar a Vólax llegó también la hora del ocaso, cuando la luz se torna irreal y no se sabe con certeza si lo así iluminado existe o es sólo excrecencia de la mente de un dios caprichoso. Volvimos a nuestra espaciosa morada, y allí celebramos un pequeño banquete que consistió en ensalada griega, vino de Retsina y tortilla española.
DOMINGO 24-VIII-2003.
DÍA DECIMOTERCERO.
Los altavoces repiten mensajes ininteligibles en griego anunciando el despegue de aviones que se dirigen a destinos inverosímiles como Tel Aviv o Alexandrópolis. Esos lugares existen. Esta es nuestra última noche y no podíamos más que dormir en ella sin dormir, tirados en la espaciosa y por fortuna limpia nave del aeropuerto de Atenas. Afuera, donde late la noche, todavía parece durar el imperecedero batir del mar sobre las islas, pero son sólo coches y aviones, y no más el ponto. Parece que el aeropuerto es un lugar elegido por muchos para pasar la noche; hay modos extremadamente ingeniosos de hacer casi un dormitorio de un trozo de suelo, o de una silla, o de un rincón. Los demás nos contentamos con el suelo frío, o con lentamente mirar pasar las horas en el rostro de las mujeres cargadas de maletas.
Ayer, sábado, abandonamos la ventosa Tynos a bordo de nuestro último ferry; la navegación, de cuatro horas, resultó alegre, quizás porque nos esperaba Atenas como destino. El mar arrojaba su azul oscuro e intenso, y al acercarnos al Ática unas gaviotas saludaron nuestro regreso. El barco se mecía lleno de luz y mujeres en todo semejantes a diosas, tal era la belleza de algunas. En Atenas logramos alojarnos en un hostal llamado Afrodita, situado en algún sitio rodeado de casas viejas y calles levantadas por obras imposibles. El calor castiga sin misericordia a la vieja ciudad, pero aun así nos aventuramos a acercarnos al barrio de Plaka, que rodea la colina sagrada, para cenar algo en un restaurante para imbéciles que se dejan estafar. Paseamos por negras calles hasta que nos invadió el cansancio y nos retiramos al hostal.
Hoy, domingo, visitamos la acrópolis, que sigue ofreciendo morada a los dioses invisibles. Todo es ruina y mármol alrededor caído, pero aun así no pude contener la emoción producida por pensamientos que volaban hacia la antigua patria que allí existió. Visitamos el Areópago, y también el teatro de Dionisos, así como el ágora y el foro romano. La tarde fue encendiendo el horizonte sin dejar de hostigarnos con un calor insoportable, y el sol tiñó de sangre las paredes del partenón antes de ocultarse tras la colina sagrada. La puerta de Adriano siguió allí, a la entrada de un parque de nombre desconocido, y previsiblemente habrá también sucumbido a la noche como los perros, las papeleras o los buzones de correos. Después, una última cena en un restaurante de “buena acogida” (tal y como afirmaba la guía trotamundos) y el vertiginoso sucederse de coches y farolas encendidas a través de las ventanillas del autobús que nos depositó en el aeropuerto. Mañana, España, donde ya las noches, cada vez más extensas, anunciará que el otoño tiene prisa por venir.
El círculo se ha cerrado, y la tinta ha de postrarse, sin remedio, ante el silencio que todo lo acecha.
LUNES 25-VIII-2003. DÉCIMOCUARTO DÍA.
El metro recorre ahora pasadizos llenos de noche, devolviendo el alma a su rutinaria actualidad. El tiempo del viaje expira. Ahora el sonido sordo de los vagones no evoca gestas heroicas, ni otras realidades maravillosas; sólo ya el traqueteo de un tren ciego y normal. El tiempo del viaje ha terminado, y su lugar es ocupado por la realidad previsible. Plaza de Castilla, Duque de Pastrana, Pío XII… estaciones que se suceden en su orden sin que dios alguno o mortal pueda alterar su fatal cadencia.
Atenea, la de los ojos glaucos, esparció una niebla de sueño sobre los aviones que, primero, nos llevaron a Zurich, después a Madrid; también le concedió plácido sueño a Odiseo en su postrera navegación antes de pisar de nuevo la tierra itacense, cuando atravesó el ponto a bordo de la nave feacia.
Cae la noche perezosa sobre Madrid, y termina así esta pequeña odisea, oculta ya tras el fragor de los coches desordenados y de las risas mojadas en cerveza de las terrazas del crepúsculo.
Una historia (de amor).Por Borja Lucena
F. Nietzsche
Cuando se oye en la soledad de la escalera el eco fantasmal de un cerrojo arrastrándose, la excitación que se apodera de mí me impide incluso sentarme; sólo siento ganas de recorrer las habitaciones buscando nada, o de retorcer con crueldad un trozo de papel indefenso; el tiempo se espesa y espero escondido tras las cortinas sucias a que mis vecinos aparezcan bajo la ventana cargando pesadamente algún bulto, saludando, o simplemente andando hacia cualquier destino banal. Sin dudarlo, me atrevería a decir que me he convertido en un ser patológicamente obsesionado con algo que no es mi vida. Esa pared, tan sólida e impenetrable, tiene ahora la existencia de un símbolo, y simbólicamente siempre está a punto de caer.
Releer estas líneas, ahora que no estoy ya dentro de ellas, me ha obligado a pensar otra vez en Federico. También en su mujer, de la que quizás nunca supe un nombre. El día a comienzos del verano en que me los crucé en el tercer piso, pensé que esa pareja que desconocía desprendía un desasosiego odioso; sin apenas notarlo, tras repetir los saludos despreocupados que cruzábamos día a día, descubrí que cada vez se parecían más el uno al otro, pero no en la forma habitual en que eso ocurre entre individuos que se pasan años conviviendo y que quizás terminan adquiriendo gestos y expresiones comunes que les impiden llegar a matarse, sino de una manera terrible y anómala. Esa primera comunicación inquietante, y sólo intuida como algo misterioso y desolador, me condujo a penetrar en un amor de naturaleza monstruosa. Me vi iniciado en algo que amenazaba con desbordarme. En una sola noche escribí un cuaderno entero que, más que por propósito racional reconocible, se dejaba guiar por la rara y asfixiante ambición de saber lo que, seguramente, a todo hombre le está vedado. Desde ese momento hasta el final del verano, dos largos meses en los que perdí la noción del calor, del tiempo y la pereza, escribí varios cuadernos desconcertantes y caóticos, sólo ordenados en torno a una misma manía.
La primera mirada atenta sobre aquellos vecinos sólo me reveló un amor rutinario y adornado con las flores del hastío; no obstante, costaba relacionar a Federico, hombre de una obesidad exagerada, masa informe de grasa que ha olvidado toda proporción humana, con su mujer insignificante, delgada y pequeña como si estuviera a punto de desaparecer. Por esos días yo pensaba, al verlos cogidos de la mano, en un gorila que rapta a una niña, o en una de las metamorfosis bestiales de Zeus, o en un volcán que va a tragarse el poblado minúsculo que habita sus laderas; pero no era otra cosa que el matrimonio de la puerta contigua: Hola, buenos días / menudo calor hace hoy / ya sabes, el tiempo, que no se entiende / menos mal que falta poco para comenzar las vacaciones / algunos, que a otros nos toca seguir levantando el país …. Lo que en cualquier otro caso no es más que el ritual del encuentro, el conjunto de palabras lanzadas para protegernos del contacto indeseado, se convirtió con respecto al gordo y su mujer en una forma de desenredar una madeja que me pareció, como todo lo oscuro, deslumbrante. En cada gesto que él hacía, ya fuera dejar pasar primero a su mujer o tomarle la mano con delicadeza inconcebible en una ballena, me parecía ver una invitación a descubrir significados que se me hacían inasibles. Después me di cuenta, pero quizás demasiado tarde, de que eran llamadas de socorro, maneras desesperadas de apelar a la comprensión de un universo por entero indiferente.
El gordo, de eso me convencí enseguida, amaba a su mujer en una medida sólo comparable a su desmedida gordura; la amaba con la fuerza y la tristeza de los dinosaurios, con el ansia desesperada de quien se sabe repugnante pero invencible. Todo en él era exagerado, y su amor ciertamente grotesco. No se me ocultó la complicada patología de esa relación desigual, el modo neurótico de reunirse dos piezas de rompecabezas tan distintos, dos fragmentos que nunca podrían llegar a casar. Cuando lo encontré solo, Fede, diminutivo que obligaba a utilizar a los demás y que no dejaba de importunar para referirse a criatura de tan colosal tamaño, derramó una extraversión cercana a la impostura; al contrario, cuando paseaba con su mujer o volvían de hacer compras en un coche ridículamente pequeño para su volumen corporal cetáceo, apenas emitía un saludo lejano mientras apretaba con intensidad asfixiante la mano de su mujer silenciosa. Procuré hallar claves que me permitieran componer una imagen fiel de lo que entre ellos ocurría; primero observándolos, después escuchando con atención ciertas conversaciones rituales o discusiones como tormentas que alcanzaban a traspasar las paredes que nos separaban. Les oí permanecer callados durante días como esfinges sin ojos, hablar durante horas sin que nada interrumpiera su diálogo monótono. Adiviné en la oscuridad de una madrugada los golpes desmayados de un amor de dioses o de bestias, pero no humano. Acumulé signos oscuros y confusos, pero nada definitivo para llegar a conocer la ecuación inaccesible de su amor. Lo que sin duda ocurría es que ella se desdibujaba, se convertía en un espejo, en una repetición de lo que el gordo era, en una nube junto a otra nube. Intuí vagamente la asimilación completa, el acceso a una simbiosis perfecta entre dos seres que nunca deberían haberse mirado.
El gordo sabía, como sabe cualquier monstruo, que nadie llegaría nunca a sentir por él más que asco o compasión, que sólo algo como él podría llegar a sentir además amor, y por eso convertía a su mujer en réplica de sí. Cuando ella mirara con los ojos del espejo su amor se habría consumado; cuando él la hubiera transformado en su obra y habitaran ambos el mismo tiempo y el mismo modo de estar en el mundo rodeados de cosas extrañas y sin duda hostiles. Llenarla de sí mismo, modelar un cuerpo como el barro adánico, conformar un alma a imagen y semejanza de la propia, llevar a su extremo la locura que acecha en todo amor verdadero: hacerse uno con lo amado.
La ansiedad del investigador se apoderó de mí al tener conciencia de enigma tan rotundo como quizás habitual; procuré interrogar al gordo cuando, apartándose el sudor fétido que empapaba su frente, detenía su escalada en el rellano de la escalera. Su aspecto era entonces repulsivo, toda su carne grasienta reverberaba al compás de una respiración ronca y difícil. La camisa dejaba ver un pecho que hacía tiempo había desbordado toda forma. Una vez le pregunté por su mujer fingiendo no saber hacía tiempo de ella; él fijó los ojos en un punto indeterminado de la pared y evitó contestar, hablando enseguida del partido de la tarde. Intenté invitarle a tomar una cerveza, pero siempre se desasió del lazo con la elegancia del ruiseñor que escapa. Todo en esa empresa se tornaba difícil: el gordo y su esposa resultaban ser un equipo críptico, cerrado sobre sí mismo, ambos cómplices en el mantenimiento obcecado de una misma meta.
Los días de verano se consumieron dejando un recuerdo vago de plenitud o aburrimiento. Las noches crecieron silenciosas como un cáncer todavía no advertido. El otoño se avistaba ya en pequeños signos premonitorios que débilmente lo anunciaban: el aire que sacudía las ramas adelantando una amenaza, algunas noches en que el calor cedía al frío que exhalaba la luna… Transcurrían los últimos días de agosto y mi vida retirada yacía inmersa en el ciclo rutinario de las vacaciones. Todos los días reproducían al anterior. Sólo el eterno retorno de las mismas acciones, gestos, preocupaciones y una tristeza ancestral que se aparta del designio de lo que me ocupa ahora. Lo único que me extraía del ciclo eterno del hastío era constatar cómo, cada día, ella incorporaba a su menuda persona un rasgo más de la del gordo. Comencé a notar que se instauraba entre ellos una sincronización fantástica, que sus gestos se unificaban sin mostrar artificialidad, como si una armonía profunda los obligara a converger. Un día de calor evidente ella se limpió el sudor apoyada en la pared desconchada y un olor que no podía ser más que el del gordo me traspasó como una corriente eléctrica. Reparé en que, al saludarles, sus respuestas se fueron insertando en una voz única; también en que ambos sonreían al unísono mostrando las encías de manera idéntica, e incluso el viento comenzó a barrer sus frentes como si fueran una sola superficie. Todo lo anoté con el más escrupuloso sentido de la responsabilidad científica: En el espacio desolado del garaje, mientras G sujeta con la mano izquierda la puerta del vehículo, M se separa para coger unas bolsas describiendo con su codo un giro similar al que G en ese momento realiza para apoyar su peso prominente en la columna cercana. Los ojos de ambos individuos se cruzan y los dos adelantan su extremidad inferior, G la izquierda y M la derecha, hasta poner sus caderas en contacto, produciéndose entonces, si introducimos un eje imaginario que parta verticalmente la escena por el punto de contacto entre caderas, una simetría de planos sólo rota por la mano de G, que sigue sosteniendo la puerta del vehículo para que no se cierre sobre la desventurada. En sólo un mes había llenado una libreta entera de apretados y oscuros apuntes, de cuadros indescifrables, de ecuaciones que pretendían reducir a la tranquilidad del número el desorden de sus vidas. El resultado no fue nunca satisfactorio, pero cuanto más desconcierto hallaba más tesón empleaba en esa labor inexplicable. Mis predicciones casi nunca se cumplieron y, si así fue en alguna ocasión, he de reconocer que tuve que atribuirlo más al acaso que a mis propios méritos. Toda la matemática del mundo era incapaz de dar cuenta de los hechos prosaicos de una pareja anónima de la ciudad cualquiera. Sólo la observación me permitió seguir el rastro de lo que ocurría entre ellos dos, y en todo momento me sorprendió sin recursos teóricos que me permitieran aventurar una explicación sensata. Más de dos meses seguí la pista y comprobé que, sin saber cómo sucedía, el cumplimiento de su amor violaba toda previsión y toda norma. Todo aquello que escribí, como todo lo que escribimos, no sirvió para nada, sólo para postergar el vacío que amenaza con irrumpir y llevárselo todo.
El gordo entornó los ojos ante el resplandor metálico de la mañana. De su mano pendía su mujer insignificante, desalojado su yo original por el alma aceitosa e inabarcable del marido. Ambos se llevaron la mano a la frente para observar la vacía e inmóvil presencia de los adoquines y las farolas. Caminaron unos metros anegados en el sonido regular de sus pasos y el indiferente paso de coches como sombras; él dijo algo que nadie pudo oír, y al mismo tiempo deslizó su brazo descomunal por la espalda de ella, que apenas sonrió. Entonces advertí las consecuencias silenciosas de su amor señaladas en el vientre que había comenzado a hincharse; lo que oscuramente había presentido aquella primera mañana, eso que premonitoriamente mi desasosiego había adelantado, se convertía definitivamente en carne; el embarazo estaba consiguiendo que no sólo sus almas, sino también sus cuerpos fueran adquiriendo un aspecto unísono. Supe que ella había desaparecido: eso no era una preñez, sino la culminación de la metamorfosis. Ese amor se había cumplido, ya eran uno, y al observar los ojos de la mujer descubrí en su mirada el tortuoso movimiento del gordo, el latir pesado de su corazón, su desatendida tristeza y su amor exagerado. Los miré perderse entre la gente y el tráfico perezoso de finales de agosto, y sólo cuando mi vista comenzó a desvanecer las cosas volví a la penumbra del salón y me senté en el sillón sin pensar en nada.
Mi tarea había concluido, y con ella di por finalizado el verano en que me convertí en testigo y cómplice de los desvaríos del amor. Esa tarde comencé a preparar bolsas, doblar la ropa abandonada en los armarios y cerrar carpetas llenas de anotaciones y papeles dudosos. Al cerrar una maleta verdosa, recuerdo de una vida ya extinguida, me invadió la misma tristeza desacostumbrada, que procuré evitar. Se oyeron entonces unos golpes espaciados en la puerta y reconocí los nudillos del gordo. Bajé el volumen del transistor y busqué un batín con el que taparme. La visita del gordo ya no me producía más que incomodidad y desagrado, pero fui incapaz de esperar a que advirtiera que no tenía interés en recibirle. Al abrir me miró desde un tiempo remoto, desde un abismo gutural y profundo que se había resignado a habitar para siempre. Pasó sin decir nada y se sentó esforzadamente sobre una caja a medio cerrar, sin importarle tirar a su paso unos estuches y la madera silenciosa de un reloj roto. Se quedó mirando el enlosado y alcanzó a pedirme la cerveza que nunca quiso tomar. Crucé la habitación y, al abrir la nevera ya casi vacía, sentí que mi invitado venía cargado de la pesada melancolía de un espejo que se rompe: el gordo estaba solo, y ya sabía que nunca dejaría de estarlo.
Fin de año.
Eduardo Abril Acero
Paula agotaba sus últimas horas en una casita de planta baja junto al Mar de la Plata. Mientras, nosotros, despedíamos a una década infame levantando vasos de vino y brindando siempre por las mismas mujeres, mujeres de grandes pechos.
El alcohol y el humo detenían el tiempo en aquel instante, en aquella cantina, mientras, una morena de grandes ojos verdes desafinaba canciones de los Enanitos Verdes. Imaginaba que cerca, al otro lado del bar, un marinero daba un golpe en la mesa jurando haber visto una sirena en un arrecife en la Tierra de fuego, y Manuel perdía la mirada en el infinito, solo recuperada por la visión de un gran culo que cortaba el aire con torpeza. Nosotros nos reíamos; reírse era todo lo que se podía hacer aquella noche, mezcla de alegrías luminosas y pensamientos escondidos; reírse de la vida, del calvo de Gaitán y de las mujeres insulsas. Eran risas amargas que mezcladas con lo que todos esperábamos y ninguno decía, se retorcían dentro de los vasos de vino. Luego, brindábamos y bebíamos, como sádicos masoquistas .
Nadie preguntaba por Paula y en todo el bar no había ni una silla vacía. Todos deseábamos levantarnos y cederla, si acaso la viéramos entrar por la puerta. Yo, para no dejar que el tiempo se apresurase, bebía sin parar. Todo lo que quería en aquel momento, era terminar aquella botella que esperaba encima de la mesa, para empezar otra y que la noche volviera a comenzar de nuevo, como si viajásemos encima de una nube de felicidad efímera.
Por la mañana me marcharía lejos de la universidad, lejos de mi casa y a mil años luz de aquella ciudad mezquina, llena de podredumbre y pobreza. Allí era imposible estar bien; cada esquina tenía pegado un pensamiento, un sentimiento, y todos buenos pero pasados. Quería escaparme de tanta monocronía insoportable; odiaba que todos llevaran trencas de cremallera y capucha, como grises esquimales; no había más opciones que el azul marinero o el verde militar. Paula, al revés, vestía una preciosa chaqueta de lana blanca con dibujos de caballos azules con crines rojas y verdes. Adoraba aquella chaqueta; la adoraba casi tanto como a ella.
Entrada la noche hablaba el vino en una crátera oxidada:
-Tú, Manolito, el Manolito de siempre, el que nunca cambia. ¿Recordás cómo éramos al principio?, ¿me recordas a mi?, el niño pijo de Avelladeda.¿Y Paula?, mi Paula, con enormes pómulos sonrosados, debajo de esos ojos gigantes, siempre abiertos, siempre brillantes… y siempre dispuesta a regalarnos su sonrisa.
- File te torturas. Mejor bebe
- ¿Recordás a Norberto?, ese sí que era un gran tipo. Luego, se cortó el pelo, conoció a aquella flaca y la tierra... ¡se lo comió! El otro día me dijeron que la flaca lo plantó a los tres meses por un futbolista de tercera división. ¿Te imaginas?... Norberto, el puto intelectual, siempre hablando de Nietzsche… cambiado por un futbolista pichalarga. Eso sí que le jodió. Le podían cagar encima, insultarle, incluso le podían moler los huesos a hostias esos putos crios imitadores de fascistas. ¡Pero que la mujer por la que lo deja todo, se le marche con uno de esos pinchapelotas de pacotilla!, ¡y encima de tercera división!. - Gaitán interrumpía, como siempre, sólo sabía interrumpir para incordiar.
-¡Ya estamos! ¿Vos sos un intelectual de mierda o qué? ¿Ahora te dan por culo los futbolistas? Sabed que yo os conocí con una bufanda del Racing alrededor del cuello.- yo había aprendido a no engancharme con él en conversaciones estúpidas.-¿y Norberto?, ¿no decía siempre que las cosas que más valían la pena eran siempre las menos importantes?
-vos, Manolito ¿sabes algo de Norberto? Recuerdo que el último año que le vimos por la universidad eras tú al que más frecuentaba.
-Marchó a España.
-¿A España?, ¿y qué se le perdió allá?
-Allá tenía familia. Me llamó días antes de volar, quería que le arreglase las cosas en la facultad para seguir estudiando en la universidad de Madrid. Le había salido un trabajo, algo así como corrector de datos informáticos, ¡tampoco me hagas mucho caso!, sabes que no tengo memoria para estas cosas...
-¿y la flaca?, ¿te contó algo de la flaca?
- ni me la mencionó, eso sí, me habló de otra pibita, una galleguita rubia, con mucha plata. La había conocido acá y se marchaba con ella en el avión. Bueno, ya sabés cómo era Norberto, como el perro de Paulov, le ponías un coño cerca y le salivaba la boca.
-Si, pero yo pensé que la flaca...
-la flaca sólo era una excusa para mandarlo todo al carajo y hacer lo que verdaderamente le gustaba.
-¿Y qué le gustaba?
-¡Vivir la vida amigo!, vivir la vida. El cómo, dónde y con quién ya lo iría viendo. Incluso te diría que eso no tenía la menor importancia para Norbertito. Estoy seguro de que podría seguir a cualquier mujer hasta el fin del mundo, y más allá, sólo por sentir emociones de primera calidad, de las que a cualquiera de nosotros nos tumbarían.
-Me gustaba aquella chica...
-!y a mí, no te jode¡, a todos nos gustaba esa chica.
- a mi no.-interrumpía Gaitán.
- ¡a vos qué os va a gustar!, ¡vos sos medio maricón!
-Si no estuviera borracho, Manolito, te partía la cara- replicaba Gaitán golpeando la mesa.
- ¡no digas sanceces! ¡Yo no me creo que no te gustara la flaca, si nos tenía a todos relocos!
-¡Ba!, si parecía que se le había comido la lengua el gato. Y tan seca...
- calladita si que era, pero ¿y qué? ¿quién no se habría vuelto loco por ella? Calladita y retraída pero con esa mirada penetrante que incitaba a la lujuria... y ese cuerpo...
-como Sean Young, ¿os acordáis que lo decíamos? Fumaba como ella, ¡Qué mujer!
-¿Cual, La replicante o la flaca?
- ¡ambas!... las dos.
- ¡Sean Young!, al menos la flaca era real, no me gustaba pero era real, no un personaje de película. Anda, pide otra botella que en esta el vino ya hace ecos.
-¿Sabes qué me gustaba más de ella, File?, que siempre llevaba blusas de seda. A veces ceñidas y otras no, pero eso daba igual, a mí siempre me apetecía tocarla...
-¿por la blusa?
-Por la blusa y por todo lo demás. ¿Sabes lo que es desabrocharle a una mujer una blusa de seda?, le sueltas los botones y la camisa se va solita al suelo… no tienes que tirar de la ropa… se va solita. Con el algodón hay que estar con tirones, se queda enganchada aquí o allá. La seda es diferente amigo.
-¡Otra botella Santiago!- y santiago venía enseguida con otro frasco de vino peleón. Nos decía algo así como “menuda moña que os vais a agarrar” y se marchaba otra vez detrás de la barra. No podría escribir más de medio pliego con todas las frases que le he oído pronunciar a ese camarero, menos aún si nos ceñimos sólo a las frases ingeniosas.
-Se acerca Eva, ¡el séptimo de caballería!- gritaba Gaitán.
-Esa piba lleva la palabra lujuria escrita en la frente. Mirarla como mueve las caderas.- añadía Manolito- a tí, Filene, te tiene echado el ojo desde que entramos...
-la gente le abre camino por el riesgo de sufrir un accidente, ese culo es mortal si golpea en blando- se mofaba de nuevo Gaitán
- Vos, Gaitán, no sabes ver el aspecto poético de un pandero, de un buen pandero. Pensar que esa mujer está hecha para parir hijos, y para parir primero hay que...-llegaba Eva, con un gorro de pico, un matasuegras en la boca y una copa de champán en la mano como únicos complementos de un vestido tan ceñido que en algunas partes parecía un tatuaje.
-¡alegrad esa cara, carajo, que se acaba el año y nos vamos todos de esta aquí! ¿no es eso para estar contentos?- nos decía Eva aparcando sus caderas delante de la mesa.
- No todos nos marchamos Eva, yo todavía sigo, me queda todo quinto- interrumpía Gaitán.
- Tu, Ganito, seguirás aquí hasta que se te seque la pija, nunca aprobarás porque, en ningún sitio vives mejor. Pero alegremos este velatorio, vamos para allá a quitarle la alcachofa esa pesadita que me tiene muerta. ¿Es que no sabéis divertiros?
-Es que aquí al amigo Filene le entró nostalgia, con tanto vino - le decía Manolito a aquella mujer percherona mientras me pasaba el brazo por encima del hombro. Yo hipnotizado por los posos del vaso ni siquiera levantaba la cabeza.
-¡Ah no! Dejarme que adivine, los amigos que ya no veréis, las juergas que os corríais y las mujeres de la universidad, como si lo viera.
-Lo de las juergas venía después gordita, justo antes de que interrumpieses una conversación de hombres- contestaba Gaitán enfatizando el tono cuando decía “de hombres”.
-Hombres, lo que se dice hombres, en esta mesa no veo más que a uno, y tu no eres, boludito.
-¡Sin faltar Eva!, que yo no tengo la culpa de que este bocazas no sepa beberse un vaso de vino sin empezar a decir boludeces. Estábamos aquí, tranquilamente, hablando de mujeres si, ¿pero de qué íbamos a hablar tres borrachos el día de fin de año? - Se defendía Manolito
- Pues dejarlas quietecitas, que si sólo habláis de ellas es porque ya se buscaron a otros que hablen menos. ¿No hay aquí mujeres que os gusten?. Mirarme a mi, me vine solita y todavía ningún caballero me sacó a bailar, aunque sea las canciones de esa mina reputísima. Venga Filene, ¡alegra esa cara!, ¡ven, vamos a bailar tu y yo!- a mí no me apetecía ni lo más mínimo, pero, por suerte las canciones que sonaban, no exigían grandes esfuerzos. Me levanté más por no querer seguir escuchando cómo Manolito y Gaitán discutían, que por ser educado y galante con Eva. Además, mi sentido del ridículo se había esfumado justo antes de la última botella. Me abracé a Eva y simplemente seguí sus movimientos.
- Afloja un poco pibe, que no respiro. Me gustan apasionados pero eso déjalo para después, ahora alegra esa cara de mustio y no pienses en esa pibita que te quita el sueño; mejor piensa en mi.
- Es que esta noche es especial.
-¡Pues claro que es especial!, se nos acabó seguir perdiendo el tiempo en esta ciudad de mierda...
- Si, bueno. Pero no lo digo por eso...
-¿a no? ¿Entonces por qué?
-Yo también he decidido marcharme, aquí no me quiero quedar
- primera noticia. ¿Y cuándo lo decidiste eso?
- ahora mismo, aquí, bailando contigo.
- ¡toma eso! ¿Ahora mismito?, ¡pero bueno, qué tendré yo que todos los hombres salen corriendo. ¿Y a dónde te marchas?
- No lo sé, ya pensaré…
- Huy ,eso es un sitio muy lejos File. Venga, calla la boca, que estás borracho.
- si, pero sé lo que me digo.
-¿Es por Paula verdad?, no pienses ahora en ella, agárrame fuerte por las caderas y piensa en mi, sólo en mi.
Al rato volvimos a la mesa. En el escenario la música había parado y un tipo con traje de pingüino trataba de colocarse el micrófono a la altura que le correspondía, pero la jirafa se resistía a moverse. Tuvo, finalmente que ser auxiliado por aquella morena excesiva que le aventajaba en altura pero no a lo ancho. Gaitán, muy en su línea, al grito de ¡quieres que te eche una manita, pingüino! llamó la atención de toda la sala sobre nuestra mesa; la situación era para reírse, una morena con exceso de curvas, ayudando a un gordito pingüino a colocarse la alcachofa a su altura. Éste se sacaba, entonces, un pañuelo para secarse el sudor de la frente, nervioso...
Por fin pudo hablar, pero pegándose tanto la alcachofa a la boca que nadie le entendió ni una sola palabras. El ingeniero le subió el volumen para que así nos enterásemos mejor y él al tiempo, no tuvo otra ocurrencia que gritar a través del micro. El estruendo fue terrible y vino seguido del barullo que organizó la concurrencia, increpándole algunos, y riéndose otros. Al final se escuchó una frase nítida en todo aquel barullo: la morena cogió el micrófono y dijo suave, “atención que... que... Antonio tiene algo que comunicarnos”. El chiquito, primero de nuestra promoción, se dispuso a decir unas pocas palabras emocionadas, mal emocionadas:
- quiero proponer un brindis por todos estos años que hemos estado juntos...
- ¿juntos con quién?- Gritaba otra vez el payaso de Gaitán- ¡porque no conmigo!- luego nos miró- este tipo cree que por que acabe con nosotros es compañero, joder, si no se separó ni un milímetro de las faldas de Don Orione en toda la carrera...
Antes de levantar la copa para saludar el nuevo año con el brindis que acababa de hacer Manolito, ¡por las mujeres!, como siempre, vi como por la puerta de la sala entraba a toda prisa la hermana de Paula. Enseguida entendí qué pasaba y dejé caer mi copa al suelo, aguándole la fiesta a los demás, para recibirla entre mis brazos. Ella me abrazó fuerte y yo le respondí con entusiasmo. No tenía lágrimas en los ojos, pero su aspecto era pálido, mortecino y su mirada inquieta. Ni siquiera tuvo que decirme nada, ni yo escucharlo; yo sentí pena y alivio. Paula ya se había muerto y con ella se acabaron para siempre años, meses y días de felicidad y angustia.
Se acabó mi vida y parí otra.
Notas de un Viaje por España De San Sebastián a El Ferrol.
Borja Lucena
Soria y San Sebastián están separadas por unas tres horas de viaje. En tal corto intervalo, no obstante, un universo se abandona para encontrar otro. La meseta castellana calcinada, donde la mirada se pierde en la lejanía inalcanzable, deja paso a un paisaje cercado por montes, pasos angostos y una vegetación feraz y lujuriosa; de los tonos pardos, amarillentos, tostados, a las innumerables tonalidades de la fronda y el mar azulado. Aún por tierras de Soria, ante la llanura desolada y los campos de siembra ya cosechados, Estefanía habla de la maldad legendaria del hombre del campo. Recuerdo cómo Machado hablaba del carácter envidioso y villano que una naturaleza inmisericorde labra en el campesino soriano; ávido de la riqueza que engendra, el hombre se convierte en una rapaz que no evita el asesinato por alcanzar la posesión esclava de la tierra: Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora. No sé cuánto de verdadero hay en ese juicio inapelable, pero Estefanía coincide en percibir esa hechura en muchos sorianos de los pueblos.
La naturaleza tan distinta del norte parece también esconder un veneno contrapuesto pero, sin embargo, afín. Quizás sea algo así como la ilusión de habitar El Edén lo que a su vez conduce a que los hombres desprecien todo lo ajeno que ignoran. Así forjan la entelequia de una Euskal Herria inmaculada y apartada del mal que la rodea. En uno y otro caso, por su rigor o por su benevolencia (si es que hay tal), la naturaleza se enseñorea de las vidas humanas que la habitan imponiendo su particular tiranía a los hombres que no han llegado a romper los vínculos ancestrales que a ella unen. Por eso podía decir Aristóteles que sólo hay vida auténticamente humana en la polis, rotos los lazos que mantienen al hombre en un cierto estado de animalidad. Sólo la ciudad, cancelación del régimen natural de vida, inaugura la posibilidad de evadirse al determinismo de la naturaleza. La libertad, ese invento ciudadano, se refiere precisamente a la sustitución de las leyes de la Naturaleza como regla para la vida humana por la legislación civil.
Comimos en Pamplona y, una vez el autobús nos dejó en San Sebastián, un taxi nos llevó al hotel. Éste se hallaba en el monte Igueldo, a diez minutos de la ciudad, aunque el paisaje poco tenía que ver con lo urbano. Un caserío cercano extendía sus manzanos hasta la carretera, que se retorcía entre árboles infinitos; había también algunas vides, borricos pastando y un par de cabras. Sobre todo reinaba la vegetación desordenada y húmeda. El paisano que segaba con lentitud la hierba parecía tan integrado en el medio que, como las pacientes cabras, en él se confundía. Esa primera tarde estuvimos en el concierto de Pat Metheny y Brad Melhdau en la Plaza de la Trinidad. Anochecía y parecía que el monte Urgull y sus árboles inmensos terminarían un día por anexionarse la ciudad. En las paredes de piedra resonó la impresionante combinación de contrapunto barroco y atonalidad extraña que los músicos tejieron.
En San Sebastián estuvimos dos días. Nos perdimos entre las calles tortuosas del barrio viejo, tomamos pinchos y chacolíes y paseamos por los diversos escenarios del festival de jazz. También nos bañamos en la playa del Gross, a la sombra del Kuursal. Recuerdo que hace diez años, cuando vine por primera vez, el famoso cubo de Moneo había causado gran sensación entre propios y extraños. Su diseño era atrevido e impactante, y señalaba a la ciudad como lugar de referencia de la vanguardia arquitectónica. Hoy, a diez años vista, encuentro que lo que nace con la pretensión simple de novedad envejece con premura. Lo malo de la vanguardia y su imperativo de Modernidad Absoluta es que las obras que son su fruto no engendran estilo. Sólo se aferran a una condición novedosa que sucumbe enseguida al tiempo. El Kursal conserva todavía belleza geométrica y elegancia, pero esta vez se me apareció más como una simple caja de zapatos que hace una década. El agua del cantábrico, no obstante, no había caducado, y nos bañamos los dos días en esa bahía.
El lunes por la mañana abandonamos la Arcadia que nos hospedaba y tomamos el autobús para Bilbao. Aquí es donde comienza la vía del ferrocarril de vía estrecha que nos llevará a El Ferrol, al otro lado de la cornisa cantábrica. En la ciudad del Nervión nos alojamos en el albergue Aterpetxea, situado en las laderas que encierran la ría y la ciudad en un valle hondo y reducido. Paseamos por Bilbao toda la tarde, empezando por la Avenida de Sabino Arana y terminando en el casco viejo. Recorrer la avenida dedicada a aquel insigne pre-nazi me llenó de gozo. Aquí, como en San Sebastián, existe una presencia sorda de la política. Sorda pero constante. La diferencia, quizás, es que en San Sebastián predomina más el elemento propagandístico de la lucha revolucionaria, mientras en Bilbao la ideología toma forma institucional y estatalizada. En ambos casos se advierte una anomalía fundamental y perversa que, por comodidad, nombramos sin más distinción como nacionalismo. En general, el nacionalismo es una de las formas contemporáneas en que la política-ideología ejerce su despotismo sobre la vida. En el País Vasco, amplios sectores de población toman cualquier actividad sólo como oportunidad para mostrar una reivindicación política, lo que resulta en que la vida común se ve por doquier axfisiada por lo ideológico. Nada se quiere si no es político, lo que es un modo terminante de negación de la auténtica política ciudadana (valga la redundancia). El peso constante de las ideologías termina por eliminar la espontaneidad que acompaña a tantas actividades de la vida común o a la alegría despreocupada de las fiestas. Estos patriotas, por no ir más lejos, han convertido los bailes populares en himnos y uniformes, han desalojado lo lúdico haciendo de la fiesta mitin; de esta manera, tales manifestaciones populares pierden todo su valor inmediato, se muestran como rituales patrióticos automáticos y no como motivos de expansión. Los han convertido en símbolos tremendamente aburridos. Sin ir más lejos, el domingo asistimos a una solemne representación de un baile vasco delante del ayuntamiento de San Sebastián y no dejó de embargarme una extrañeza incontenible al comprobar cómo lo que en cualquier otro lugar es simple diversión y costumbre aquí hacía temblar de emoción a los patriotas de mano en pecho. Al fin y al cabo, tanto yo como ellos, sólo vimos a unas mozas vestidas de labriegas que daban vueltas alrededor de un poste desatando cintas de varios colores. Cuando terminaron, la plaza prorrumpió en un aplauso enfervorecido.
El martes madrugamos y tomamos el FEVE en la estación de Basurto. El tren atravesó incontables valles y tuneles, y también sombríos pasajes bajo los árboles. El día se levantó luminoso y ayudaba al renqueante tren a cumplir su cometido fatigoso. Mientras luchábamos denonadamente por salir de Bilbao yo leía el “Gara”. Ciertamente, hacía tiempo que no me encontraba con algo tan esclarecedor sobre el nacionalismo vasco como lo que escribía un autodenominado “catedrático senior de la universidad”. El tipo hablaba largamente sobre la incompatibilidad existente entre “España” y “Euskadi”, y en pasajes memorables presentaba con transparencia envidiable la esencia misma de la ideología nacionalista:
(…) Solapadamente unas veces, pero manifiestamente en otras, el enfrentamiento entre Euskadi y España se está dando repetidamente (…) Rodriguez Zapatero, en su discurso ante las cortes españolas en las que se discutía el futuro del nuevo estatuto, hizo dos afirmaciones tajantes que rompieron toda posibilidad de un diálogo sereno con el País Vasco. Primera: “esta cámara es la sede de la soberanía popular de España”, afirmación que venía a confirmar el golpe de estado que las cortes de Cádiz dieron al considerar a su cámara la representante de una España unitaria y rechazando la tradicional España plurinacional que hasta ese momento era la legítima (…)
José Luis Orella Unzué, Euskadi versus España, divorcio de identidades; Gara, 31-7-2007
El antiliberalismo, en pocas palabras, la reacción facciosa, es el núcleo resentido del nacionalismo vasco. Frente a la política liberal tantas veces truncada en España, la reivindicación del absolutismo y los derechos donados graciosamente por Dios y Su Majestad. Frente a la Constitución de 1812, es de suponer, Fernando VII y el vivan las caenas. Este honorable defensor del antiguo régimen merece con creces que le nombren Lehendakari.
Miércoles, 1-VIII-2007
Santander. Nos levantamos pronto y abandonamos el hotel. Un fugaz desayuno en la fea plaza de la estación antecedió a la vuelta al pequeño tren. Desde la capital cántabra nos llevará dos horas alcanzar Llanes, ya en Asturias. Atravesamos de nuevo montes y valles, y a menudo parece que la vegetación tan tupida no dejará paso al diminuto tren. Contemplamos pueblos sin nombre que se reparten desde la cima de montes arbolados hasta el lejano fondo de valles sin fondo. Las nubes ocultan el sol de tanto en tanto, y entonces el paisaje se ensombrece como si anunciara el anochecer. El tren se detiene unos momentos en un apeadero rodeado de casas dispersas. En el cartel se lee Treceño.
Santander era para mi una ciudad desconocida, y no pude evitar cierta desilusión al llegar y dar con la plaza que mira a la estación de FEVE. Ni siquiera la claridad inaudita de la mañana lograba ocultar el aspecto sucio y lúgubre de un espacio donde también se hacinaban la estación de RENFE y la de autobuses. El hotel se encontraba cerca y, tras dejar las mochilas y desayunar después de tres horas de viaje en ayunas, salimos a conocer la ciudad. Recorrimos la distancia interminable que nos separaba de las playas del Sardinero y allí nos bañamos entre el estruendo de un mar enfurecido. Las olas alcanzaban un volumen formidable y nos vapulearon como a pequeños insectos. Comimos ante el mar cantábrico verdoso y salpicado de los miles de penachos de espuma que los griegos –en el mediterráneo- identificaban con las crines de los caballos de Poseidón. Después paseamos indolentemente por la península de La Magdalena, cuyo palacio fue residencia estival del rey Alfonso XIII. Construido en piedra y de aspecto levemente inglés, una inscripción recordaba que el palacio fue erigido en 1908 y sufragado por suscripción pública. Extraña monarquía la española, transitando desde la cúspide del poder imperial hasta los favores de la beneficiencia.
Ya de vuelta al hotel, recordé telefonear a mi abuela para saludarla y permitirle volver a narrar sus años de infancia en la ciudad de Santander. Ella y su hermana, la tía Menchu, aún niñas, sufrieron una Guerra Civil ciertamente accidentada, lo que, por otra parte, no es excepcional; primero huyeron de la Cartagena “roja” a bordo de un barco inglés y fueron acogidas en Gibraltar. Más tarde recorrieron toda España a bordo de trenes de tropa para reunirse con algunos familiares que vivían en El Ferrol. Allí se separaron durante un tiempo que nunca pude determinar y la abuela acabó en Santander hasta reunirse de nuevo con su madre y sus hermanas al acabar la contienda. De mi infancia han quedado las tardes de verano en que la abuela y la tía Menchu relataban sin descanso las viejas historias de entonces. Ambas parecían rememorar como aedos extáticos esos días lejanos y recibían como presentes los golpes ya pasados. Vivían de nuevo aquella angustia y aquella incertidumbre de los días oscuros, y recordaban una vez más a los muertos velando su memoria como si se hallaran de cuerpo presente. Recuerdo sobre todo el relato del fusilamiento de su tío Casimiro, que ellas narraban con horror verdadero y pathos trágico. Si no fuera porque no eran del bando correcto, supongo que esas historias podrían recibir el nombre equívoco y hortera de memoria histórica.
Un día en Santander da para poco. Por la noche cenamos unos pinchos cerca de la iglesia de Sta. Lucía, en una plaza que parece ser centro de la trama de relaciones sociales de los treintañeros de la ciudad. Las calles fueron perdiendo el trajín de la tarde, y la mayor parte de las que atravesamos para volver al hotel nos devolvieron el eco oscuro de nuestros pasos. La soledad se había extendido por los alrededores de la Catedral y la Plaza Porticada y nosotros nos recluimos en nuestra humilde habitación para viajar a Llanes por la mañana.
Viernes, 3-VIII-2007
Llanes. Después de un desayuno fugaz y un largo camino hasta la estación subimos de nuevo al tren para dirigirnos a Oviedo. A diferencia de los pasados trayectos, esta vez el tren no estaba semivacío, y fue imposible encontrar un lugar donde sentarnos. Dado que quedaban casi tres horas para llegar a Oviedo, la expectativa se ofrecía desalentadora. A pesar de los iniciales augurios, no obstante, todo se resolvió favorablemente: este fin de semana se celebra el descenso del Sella y nos tocó encontrar en el tren a la gente que acude allí para hacinarse en la sección botellón sin llegar a enterarse de nada. En media hora alcanzamos Ribadesella y el tropel se vertió sobre el andén dejando el vagón casi desierto. Hasta allí sólo tuvimos que soportar el erupto de algún gracioso cerdo, decenas de conversaciones estúpidas y gritos eufóricos de tierna adolescencia. Ahora el tren llega a Arriondas, donde se inicia el descenso, y sólo un par de personas han bajado para asistir al inicio del genuino recorrido.
El miércoles, una vez arribados a Llanes, anduvimos media hora hasta llegar al hotel. Éste se encontraba en las afueras, pero preferimos caminar a esperar un taxi incierto o un autobús previsiblemente inexistente. La habitación era amplia y limpia, y desde los ventanales se podía contemplar el telón rotundo de los Picos de Europa casi al alcance de la mano. Hace exactamente diez años que visité Llanes. De entonces sólo recuerdo una calle saturada de tráfico, la ría estrecha flanqueada por sidrerías y los “cubos de la memoria” de Ibarrola adornando el espigón del puerto. Dos días en el pueblo me han permitido recomponer una imagen completa y coherente de la población asturiana
Aunque enseguida se advierte que es un objetivo turístico preferente, y aunque es cierto que es atravesada de parte a parte por una carretera de tráfico incesante, Llanes conserva la belleza que podemos suponer de otros tiempos. La ciudadela medieval se extiende surcada de delgadas calles que, como regatos de agua, desembocan en plazuelas adornadas de algún árbol que ofrece sombra a las mesas de la sidrerías. Todo el casco viejo está presidido por el enorme palacio ruinoso de los Duques de Estrada, incendiado durante la invasión napoleónica y ocupado por la hiedra y la maleza desde entonces. La noche del miércoles cenamos en una de las sidrerías del centro y dimos buena cuenta de la sidra que quisieron servirnos.
El jueves amanecimos algo más tarde que de costumbre, no requeridos por la necesidad de tomar el tren para marchar. Tomamos una senda que corre sobre los montes paralelos a la costa y lleva, tras varios kilómetros, a los pueblos de Cué y Andrín. Al principio la ascensión discurría por entre el desordenado orden de hayas y robles, pero en poco tiempo –tras dejar atrás una ermita perdida en el bosque- alcanzamos los cerros de vegetación baja. El paisaje era impresionante. A un lado la línea de acantilados y playas, al otro la muralla de los montes y el verde espeso de la vegetación. Tras un par de horas de camino llegamos a las inmediaciones de Andrín, pero preferimos descender hasta la playa de “La Ballota” para allí refrescarnos. Volvimos un trecho por la carretera hasta alcanzar el pueblo de Cué. Comimos en el bar de una pequeña pensión y partimos para llegar a Llanes a buena hora. Por la tarde deambulamos otra vez por entre las casa de piedra y los edificios coloreados del centro y, al oscurecer, paseamos por los acantilados acosados por las olas. El verde intenso del mar fue apagándose y perdiéndose en el fondo. El horizonte se ensombreció y el agua fue tomando un color plomizo cada vez más oscuro. La noche cayó definitivamente sobre las cosas.
Sábado, 4-VIII-2007
El viernes, antes de que el tren se detuviera en la horrorosa estación de Oviedo, aún tuvimos tiempo de asistir a un acontecimiento curioso. En el vagón se sentaban varios pasajeros cuya cara he olvidado. Cada uno se entregaba a sus quehaceres sin mayor fruición que la imaginable en tal tesitura; unos leían, otros conversaban, y los más miraban distraídamente cómo el paisaje iba transformándose a medida que nos acercábamos a la ciudad y se hacía más densa la presencia industrial y urbana. En un momento indeterminado entró un chico joven y se sentó al otro lado del pasillo. Intuí brumosamente que no era uno más de los pasajeros normales; sus movimientos, su mirada furtiva y nerviosa, me parecieron vagamente sospechosos o anómalos. El anónimo recién llegado intentó enseguida –o eso pareció- cambiar la posición del asiento que tenía delante. En vez de hacerlo con las manos usó para ello de dos patadas furiosas. Estefanía le avisó de que el asiento no cedía porque un señor se sentaba en él. Transcurrieron unos momentos de silencio en los que atendimos expectantes cómo el recién llegado se miraba obsesivamente las manos mientras flexionaba los dedos. Sin dar tiempo a nada más, el extraño se irguió y lanzó una patada terrible al anciano que se sentaba en el asiento que había tratado de manipular poco antes. La escena nos aturdió. Yo, que no he sido especialmente educado para el heroísmo, tuve que levantarme y separar al agresor del anciano, que ahora se tambaleaba y caía sobre la pasajera de al lado. Trenes de España.
En Oviedo nos alojamos en un hotelito delicioso cercano a la estación de tren. Ocupa el Rei Alfonso II un palacete en plena zona residencial, y está rodeado de otras mansiones y jardines. Mirando hacia la ciudad se puede ver una panorámica bastante completa de Vetusta, mientras que hacia el otro lado domina y cierra la perspectiva el Monte Naranco. Como en la opulenta Santander, estábamos sin tacha mezclados con lo mejor de la burguesía.
Después de un descanso necesario anduvimos bajo un sol inclemente hasta alcanzar las iglesias prerrománicas de Sta. María del Naranco y S. Miguel de Lillo. Los prados circundantes fulgían verdes y brillantes bajo la tarde bochornosa. Dejamos atrás un hórreo oscuro y esbelto y paseamos de una a otra iglesia cobijados por la sombra de unos árboles generosos. Aunque ya conocía el lugar, la arquitectura diminuta y compacta de las iglesias no dejó de sorprenderme. De esa piedra toscamente labrada surgen formas sencillas y bellas, como si los constructores desconocidos hubieran buscado a tientas un estilo que sólo a veces vislumbraran. Como si en la piedra intuyeran escondido un porvenir.
Después de visitar las iglesias bajamos de nuevo a la ciudad. Paseamos por el Campo de S. Francisco, envueltos en el sol filtrado por los árboles innumerables, y cuando la tarde caía sobre Vetusta tomamos una cerveza en la plaza de la Catedral. La torre única era iluminada cada vez más tenuemente por el sol en retirada y el viento frío comenzó a soplar vehemente. Cenamos con voracidad una fabes con almejes y anduvimos al azar por las calles desorientadas que rodean al ayuntamiento hasta volver al hotel, atravesando de nuevo las calles anónimas que tejen la parte nueva de la ciudad. Por la mañana desayunamos en la terraza apacible del hotel y salimos en el FEVE de las 11.47 hacia Cudillero, próximo destino de nuestro periplo. Nada más salir de Oviedo reingresamos en ese reino fantástico de prados, zarzales, montes deslumbrantes y altos eucaliptos que ocupa toda la geografía asturiana. Transbordaremos en Pravia y llegaremos a Cudillero en veinte minutos.
Domingo, 5-VIII-2007
Cudillero. Nos hemos levantado con las primeras luces de la mañana. El día es gris y transpira una delgada lluvia apenas visible. Mientras, Cudillero duerme en silencio, hundido en su profunda sima junto al mar. Sólo los aullidos agudos de las gaviotas resuenan en el pueblo solitario. Un taxi nos acerca a la estación de FEVE para tomar el primer tren de la mañana. Nuestro destino es Castropol, última etapa asturiana de este viaje que, poco a poco, acaba. La estación perdida en el campo nos recibe también silenciosa y solitaria; sólo una liebre nos echa un vistazo despreocupado mientras roe la hierba verde que crece en todos lados. Al entrar en el pequeño edificio vemos únicamente al jefe de estación, pero ni siquiera parece advertir nuestra irrupción en la sala vacía; mira un cuadro repleto de lucecitas sin prestar atención a cualquier otra existencia de las que le rodean. Su labor se ve acompañada de un bocadillo que mordisquea de manera muy parecida a la de la liebre.
Cudillero ha sido un lugar magnífico para emplear una de las jornadas del viaje, a pesar de que tuvimos que recorrer un buen trecho cargando las mochilas desde la estación hasta el pueblo. Una vez llegados encontramos la pensión “Campillo” con extraña facilidad. Dejamos las cosas y salimos a comer pescado del lugar en una sidrería de la plaza. El día era luminoso y brillante, y no se adivinaba nube alguna dispuesta a estropearlo. Fuimos a la caseta de turismo y allí nos dieron un plano del lugar. Preguntamos también por alguna playa cercana y una amable señora nos explicó cómo llegar a la de Aguilar. La señora no tenía aspecto de mala persona, así que confiamos en las señas que nos dio y nos pusimos en marcha. Ascendimos esforzadamente al promontorio altísimo que resguarda a Cudillero y, desde allí, entre manchas de eucaliptos y helechos sin número, contemplamos agotados el mar reverberante bajo el sol de media tarde. Seguimos avanzando hasta que, tras numerosas tentativas, tomamos conciencia de estar perdidos. Volvimos a un pueblo que habíamos dejado atrás y por él deambulamos intentando hallar el camino que nos habían prometido. En uno de esos intentos ciegos aparecimos en una casa cuyo perro guardián casi nos come. Finalmente preguntamos a un paisano que echaba abajo las ramas de un nogal armado de una motosierra ruidosa. Nos explicó, pero no contento con eso –y supongo que preocupado porque no llegáramos a nuestro destino- sacó el coche y nos acercó. De camino a la playa nos informó locuazmente del camino que debíamos seguir al volver y nos dejó al lado de una playa grande y llena de gente. Allí nos bañamos en el agua fría, rodeados de bosques interminables de eucaliptos que se perdían en los montes cercanos. Volvimos siguiendo la carretera que atravesaba los bosques oscuros y dos pequeños pueblos, uno de los cuales recibía el nombre de “El Pito”. Anduvimos largo rato hasta asomarnos al anfiteatro en el que se esconde Cudillero. Descendimos lentamente contemplando cómo el pueblo recuperaba sus dimensiones a medida que a él nos acercábamos. El sol se cernía ya sobre los montes verdes, y el pueblo bullía con la vuelta de los barcos pesqueros y el ajetreo de los visitantes que recorrían sin sentido las callejuelas o se sentaban en la plaza a tomar una sidra. A la hora del ocaso nos acercamos al espigón del puerto y después cenamos mientras la noche se espesaba y desplomaba sobre el mar y el puerto.
Lunes, 6-VIII-2007
La estación de FEVE de Castropol tiene asiento en medio del campo, ya cerca de Galicia. Montes redondos y alfombrados de eucaliptos la rodean, y un racimo de pinos observan a un lado las vías oxidadas y los andenes en desuso, ocupados por el pasto y el abandono. Somos los únicos viajeros que esperan un tren de horario incierto, así como fuimos los únicos que ayer aquí bajamos. A diferencia de los días calurosos que nos acompañaron hasta este lugar, hoy la mañana es fresca, y los maizales que escoltan la carreterucha que hasta aquí conduce lanzan los destellos azarosos de la lluvia que soportaron durante la noche. Nuestro viaje se enfrenta a una última etapa, la que acaba, como las vías del FEVE, en El Ferrol. Cierta tristeza acompaña ya a la espera del último tren.
Tras un retraso de veinte minutos resuena por fin en los montes cercanos el traqueteo del tren minúsculo; sólo dos vagones lo forman, y su pequeñez le presta a la locomotora cansada un aire extraordinario de gesta épica. Nadie baja en Castropol cuando el tren se detiene a recogernos.
Ayer, domingo, comenzamos la efímera estancia en Castropol cuando el tren nos abandonó sin decirnos antes hacia dónde dirigirnos. Nos rodeaban sólo prados y campos en los que pastaba algún caballo indiferente a nuestra fortuna. En lontananza se adivinaban unas casas dispersas que pensamos parte del pueblo, pero al acercarnos comprobamos que no se trataba de Castropol, sino de una aldea llamada “El Valín”. Un paisano nos señaló un lugar indeterminado y lejano como destino al que dirigirnos. La parada del FEVE recibía el nombre de “Castropol” sólo por aproximación, porque la realidad era que no estaba en absoluto en el sitio del que tomaba nombre. Anduvimos largo rato bajo el peso de las mochilas antes de alcanzar el pueblo.
Dejamos las mochilas en el hotel y salimos a recorrer el pueblo. Subimos las cuestas empinadas que conducen a la plaza del ayuntamiento y a la iglesia, cuyo campanario corona la roca sobre la que el pueblo crece. Pueblo de pescadores lamido por la ría del Eo, las casas diversamente conservadas se pegan a la pendiente como los percebes y los mejillones a las rocas en las que pasan la vida. Bajamos hasta el pequeño puerto y apuramos hasta su fin el pequeño muelle. Enfrente, al otro lado de la ría, se levantaba bajo las nubes grises Ribadeo, ya perteneciente a Galicia.
Comimos unas Fabes y salimos al campo con la intención de alcanzar Figueras, al otro lado de una bahía recortada entre los árboles por el mar. Caminamos por una senda perfectamente señalizada y, en poco más de una hora, acompañados por castaños, eucaliptos y árboles de laurel enormes, llegamos. La ría, a causa de la bajamar, se había convertido en un lodazal de olor intenso a salitre, y el agua sólo pervivía en el centro de la extensa superficie horas antes cubierta por el mar. Las barcas que cruzaban de uno a otro pueblo utilizaban para ello estrechos senderos que el agua aún no había abandonado. Por encima de todo, un altísimo viaducto se elevaba uniendo las riberas de Asturias y Galicia. Nos sentamos en el puerto de Figueras y el sol comenzó a tremolar a medida que descendía sobre poniente. Para volver a Castropol tomamos una pequeña barca tripulada por un lobo de mar ancestral; con él, bordeamos la ría rozando las grutas que el mar ha abierto en la costa durante siglos de rutinario ir y venir, antes de que el bote entrara en el puerto de Ribadeo para recoger pasajeros. Desde allí divisamos las casas ruinosas y envejecidas que miran a la ría. Sobre los edificios se elevaba una gigantesca antena telefónica que hablaba del señorío de la tecnología sobre la vida y el espacio. Nada más desembarcar en Castropol el cielo terminó de cerrarse y comenzó a llover. Aparecieron paraguas antes inexistentes por todas las calles, pero nosotros no habíamos contado con medida tan previsora y fuimos blanco del agua hasta penetrar en el hotel. A la hora de cenar seguía lloviendo, así que volvimos a la habitación y encendimos la tele. Enseguida reconocí a una vieja compañera del colegio, Cristina Cancela; una cámara se dedicaba a seguirla y una voz relataba su historia. Le apasionaba el baile oriental, la danza del vientre, y contaba que quería viajar a El Cairo para bailar allí. Buena suerte, Cristina, supongo que no hay mejor destino para una mujer que la patria de los Hermanos musulmanes. Recibí un mensaje de Ricky en el que me decía que los alumnos del Altair hemos salido demasiado frikis (sic.).
Ahora, camino de El Ferrol, se abre a nuestra derecha un mar profundo e infinito. El tren recorre las comarcas gallegas pegado a la costa, y entre los eucaliptos y la hiedra se asoma a cada momento a bahías y rías abiertas e iluminadas por el sol del mediodía.
Martes, 7-VII-2007
El tiempo del viaje, que es un agujero perforado en el rutinario transcurrir y se mide por otras categorías, se acaba. Ya nos acercamos irremisiblemente a Madrid y el cielo plomizo acompaña nuestro regreso. Hace rato que los montes y prados verdes fueron reemplazados por los campos segados y muertos de la meseta.
El día de ayer lo ocupamos andando por El Ferrol, ciudad donde nació mi bisabuela. Su geografía es transparente y geométrica, producto de los proyectos dieciochescos y la ilusión de diseñar ciudades plenamente racionales. Esos hombres preclaros, que pretendieron engendrar ciudades del solo cálculo nos han donado un urbanismo tan ordenado como aburrido; las calles diseñadas en cuadrícula, el juego simétrico de las paralelas, la exactitud evocada en cada sección de ciudad… todo conspira haciendo presente la utopía de la Ilustración, la del hombre encontrando su lugar en la polis como el número en la aritmética. No obstante, los más de dos siglos pasados desde entonces han dado a la proyectada arcadia urbana el aspecto grotesco de una parodia. Las calles y edificios ilustrados también se ensucian, también son corroídos por el tiempo. Lo blanco ha devenido gris y el sueño parece haber naufragado en incontables edificios ruinosos y destartalados.
Paseamos largamente las calles racionales de El Ferrol hasta parar a cenar en la Plaza de Amboage, lugar donde vivieron mi abuela y Menchu durante la guerra. Tomamos un café escuchando distraídamente el concierto que allí se ofrecía. Después, nos retiramos al hotel, ya que el autobús que ahora nos lleva tenía como hora de partida las seis menos cuarto de la mañana.
Una Mujer Ciega.
Casanueva
La lectura, ante todo, es un ejercicio físico; cuando digo esto, suelen tacharme de superficial. Y así es, yo soy un hombre de superficie; he intentado vivir los últimos años en un estado horizontal, sin hundirme o alzarme de manera obscena —no es cuestión de ofender ni al topo ni al halcón—. Pues bien, como todo ejercicio físico, la lectura es, ante todo, cuestión de resistencia. Hay que resistir la tentación de leer. La psicología más elemental nos descubre que la ansiedad de lecturas provoca malestares metabólicos tendentes al desprecio del cuerpo y al cultivo de espíritus, cultivo que sería inocuo si no fuera porque los espíritus tienden irremisiblemente a pensarse más reales —y primeros— que la materia que los origina. Los espíritus son voraces alimañas de cadáveres y unos impostores bastantes convincentes.
Al ponerse frente a un libro hay que detenerse un momento, resistirse a abrirlo. Hay que saber primero qué es lo que se va a tener entre las manos porque muy seguramente ocupe una gran cantidad de tiempo de la vida de uno que bien podría ocuparse en satisfacciones más beneficiosas para lo humano. Si lo que se pretende es relativizar lo que algunos llaman el paso del tiempo reduciendo el estímulo de su percepción al marearse un poco con tanta letra, ¡hay que resistir la tentación! Hay formas de embriagarse menos agresivas para el cuerpo.
Leer y escribir se me antojan técnicas de la administración, de la historia o del sacerdocio: norma, tradición y ley necesitan liberarse del yugo histórico con la fantasía de una eternidad perenne. Pero, además, quien duda de que hoy en día la lectura es cosa pública, es decir, cosa de mercaderes, lo que a mi entender ha provocado uno de los más grandes e importantes cortocircuitos neuronales de la mente contemporánea: han puesto a la lectura su correspondiente fecha de caducidad. Urge leer antes de que se corrompa el producto. Eliminar la trascendencia de la lectura —pero nunca la tuvo, es esta una expresión histórica—, quiero decir, eliminar la fantasía de la trascendencia de la lectura ha llenado los vagones del metro de lectores compulsivos de cosas.
Leer tiene el peligro de que primero se necesita una sobrada inteligencia para enfrentarse al más simple de los textos –pero, ¿dónde y cómo la conseguimos?—. ¡Cómo enfrentarse a la Marcha Radetzky de Joseph Roht o a El hombre sin atributos de Robert Musil sin haber leído antes a Joseph Casals, que antes fue leído por Jorge Herralde que ya había leído con anterioridad a Roht, a Musil y conocía sobradamente la vida de Francisco José, qué digo, de Maximiliano…
La lectura, repito, es un ejercicio físico. Hay que ser un buen atleta para mantenerse un par de horas quieto, concentrado, sujeto al volumen que se tiene entre las manos…. Con frecuencia, a los no entrenados, tal actividad les provoca mareos de cabeza al no aguantar la postura y tensión que obliga la lectura; la espalda se corva inconvenientemente, al igual que el cuello, que tiende a inclinarse hacia delante, lo que provoca pinzamientos cervicales y contracturas de los músculos escalenos y trapecio. De igual manera, dependiendo del mamotreto, las muñecas y todas las articulaciones de las manos pueden sufrir molestias incluso puede darse el caso de que los antebrazos acaben durmiéndose.
Hay leyendas que relacionan la aparición de almorranas y varices con la lectura; la ceguera, la alopecia, el acné… deben de ser ciertas, no hay duda de ello. Además, no está del todo demostrado que la lectura adelgace o reduzca el colesterol.
Leer… Todo está en los libros, las verdades, las mentiras, los errores, los aciertos, las ilusiones sorprendentes, las crónicas rutinarias. Leer integra el conocimiento perdido entre las neuronas, descongestiona el fluido bullente del pensamiento y lo organiza en una gigantesca enciclopedia electro-química. Esta actividad tiene el peligro de que… adormece.
Leer debería ser un ejercicio de modestia. Es el momento de descubrir lo poco que en realidad guardamos en la cabeza; pero, al tiempo, también de descubrir todo lo que esa masa encefálica oculta… El conocimiento, esa mentira que pensamos que es la realidad.
Lo cierto es que hay que partir de la idea de que las personas lo saben todo. Es mentira aquello de la tabula rasa, así no funciona la cabeza de nadie, no existe el vacío en el conocimiento porque el conocimiento es la base de la conducta y la conducta aparece con el individuo. Nada más nacer –mucho antes- ya sabemos todo lo necesario. El óvulo sabe hacerse embrión, y el embrión sabe hacerse feto y el feto sabe hacerse cría.
En realidad lo sabemos todo desde siempre, pero ese conocimiento es falso, engañoso, pero ha de ser así porque la conducta necesita de una mente totalizadora en la que no exista hueco y apenas incertidumbre. El hueco de la incertidumbre se rellena con presuposiciones, sueños, creencias, o se convierte en algo oculto y misterioso, en tabú, o se relega al inconsciente…
Ejercitar conductas es recomendable, más aún cuando conducta y estado físico son altamente compatibles, y todo lo contrario en caso opuesto. A una persona perezosa —ese animal al que hay que cuidar si no queremos vivir la tragedia de su extinción en nuestros días— no le conviene, por ejemplo, ejercitar la conducta de reducir la jornada de sueño a menos de nueve horas diarias o le traerá una dosis de sufrimiento gratuito y de poco provecho; la conducta recomendable para la persona perezosa —siempre y cuando no le desagrade en demasía el hecho de ordenar su actividad diaria—, en la que debería ejercitarse, es en aquella en la que su morosidad vital no le acarree deficiencias nutritivas, ausencia de estímulos estéticos o dañe el crédito afectivo con el que cuenta tanto para sí mismo, como para con los otros. Deberá, como ejemplo, invertir una buena suma de dinero en obtener un somier, un colchón, ropa de cama, almohadas, pijamas de tejidos no agresivos, una buena climatización del dormitorio cuidando mucho que el color de las paredes, el aroma, la climatización, etc., no alteren su privilegiado y sensible sistema sensitivo o descomponga su delicada estructura mental.
Sin embargo, a la gente recia, el ejercicio de la conducta recomendable puede suponerle cierta dosis de sufrimiento —el golpetazo al hierro que se quiere templar, la querencia a recostarse sobre el yunque—, ya que sus umbrales perceptivos están más animalizados, enervados, agarrotados —los eticistas dirán disciplinados— y acometen con más aguante (que no con más decisión —a menudo la persona recia sobrevive a empellones—) acciones, y las sufren, que ponen al límite la capacidad de resistencia que como especie le corresponde. Como ejemplo de conducta podría bien enumerarse una serie de ejercicios tales como olvidarse de la degustación gastronómica y nutrirse de arroces, cereales, carnes estofadas y pucheros sin muchas especias o aliños, y beber mucho agua y cerveza (sobre todo cerveza y aguardiente –abstención total de otros destilados y de cualquier tipo de vino—); que la vivencia onírica no sobrepase nunca las seis horas sobre un jergón apañado para tal uso; que practique el sexo en el suelo y medio vestido, y un largo etcétera que ya desarrollemos más adelante.
Postdata: si a la persona recia le viene como anillo al dedo la imagen de la herrería, a la perezosa le correspondería el de la fábrica de vidrios; el hierro y la arena (ambos se modelan según su naturaleza). Atención: identifico pereza con delicadeza, quizá por cierta simpatía con el primer término y valoración positiva del segundo.
Mi definición de la pereza sería algo así como falta de ánimo por incompatibilidad emocional. Cuando se le pregunta a la gente perezosa el motivo de su tan lastimoso quehacer en alguna obligación suele soltar una retahíla de inconveniencias desagradables que le acarrea la acción que acomete. Muy a menudo ni siquiera emprende acción alguna y la simple imaginación de los avatares a los que se expone le agota. La pereza ha sido estigmatizada como un mal terrible porque acerca a la persona a la divinidad. Ya se sabe que no hay pecado más grave en el que pueda caer una persona que en creerse o intentar ser un dios. Sólo los dioses son perezosos, están adormecidos, y cuesta pruebas sudorosas y duras consagraciones despertarlos para llamarles la atención sobre algún asunto. A los dioses, para que actúen, hay que ofrecerles grandes sacrificios, como degollar a un hijo (si es el primogénito mejor), ayunar durante días (de forma voluntaria), hacer voto de castidad (y realizarlo)… Esta indiferencia hacia el inferior sólo es rota ante estas pruebas de tan ardorosa voluntad. La indiferencia de los dioses se convierte en pereza en las personas. En efecto, a un dios poco le cuesta señalar a un individuo con el dedo y bendecirle con alguna gracia; y, sin embargo, qué esfuerzo y estrés le provoca tal ejercicio: es el poderos, pesado y denso gesto del viejo, hace un instante recostado en una nube, otorgando la vida a un pedazo de barro moldeado por él mismo; o no complicarse la vida y cometer, por ejemplo, un universalicidio ahogando a todo ser vivo, menos a una muestra zoológica (que no botánica) del Planeta (las crónicas no cuentan si el agua alcanzó las alturas del Olimpo). Los dioses no entienden a esas caducas criaturas que pululan por los prados, apenas les cuesta actuar sin afectación alguna sobre ellas…
La persona vaga —al contrario que la perezosa que en el caso más extremo no actúa porque la percepción del trabajo en cuestión le desagrada— se deleita en la negación de la actividad.
Una mujer ciega, tanteando el suelo con su bastón, camina con cierta seguridad por la acera. Aparenta unos treinta años (aventuro demasiado) y viste algo desaliñada (falda, camiseta, rebeca, zapatillas y medias color carne), o esa es mi impresión, para la cual ayuda que la mujer lleve el pelo suelto, largo y algo grasiento, y unas gafas de sol oscuras, enormes, que le bailan algo en el puente de la nariz. Al llegar al borde de la manzana y notar el desnivel existente entre acera y calzada, se detiene. Acorta el paso, adelanta el bastón algo más lejos, y se lanza a cruzar la calle con un andar parecido al de una hormiga errática, hasta que con la punta del bastón toca el bordillo de la otra orilla, se detiene un instante, se acerca hasta casi tocarlo con los pies y por fin sube de nuevo a la acera. Ahora se desplaza en diagonal hacia la izquierda buscando con el bastón la fachada del edificio. Cuando el bastón choca con la fachada, la mujer prosigue con bastante buen paso el camino hacia delante. Antes se ha detenido un momento para peinarse el pelo hacia atrás con la mano izquierda y volviendo a su sitio unos cuantos cabellos que se le han caído hacia el rostro; también se compone la ropa, que tiende a arrugarse hacia la derecha por el ímpetu con el que con este brazo investiga, ayudándose del bastón, la trayectoria que ha de seguir el resto del cuerpo.
¿Qué religión procesará esta mujer ciega? En su andar errático, no he podido adivinar si le gusta hacer el amor con los hombres, con las mujeres, con ambos o con ninguno. No sé si viene de atracar un banco o si se dirige a casa de un desamparado para auxiliarle. ¿A quién habrá votado en las últimas elecciones? ¿Es buena madre, habrá abortado alguna vez? No sabría decir si ha escrito un libro o no, si lee o no… ni si quiera sé si es española… si es mujer… o si es ciega o está actuando.
Debiera estudiarse con más detenimiento el concepto de imbecilidad; pero en su sentido más amplio y ofensivo, bien puede decirse que los individuos son totalmente imbéciles. La imbecilidad reposa como un cuco sobre nuestra especie poniéndonos el lema del imbécil bípedo in plume. Una dirección lógica e inevitable es que el imbécil sólo puede esforzarse en la dirección de ser todavía más imbécil, y superarse día a día más en la imbecilidad. De esa caía en picado no hay salvación posible. De la imbecilidad, entonces, nadie se recupera; ninguna persona puede dejar de ser imbécil una vez ha caído en ese pozo. La imbecilidad es un rasgo muy apreciado por los entes dominadores entre los individuos de la masa, y suelen recompensarla, cuidarla y promoverla con agasajos y un cierto compromiso paternal. La persona imbécil necesita de una voz paternal que le guíe, pues si no la propia imbecilidad puede terminar por convertirse en un elemento nocivo para el cultivador de tal engendro pusilánime.
La felicidad y el imbécil suelen ser una dicotomía retórica muy productiva. La iconografía siempre representa al imbécil con una sonrisa de oreja a oreja, o con la vista (vista sin mirada) puesta en alto y la boca abierta, absorto en el vacío de sus pensamientos. Así es, el imbécil o siente felicidad o no siente nada, y quién puede resistirse a esta vida de lujo en la que el dilema gira en torno al hueco o a la carcajada.
La filosofía del hueco, el espacio ente dos volúmenes…
La felicidad no es un estado; en realidad no es nada, tan sólo una sensación, el reconocimiento esporádico y accidental de un conjunto de recuerdos notablemente agradables y una esperanza de futuro entusiasta. Tras este instante, viene la creación de un discurso organizado y optimista, en donde aquella primera sensación exaltada se convierte en una calma organizada en proposiciones, en donde queda relacionado, fijado y muy posiblemente cerrado un determinado corpus de hechos, vivencias, logros y anhelos, a cuya enunciación —esta vez sonora o retroalimentada— se volverá una y otra vez y siempre que haga falta, es decir, siempre que aceche por la espalda de nuestra inestable tranquilidad la incertidumbre.
Es la felicidad, en cierto modo, y tras ese primer espasmo emocional (que ya estudiaremos), una narración —es decir, una invención—, un argumento verosímil de la vida de uno, un cuento para serenar, que hay que creerse a pies juntillas, la retórica de la consciencia que intenta domesticar a su bárbaro gemelo —el subconsciente ansioso, asustadizo y depresivo—, para que no le sobrevengan ataques de pánico, reacciones nerviosas, acciones obsesivo-compulsivas, trastornos psicosomáticos y un largo etcétera más allá de la neurología.
La búsqueda de la felicidad es una búsqueda fraudulenta. Al ser discurso, narración, retórica de una sensación, puede estimularse, fabricarse, encapsularse en eslóganes y adagios.
Otro medio distinto es intentar fabricar, construir la felicidad mediante acciones encaminadas a este fin, podría denominarse el método transversal de la felicidad; en realidad no se trata de hallar la felicidad, sino de de actuar de una manera eficiente para lograr la felicidad. Podría denominarse también como método acumulativo, o de cómo alcanzar la felicidad por cuantos o paquetes de materia feliz. Una dieta saludable, hacer ejercicio físico y mental, tener períodos fructíferos de descanso, trabajar con orden y conocimiento, cultivar amistades, algún orgasmo que otro…
A cuarenta metros bajo el suelo la resonancia de la ironía tiene un no sé qué de euforia que despierta en uno la temible añoranza. No fue más que una anécdota, pero ahora, cuando el tiempo ha creado de un simple evento una narración trascendente, creo que es hora de transcribirla y darle una sustancia menos vaporosa… —Si se considera el esfuerzo como la energía aplicada para conseguir un logro, lo natural es que el esfuerzo sea adecuado al logro que se persigue. Así pues, es la naturaleza del logro la que determina la cantidad de esfuerzo que el individuo está decidido a procurar en tal empresa. Los logros, es estos casos, son demasiado subjetivos como para que no existan interpretaciones—… Decía que a cuarenta metros bajo el suelo, cuando tu horizonte no es más que la estrechez de un túnel de escasos metros de diámetro, la falta de oxigeno, de luz natural, el constante frío y la humedad de la roca convierten toda actividad física en una verdadera azaña. Tenía en mi equipo a un mecánico de origen ecuatoriano, de estatura muy pequeña, con el cráneo rasurado y el rostro casi inexpresivo, con unos ojos redondos y chicos y una boca de labios casi inexistentes
El encargado le recrimina que no ejecute su orden con más celeridad echándole en cara que no se esfuerza. El mecánico le responde: “pues si me esfuerzo, puedo ir incluso más despacio”.
Desarrollemos un poco más el asunto porque de tanto no hablar del tema, su naturaleza comienza a esponjarse, a vaporizarse, a desvanecerse y a convertirse en elemento etéreo, en algo parecido a eso que llaman Idea —no a la idea, que es tan física como lo pueda ser un rábano—; para ello embarremos un poco el asunto para hacerlo más terreno. Las personas suelen morir con cierta rapidez cuando se les priva de alimentos, higiene, salubridad, resguardo ante las inclemencias y defensas contra depredadores; de hecho también se mueren con bastante frecuencia aquellas a las que no les falta ninguna de las denominadas necesidades básicas, y no siempre a una edad estadísticamente aceptable; y si no se mueren siempre se les puede terminar matando. Las personas son bastante sensibles a la asfixia, a la abrasión, a las contusiones e incisiones igual que al hambre, a la sed, al agotamiento y al desamparo. Matar a las personas es una actividad bastante arraigada en el género humano. He leído por ahí que las personas aprendieron a matar cuando descubrieron que el contrincante no volvía a aparecer una vez asesinado. Desde entonces se ha asesinado mucho y con una inventiva y originalidad monstruosa, pero al parecer el número de contrincantes no desciende nunca. La actividad asesina se ha graduado, pues es de compleja naturaleza, desde el simple homicidio involuntario al genocidio, pasando por la ejecución, el ajusticiamiento, el exterminio, el linchamiento, la eutanasia, la defensa propia, la muerte en combate; existen homicidios por imprudencia, por omisión de auxilio, por negligencia, asesinatos de estado y asesinatos domésticos; hay asesinatos en serie, premeditados y sin explicación alguna.
Con frecuencia la muerte no llega de repente, sino que avisa haciendo caer a la persona en un estado al que se le denomina agonía, estado terminal, etc. El moribundo, al fallecer, no se desvanece, sino que permanece en estado cadáver, como un cuerpo orgánico inerme, aunque no sabría decir si cuerpo exento de vida, pues uñas y cabello dicen que siguen desarrollándose y un nutrido ecosistema de virus y bacterias sobreviven en él… tengo que estudiar más a fondo el tema de la descomposición...
La nutrición es la actividad fisiológica que permite al organismo obtener los materiales necesarios para el correcto desarrollo de sus funciones, sistemas y aparatos. Creo que es una definición bastante aceptable. Hay que nutrirse, conseguir ciertas sustancias (los nutrientes) por medio de la ingestión y la digestión. Hay otro medio de obtener materiales nutritivos para el correcto desarrollo de las funciones, y es con la sugestión; hay que sugestionarse, nutrirse con el convencimiento de que lo que hay que hacer es posible o de que es real lo que se está viendo o de que puede ser posible lo que se está soñando, porque si no a ver quién se lanza con arrojo contra el enemigo, o se sube a un andamio a veinte metros de altura, o se pone en manos de un cirujano plástico, o se endeuda toda una vida en la compra de una vivienda.
Que la ingestión es primordial y no objeto banal es irrefutable en cuanto es incluso tema teológico. Dioses hay que prohíben la ingesta de ciertos productos, o administran el momento de la ingestión, y uno de los dioses de la antigüedad llegó incluso a apostarse toda su creación a la ingesta o no de una manzana… Comer, mantener el nivel de nutrientes, y liberar endorfinas —pues el demonio habita en la lengua y no sólo en forma de blasfemia, sino también en forma de papila gustativa—, almacenar combustible en forma de manteca entre el tejido muscular y la epidermis.
Cualquier persona que no se capaz de elaborar por sus propios medios una dieta razonable no es digna de salir del pozo de la imbecilidad. Muéstreme a una persona incapaz de asar un cordero, de guisar la carne, de estofar un ave, de freír un huevo, de cocer pasta, de cuajar una tortilla, de exprimir una naranja, de aliñar una ensalada…, muéstreme a esa persona y yo sin duda alguna podré decir: “he aquí a un bienaventurado”, y acto seguido sabré empujarle con decisión al pozo sin fondo de la imbecilidad.
La sugestión es tanto, o más necesaria que tragar nutrientes. No todo va a ser voluntad; si viviéramos tan sólo de la voluntad, qué sería de los que somos imbéciles. Apenas llegaríamos a movernos de la cama
Cuando la enamorada le dice a su galán: “eres mi héroe”, en realidad le está convirtiendo en héroe. Cuando esta misma enamorada en otra ocasión le dice: “eres patético”, a qué increíbles mundos de angustia y dolor le destierra, pues no hay mayor violencia que la que ejerce alguien sobre otro que le estima o que de alguna manera depende afectivamente de él. Y es que la voluntad quizás no es tan primitiva como lo es la sugestión.
La importancia de la sugestión es la de poder andar entre la mierda y oler sin embargo a rosas; y todo lo contrario, vomitar de asco ante el olor del más delicado aroma
Ingestión, digestión, y sugestión…, pero también congestión, indigestión…, gestión a secas…, puede sacarse una buena lección de esto.
Durante una larga temporada tuve que estar levantándome a las cuatro y media de la mañana; como me acostaba a las once de la noche, una pequeña operación matemática nos revela que durante aquel período dormía unas cinco horas y media. Casi tan importante es el dato de que permanecía despierto diez y ocho horas y media, tiempo que estaba repartido de la manera que a continuación se cuenta. Ya he dicho que el despertador sonaba a las cuatro y media de la mañana. Nunca me ha gustado remolonear en la cama, así que me levanto de inmediato y me dirijo al baño para lavarme la cara y despejarme así en algo. Inmediatamente después, me encuentro en la cocina preparando el café y recogiendo los platos de la cena de la noche anterior. Han pasado quince minutos desde que me levanté hasta que me he sentado en la pequeña mesita de la cocina a desayunar. Un café con leche, nada más, y un libro que leer durante la próxima media hora. La lectura es variada y quizás más adelante ensaye a escribir una bibliografía de madrugadas. Sobre las cinco y cuarto llega la hora de adecentarse, comenzando por vaciar el intestino grueso que ruge inclemente espoleado por la cafeína y un líquido parecido a lo que de niño oía que llamaban leche. No suelo ducharme por las mañanas, aunque no descuido el aseo, sobre todo el de las axilas, propensas al mal olor. Desodorante y colonia, quizás afeitado, nada de peines o cepillos, lavado bucal, última micción, vaqueros, camiseta… me sobran cinco minutos antes de salir de casa que se resuelven de nuevo en la cocina eligiendo la comida que llevaré al trabajo entre dos o tres tuppers guardados en el no frost… Son las cinco y media de un lunes cualquiera de julio —en realidad no hay tantos lunes cualesquiera en julio, pero así queda muy evocador— y heme yo saliendo del portal de mi casa a la todavía en penumbra, solitaria y fresca madrugada de aquel día que aún no es tal. Hay que andar, y apenas uno es consciente ni del ritmo de la marcha, ni de la dirección que se toma. Recorre el cuerpo un cierto estímulo de euforia, de ánimo heroico, al cual le sucede con la misma intensidad un sentimiento de desmotivación, de cabal rebeldía ante la acción que se está realizando. Para entender esta montaña rusa emocional habría que describir más adecuadamente el paisaje que tengo delante. Al color del cielo nocturno me gusta llamarlo azul profundo; pues bien, ese azul profundo que puede observarse en cuanto te desplazas treinta o cuarenta kilómetros de la capital, sobre todo dirección norte, hacia la sierra, pierde protagonismo ante el color naranja eléctrico de las farolas y los punzantes destellos de los semáforos con su parpadeo tricolor, la luz azulada de los monitores que se escapan de algunas ventanas, los tonos zumbantes de algunos neones y luminosos publicitarios… El negror del asfalto y el grisáceo de las aceras reverberan como si tuvieran una pátina brillante superpuesta, las sombras y cruces de focos luminosos originan una geometría de ángulos y segmentos fantasmagóricos, los sonidos lejanos se ahuecan o comban y el ruido próximo está como amortiguado. Con esta tramoya montada alrededor, casi se palpa la soledad del individuo y surge instantáneamente las grandes dudas metafísicas: “¿Qué hago yo aquí?, ¿Adónde me dirijo?”…
En una despensa no puede dejar de faltar las legumbres, el arroz, las pastas… y la harina. Una persona seria debería guardar en la cocina un kilo de garbanzos, otro de lentejas, otro de alubias, dos kilos de arroz, un kilo de macarrones, otro de tallarines… y un kilo de harina. A las legumbres les viene muy bien el ajo, el laurel, el pimentón, el pimiento verde y el rojo, la cebolla y la patata; al arroz, el guisante y la zanahoria; a la pasta, el tomate, el ajo, la cebolla, el pimiento verde y el queso. Las legumbres bien pueden acompañarse con embutidos de cerdo, hueso y carne magra; el arroz casa muy bien con el pollo y el conejo; la pasta hace buena pareja con el tomate, con la carne de ternera (picada), el chorizo, el bacón, el paté.
Una ración de garbanzos, lentejas o alubias ronda entre los 65 y lo 80 gramos por persona, luego con un kilo tenemos entre 12 y 15 raciones; la ración de arroz por persona puede bien llegar con generosidad a los 100 gramos, lo que nos da 10 raciones por cada kilogramo de arroz; la ración de pasta estará en torno a los 80 ó 100 gramos. De un conejo mediano, si se guisa, puede llenar cuatro platos, al igual que el pollo asado o en salsa, siempre que se acompañe con algún tipo de guarnición: patatas, nabos, zanahorias, o una ensalada de lechuga, cebolla, tomate y espárragos, por ejemplo.
Comer carne no nos debe disgustar, sino más bien todo lo contrario, aunque reconozco que es un verdadero lujo. Un producto sucedáneo de la carne podemos encontrarlo hoy en día embandejado en los centros comerciales o aún no cortado y en apetitosas piezas enteras en las tradicionales carnicerías de los mercados. En general, hay tres tipos de carnes que una persona medianamente decente y con algo de dignidad debería conocer y saber elaborar en la cocina: la carne de vacuno, la carne de bobino y la carne de porcino. Vaca, oveja y cerdo son los animales que durante miles de años nos han acompañado en nuestras granjas y cuyos huesos mondos y pelados la humanidad ha desperdigado por los cinco continentes. A estos animales se les ha frito, asado, guisado, estofado, mechado, empanado, cocido, ahumado, embutido, laminado, desangrado; se les ha estudiado detenidamente su anatomía para especular cortes en su masa muscular, vísceras, entrañas y esqueleto.
Casi es imposible darse cuenta de que las personas no poseen un cuerpo, sino más bien que el cuerpo posee a la persona. Esa entidad psicológica a la que llamamos persona es generada por un conjunto de sistemas, tejidos, fluidos y una zoología microscópica que de una manera basta y torpe ha pactado una mutua cooperación: sobrevivir; y la manera que han visto más adecuada para la supervivencia es la de gestar una entidad volátil, casi vaporosa —eléctrica— que arbitre entre tantos intereses dispares. ¡El cuerpo ha erigido a un monarca para identificarse como unidad siendo tan dispares y con frecuente tan antagónicas sus partes! ¡Qué lección tan generosa nos regalan las dinastías de sangre azul! Cada parte, reclamando al monarca; y éste, en su majestad imperturbable, concediendo con obediencia las reclamaciones de sus súbditos. Pero, qué premio obtiene el monarca, qué gana este regidor, qué beneficio consigue, a cambio de qué este nuevo ser engendrado por un puñado de vísceras filtrantes y basculantes, de tejidos sólidos y flexibles, de circuitos hidráulicos, neumáticos y eléctricos…
No sabría explicar —por ello me esfuerzo tenazmente en intentarlo— cómo es posible mondar mal una patata. Puedo entender que una red neuronal resbale o sufra un cortocircuito al enfrentarse con la descarga malheriana de su tercera sinfonía, que sea incapaz de relacionar con una idea de lo sublime los haces cromáticos que impactan en su retina al ponerse frente a un Sorolla…; pero no saber pelar una patata, ser incapaz de pasar con delicadeza el filo de un cuchillo por la piel del tubérculo para separarla de la carne sin llevarse con ello más carne de la necesaria, no poner el cuidado y la atención necesaria para que los giros de muñeca que imprimen la necesaria rotación a la patata y el movimiento de arco del cuchillo no sean toscos ni agresivos para el tubérculo... Pero qué clase de personas se crían en este planeta.
Hasta ahora se ha dicho: “Los políticos tienen la culpa de que este pueblo no se libere de sus taras”, “la política no nos ha solucionado nada”. Se debería buscar al instigador y promovedor de estas maledicencias y ajusticiarle (hacerle justicia). ¡Qué alta responsabilidad e importancia les otorga a estos seres tan insignificantes y a tal actividad tan perentoria!
En verdad os digo que cada pueblo tiene los políticos que se merece. Es injusto decir en democracia que los políticos han llevado a cierta situación calamitosa a la nación; lo cierto es todo lo contrario, que la situación calamitosa de una nación cría políticos degenerados. Si es cierto que el poder dimana del pueblo y que las Cortes son su representación, ¿qué les podemos pedir a los políticos sino que sean la esencia de tal espíritu popular?
¿Qué es pueblo? Una de las grandes ilusiones del siglo pasado —¿también del que viene?— ha sido el de la inflación del término pueblo. Una persona que habite en una determinada nación, lo primero que tiene que darse cuenta es de si es parte de ese pueblo o no. Ser número de una determinada administración nacional, es decir, estar bajo el dominio de un uso fiscal, judicial y legislativo no es aval suficiente como para obtener el privilegio de ser pueblo.
Para ser pueblo, la característica principal es la de tener unos intereses comunes, es decir, la de tener un proyecto que cree comunidad. Esta comunidad no debe entenderse como la reunión altruista y benefactora de gentes impulsadas por un mismo demiurgo nacional; más bien, en las últimas décadas, se ha venido observando —y cultivando— la idea de que la competencia, la lucha de ideas, la rivalidad en el progreso hacia una meta, el diferenciarse cada vez más de lo otro, el ser más que… crea más comunidad que la de uniformar, rasar o nivelar. La comunidad perfecta es la que crea clases en un orden piramidal que permite un controlado flujo entre ellas —hacia arriba y, más importante, hacia abajo— impelido por la fuerza inevitable de la agresión pactada —la competencia—, suponiendo de tal manera que a la cúspide, al vértice estrecho de esta pirámide, solo escalarán los más aptos y que en ese reducido espacio sólo permanecerán los merecedores de tal hacinamiento.
Ocurre entonces algo que poco o nada se comenta; ocurre entonces que en los niveles inferiores de esta pirámide en donde el calor de la competencia hace bullir al gentío en busca del ascenso, en estos huecos cada vez más amplios y concurridos según se desciende, según suben los merecedores de tal premio y bajan o se quedan los que no lo son… ¡ay, señor!, ¡ocurre que en estos niveles inferiores comienzan a aglutinarse verdaderas masas de gentes frustradas, rencorosas, amargadas y envidiosas, personas que ya no pueden sentir algo que no sea la sensación de que les han privado de algo que se merecían, bien porque no suben nunca, bien porque les han arrojado a niveles inferiores! Estas gentes, por otro lado, no son las únicas pobladoras de estos niveles. Conviven las gentes frustradas con las no-personas, las incapaces, aquellas han decidido establecerse —por mantenerse sin descender, que ya es mucho— en su casilla, materia social neutra que aguanta bien los codazos y pisotones mientras pueda deambular con cierta libertad por los caminos horizontales de su nivel; esta masa neutra cumple la función de diluir la amargura, el rencor, la envidia y tantos otros sentimientos de frustración de las gentes que han decidido vivir bajo la ley de la agresión pactada.
¿Qué es pueblo? La respuesta se escapa por entre los dedos como el agua que se intenta mantener en la concavidad de las manos. Y aunque supiéramos con seguridad qué es eso de ser pueblo, aún nos quedaría saber de qué sirve ser pueblo y, mucho más aún, si se puede dejar de ser pueblo. El término pueblo se asemeja al término católico de bienaventurado. Víctor Hugo creo que les llamó los miserables. La revolución francesa llamó hermanos de la República a los que antes eran hijos de la Iglesia (¿pero no es lo mismo?).
Hoy en día al pueblo le han vuelto a cambiar la etiqueta; ya no se habla de provincias, sino de mercados; el pueblo, es ante todo, clientela, socio, abonado.
La domiciliación bancaria es la manera más adecuada de permanecer en ese estado vegetativo tan querido por los diseñadores del comportamiento. De igual manera que al enfermo al que se le va a extirpar un órgano se le anestesia para que no sienta dolor, al endeudado se le reconforta eliminándole la parte más desagradable de la transacción mercantil que ha llevado a cabo: se le aleja física y emocionalmente del cirujano que le va a amputar una considerable porción de su saldo bancario. La deuda a pagar pasa al sistema parasimpático del espectro consumista y el cobro de la misma deja de ser consciente y no será preocupante mientras el metabolismo que rige la actividad de la cuenta bancaria en cuestión, en decir, entre la sístole y la diástole, la inspiración y la expiración, entre la engullida y la defecación, no sea alterado de manera irreversible.
A veces, cuando mi enfermedad me da una tregua —cuando busco lo humano que hay en mí— consigo llegar a conclusiones un tanto sospechosas. Es doloroso, porque para buscar dentro de uno hay que ausentarse durante largos períodos de tiempo de esa mentira que llamamos identidad, de esa falsa excusa que hemos ido componiendo a lo largo de la vida, esa sucesión de traumas, el mal conocido de la caverna; para mirar hacia dentro hay, curiosamente, que abrirse, lanzarse hacia fuera, como alguien diría, salir de la caverna... Conclusiones sospechosas, digo, como por ejemplo que la utilidad de lo humano debe ser el mutuo entendimiento y colaboración de individuos finitos e independientes.
Pero dura poco; el dolor es una fuerza centrípeta, tiende a recoger los cuerpos, a arrugarlos; esto es, ha comprimirlos hasta casi hacerlos estallar; aquí es entonces que se genera una energía calorífica que prende todo tejido. Conclusiones de hondo calado, de caverna, frías y lúgubres. En la caverna, todo tiende a la gélida idealización.
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