La lectura, ante todo, es un ejercicio físico; cuando digo esto, suelen tacharme de superficial. Y así es, yo soy un hombre de superficie; he intentado vivir los últimos años en un estado horizontal, sin hundirme o alzarme de manera obscena —no es cuestión de ofender ni al topo ni al halcón—. Pues bien, como todo ejercicio físico, la lectura es, ante todo, cuestión de resistencia. Hay que resistir la tentación de leer. La psicología más elemental nos descubre que la ansiedad de lecturas provoca malestares metabólicos tendentes al desprecio del cuerpo y al cultivo de espíritus, cultivo que sería inocuo si no fuera porque los espíritus tienden irremisiblemente a pensarse más reales —y primeros— que la materia que los origina. Los espíritus son voraces alimañas de cadáveres y unos impostores bastantes convincentes.
Al ponerse frente a un libro hay que detenerse un momento, resistirse a abrirlo. Hay que saber primero qué es lo que se va a tener entre las manos porque muy seguramente ocupe una gran cantidad de tiempo de la vida de uno que bien podría ocuparse en satisfacciones más beneficiosas para lo humano. Si lo que se pretende es relativizar lo que algunos llaman el paso del tiempo reduciendo el estímulo de su percepción al marearse un poco con tanta letra, ¡hay que resistir la tentación! Hay formas de embriagarse menos agresivas para el cuerpo.
Leer y escribir se me antojan técnicas de la administración, de la historia o del sacerdocio: norma, tradición y ley necesitan liberarse del yugo histórico con la fantasía de una eternidad perenne. Pero, además, quien duda de que hoy en día la lectura es cosa pública, es decir, cosa de mercaderes, lo que a mi entender ha provocado uno de los más grandes e importantes cortocircuitos neuronales de la mente contemporánea: han puesto a la lectura su correspondiente fecha de caducidad. Urge leer antes de que se corrompa el producto. Eliminar la trascendencia de la lectura —pero nunca la tuvo, es esta una expresión histórica—, quiero decir, eliminar la fantasía de la trascendencia de la lectura ha llenado los vagones del metro de lectores compulsivos de cosas.
Leer tiene el peligro de que primero se necesita una sobrada inteligencia para enfrentarse al más simple de los textos –pero, ¿dónde y cómo la conseguimos?—. ¡Cómo enfrentarse a la Marcha Radetzky de Joseph Roht o a El hombre sin atributos de Robert Musil sin haber leído antes a Joseph Casals, que antes fue leído por Jorge Herralde que ya había leído con anterioridad a Roht, a Musil y conocía sobradamente la vida de Francisco José, qué digo, de Maximiliano…
La lectura, repito, es un ejercicio físico. Hay que ser un buen atleta para mantenerse un par de horas quieto, concentrado, sujeto al volumen que se tiene entre las manos…. Con frecuencia, a los no entrenados, tal actividad les provoca mareos de cabeza al no aguantar la postura y tensión que obliga la lectura; la espalda se corva inconvenientemente, al igual que el cuello, que tiende a inclinarse hacia delante, lo que provoca pinzamientos cervicales y contracturas de los músculos escalenos y trapecio. De igual manera, dependiendo del mamotreto, las muñecas y todas las articulaciones de las manos pueden sufrir molestias incluso puede darse el caso de que los antebrazos acaben durmiéndose.
Hay leyendas que relacionan la aparición de almorranas y varices con la lectura; la ceguera, la alopecia, el acné… deben de ser ciertas, no hay duda de ello. Además, no está del todo demostrado que la lectura adelgace o reduzca el colesterol.
Leer… Todo está en los libros, las verdades, las mentiras, los errores, los aciertos, las ilusiones sorprendentes, las crónicas rutinarias. Leer integra el conocimiento perdido entre las neuronas, descongestiona el fluido bullente del pensamiento y lo organiza en una gigantesca enciclopedia electro-química. Esta actividad tiene el peligro de que… adormece.
Leer debería ser un ejercicio de modestia. Es el momento de descubrir lo poco que en realidad guardamos en la cabeza; pero, al tiempo, también de descubrir todo lo que esa masa encefálica oculta… El conocimiento, esa mentira que pensamos que es la realidad.
Lo cierto es que hay que partir de la idea de que las personas lo saben todo. Es mentira aquello de la tabula rasa, así no funciona la cabeza de nadie, no existe el vacío en el conocimiento porque el conocimiento es la base de la conducta y la conducta aparece con el individuo. Nada más nacer –mucho antes- ya sabemos todo lo necesario. El óvulo sabe hacerse embrión, y el embrión sabe hacerse feto y el feto sabe hacerse cría.
En realidad lo sabemos todo desde siempre, pero ese conocimiento es falso, engañoso, pero ha de ser así porque la conducta necesita de una mente totalizadora en la que no exista hueco y apenas incertidumbre. El hueco de la incertidumbre se rellena con presuposiciones, sueños, creencias, o se convierte en algo oculto y misterioso, en tabú, o se relega al inconsciente…
Ejercitar conductas es recomendable, más aún cuando conducta y estado físico son altamente compatibles, y todo lo contrario en caso opuesto. A una persona perezosa —ese animal al que hay que cuidar si no queremos vivir la tragedia de su extinción en nuestros días— no le conviene, por ejemplo, ejercitar la conducta de reducir la jornada de sueño a menos de nueve horas diarias o le traerá una dosis de sufrimiento gratuito y de poco provecho; la conducta recomendable para la persona perezosa —siempre y cuando no le desagrade en demasía el hecho de ordenar su actividad diaria—, en la que debería ejercitarse, es en aquella en la que su morosidad vital no le acarree deficiencias nutritivas, ausencia de estímulos estéticos o dañe el crédito afectivo con el que cuenta tanto para sí mismo, como para con los otros. Deberá, como ejemplo, invertir una buena suma de dinero en obtener un somier, un colchón, ropa de cama, almohadas, pijamas de tejidos no agresivos, una buena climatización del dormitorio cuidando mucho que el color de las paredes, el aroma, la climatización, etc., no alteren su privilegiado y sensible sistema sensitivo o descomponga su delicada estructura mental.
Sin embargo, a la gente recia, el ejercicio de la conducta recomendable puede suponerle cierta dosis de sufrimiento —el golpetazo al hierro que se quiere templar, la querencia a recostarse sobre el yunque—, ya que sus umbrales perceptivos están más animalizados, enervados, agarrotados —los eticistas dirán disciplinados— y acometen con más aguante (que no con más decisión —a menudo la persona recia sobrevive a empellones—) acciones, y las sufren, que ponen al límite la capacidad de resistencia que como especie le corresponde. Como ejemplo de conducta podría bien enumerarse una serie de ejercicios tales como olvidarse de la degustación gastronómica y nutrirse de arroces, cereales, carnes estofadas y pucheros sin muchas especias o aliños, y beber mucho agua y cerveza (sobre todo cerveza y aguardiente –abstención total de otros destilados y de cualquier tipo de vino—); que la vivencia onírica no sobrepase nunca las seis horas sobre un jergón apañado para tal uso; que practique el sexo en el suelo y medio vestido, y un largo etcétera que ya desarrollemos más adelante.
Postdata: si a la persona recia le viene como anillo al dedo la imagen de la herrería, a la perezosa le correspondería el de la fábrica de vidrios; el hierro y la arena (ambos se modelan según su naturaleza). Atención: identifico pereza con delicadeza, quizá por cierta simpatía con el primer término y valoración positiva del segundo.
Mi definición de la pereza sería algo así como falta de ánimo por incompatibilidad emocional. Cuando se le pregunta a la gente perezosa el motivo de su tan lastimoso quehacer en alguna obligación suele soltar una retahíla de inconveniencias desagradables que le acarrea la acción que acomete. Muy a menudo ni siquiera emprende acción alguna y la simple imaginación de los avatares a los que se expone le agota. La pereza ha sido estigmatizada como un mal terrible porque acerca a la persona a la divinidad. Ya se sabe que no hay pecado más grave en el que pueda caer una persona que en creerse o intentar ser un dios. Sólo los dioses son perezosos, están adormecidos, y cuesta pruebas sudorosas y duras consagraciones despertarlos para llamarles la atención sobre algún asunto. A los dioses, para que actúen, hay que ofrecerles grandes sacrificios, como degollar a un hijo (si es el primogénito mejor), ayunar durante días (de forma voluntaria), hacer voto de castidad (y realizarlo)… Esta indiferencia hacia el inferior sólo es rota ante estas pruebas de tan ardorosa voluntad. La indiferencia de los dioses se convierte en pereza en las personas. En efecto, a un dios poco le cuesta señalar a un individuo con el dedo y bendecirle con alguna gracia; y, sin embargo, qué esfuerzo y estrés le provoca tal ejercicio: es el poderos, pesado y denso gesto del viejo, hace un instante recostado en una nube, otorgando la vida a un pedazo de barro moldeado por él mismo; o no complicarse la vida y cometer, por ejemplo, un universalicidio ahogando a todo ser vivo, menos a una muestra zoológica (que no botánica) del Planeta (las crónicas no cuentan si el agua alcanzó las alturas del Olimpo). Los dioses no entienden a esas caducas criaturas que pululan por los prados, apenas les cuesta actuar sin afectación alguna sobre ellas…
La persona vaga —al contrario que la perezosa que en el caso más extremo no actúa porque la percepción del trabajo en cuestión le desagrada— se deleita en la negación de la actividad.
Una mujer ciega, tanteando el suelo con su bastón, camina con cierta seguridad por la acera. Aparenta unos treinta años (aventuro demasiado) y viste algo desaliñada (falda, camiseta, rebeca, zapatillas y medias color carne), o esa es mi impresión, para la cual ayuda que la mujer lleve el pelo suelto, largo y algo grasiento, y unas gafas de sol oscuras, enormes, que le bailan algo en el puente de la nariz. Al llegar al borde de la manzana y notar el desnivel existente entre acera y calzada, se detiene. Acorta el paso, adelanta el bastón algo más lejos, y se lanza a cruzar la calle con un andar parecido al de una hormiga errática, hasta que con la punta del bastón toca el bordillo de la otra orilla, se detiene un instante, se acerca hasta casi tocarlo con los pies y por fin sube de nuevo a la acera. Ahora se desplaza en diagonal hacia la izquierda buscando con el bastón la fachada del edificio. Cuando el bastón choca con la fachada, la mujer prosigue con bastante buen paso el camino hacia delante. Antes se ha detenido un momento para peinarse el pelo hacia atrás con la mano izquierda y volviendo a su sitio unos cuantos cabellos que se le han caído hacia el rostro; también se compone la ropa, que tiende a arrugarse hacia la derecha por el ímpetu con el que con este brazo investiga, ayudándose del bastón, la trayectoria que ha de seguir el resto del cuerpo.
¿Qué religión procesará esta mujer ciega? En su andar errático, no he podido adivinar si le gusta hacer el amor con los hombres, con las mujeres, con ambos o con ninguno. No sé si viene de atracar un banco o si se dirige a casa de un desamparado para auxiliarle. ¿A quién habrá votado en las últimas elecciones? ¿Es buena madre, habrá abortado alguna vez? No sabría decir si ha escrito un libro o no, si lee o no… ni si quiera sé si es española… si es mujer… o si es ciega o está actuando.
Debiera estudiarse con más detenimiento el concepto de imbecilidad; pero en su sentido más amplio y ofensivo, bien puede decirse que los individuos son totalmente imbéciles. La imbecilidad reposa como un cuco sobre nuestra especie poniéndonos el lema del imbécil bípedo in plume. Una dirección lógica e inevitable es que el imbécil sólo puede esforzarse en la dirección de ser todavía más imbécil, y superarse día a día más en la imbecilidad. De esa caía en picado no hay salvación posible. De la imbecilidad, entonces, nadie se recupera; ninguna persona puede dejar de ser imbécil una vez ha caído en ese pozo. La imbecilidad es un rasgo muy apreciado por los entes dominadores entre los individuos de la masa, y suelen recompensarla, cuidarla y promoverla con agasajos y un cierto compromiso paternal. La persona imbécil necesita de una voz paternal que le guíe, pues si no la propia imbecilidad puede terminar por convertirse en un elemento nocivo para el cultivador de tal engendro pusilánime.
La felicidad y el imbécil suelen ser una dicotomía retórica muy productiva. La iconografía siempre representa al imbécil con una sonrisa de oreja a oreja, o con la vista (vista sin mirada) puesta en alto y la boca abierta, absorto en el vacío de sus pensamientos. Así es, el imbécil o siente felicidad o no siente nada, y quién puede resistirse a esta vida de lujo en la que el dilema gira en torno al hueco o a la carcajada.
La filosofía del hueco, el espacio ente dos volúmenes…
La felicidad no es un estado; en realidad no es nada, tan sólo una sensación, el reconocimiento esporádico y accidental de un conjunto de recuerdos notablemente agradables y una esperanza de futuro entusiasta. Tras este instante, viene la creación de un discurso organizado y optimista, en donde aquella primera sensación exaltada se convierte en una calma organizada en proposiciones, en donde queda relacionado, fijado y muy posiblemente cerrado un determinado corpus de hechos, vivencias, logros y anhelos, a cuya enunciación —esta vez sonora o retroalimentada— se volverá una y otra vez y siempre que haga falta, es decir, siempre que aceche por la espalda de nuestra inestable tranquilidad la incertidumbre.
Es la felicidad, en cierto modo, y tras ese primer espasmo emocional (que ya estudiaremos), una narración —es decir, una invención—, un argumento verosímil de la vida de uno, un cuento para serenar, que hay que creerse a pies juntillas, la retórica de la consciencia que intenta domesticar a su bárbaro gemelo —el subconsciente ansioso, asustadizo y depresivo—, para que no le sobrevengan ataques de pánico, reacciones nerviosas, acciones obsesivo-compulsivas, trastornos psicosomáticos y un largo etcétera más allá de la neurología.
La búsqueda de la felicidad es una búsqueda fraudulenta. Al ser discurso, narración, retórica de una sensación, puede estimularse, fabricarse, encapsularse en eslóganes y adagios.
Otro medio distinto es intentar fabricar, construir la felicidad mediante acciones encaminadas a este fin, podría denominarse el método transversal de la felicidad; en realidad no se trata de hallar la felicidad, sino de de actuar de una manera eficiente para lograr la felicidad. Podría denominarse también como método acumulativo, o de cómo alcanzar la felicidad por cuantos o paquetes de materia feliz. Una dieta saludable, hacer ejercicio físico y mental, tener períodos fructíferos de descanso, trabajar con orden y conocimiento, cultivar amistades, algún orgasmo que otro…
A cuarenta metros bajo el suelo la resonancia de la ironía tiene un no sé qué de euforia que despierta en uno la temible añoranza. No fue más que una anécdota, pero ahora, cuando el tiempo ha creado de un simple evento una narración trascendente, creo que es hora de transcribirla y darle una sustancia menos vaporosa… —Si se considera el esfuerzo como la energía aplicada para conseguir un logro, lo natural es que el esfuerzo sea adecuado al logro que se persigue. Así pues, es la naturaleza del logro la que determina la cantidad de esfuerzo que el individuo está decidido a procurar en tal empresa. Los logros, es estos casos, son demasiado subjetivos como para que no existan interpretaciones—… Decía que a cuarenta metros bajo el suelo, cuando tu horizonte no es más que la estrechez de un túnel de escasos metros de diámetro, la falta de oxigeno, de luz natural, el constante frío y la humedad de la roca convierten toda actividad física en una verdadera azaña. Tenía en mi equipo a un mecánico de origen ecuatoriano, de estatura muy pequeña, con el cráneo rasurado y el rostro casi inexpresivo, con unos ojos redondos y chicos y una boca de labios casi inexistentes
El encargado le recrimina que no ejecute su orden con más celeridad echándole en cara que no se esfuerza. El mecánico le responde: “pues si me esfuerzo, puedo ir incluso más despacio”.
Desarrollemos un poco más el asunto porque de tanto no hablar del tema, su naturaleza comienza a esponjarse, a vaporizarse, a desvanecerse y a convertirse en elemento etéreo, en algo parecido a eso que llaman Idea —no a la idea, que es tan física como lo pueda ser un rábano—; para ello embarremos un poco el asunto para hacerlo más terreno. Las personas suelen morir con cierta rapidez cuando se les priva de alimentos, higiene, salubridad, resguardo ante las inclemencias y defensas contra depredadores; de hecho también se mueren con bastante frecuencia aquellas a las que no les falta ninguna de las denominadas necesidades básicas, y no siempre a una edad estadísticamente aceptable; y si no se mueren siempre se les puede terminar matando. Las personas son bastante sensibles a la asfixia, a la abrasión, a las contusiones e incisiones igual que al hambre, a la sed, al agotamiento y al desamparo. Matar a las personas es una actividad bastante arraigada en el género humano. He leído por ahí que las personas aprendieron a matar cuando descubrieron que el contrincante no volvía a aparecer una vez asesinado. Desde entonces se ha asesinado mucho y con una inventiva y originalidad monstruosa, pero al parecer el número de contrincantes no desciende nunca. La actividad asesina se ha graduado, pues es de compleja naturaleza, desde el simple homicidio involuntario al genocidio, pasando por la ejecución, el ajusticiamiento, el exterminio, el linchamiento, la eutanasia, la defensa propia, la muerte en combate; existen homicidios por imprudencia, por omisión de auxilio, por negligencia, asesinatos de estado y asesinatos domésticos; hay asesinatos en serie, premeditados y sin explicación alguna.
Con frecuencia la muerte no llega de repente, sino que avisa haciendo caer a la persona en un estado al que se le denomina agonía, estado terminal, etc. El moribundo, al fallecer, no se desvanece, sino que permanece en estado cadáver, como un cuerpo orgánico inerme, aunque no sabría decir si cuerpo exento de vida, pues uñas y cabello dicen que siguen desarrollándose y un nutrido ecosistema de virus y bacterias sobreviven en él… tengo que estudiar más a fondo el tema de la descomposición...
La nutrición es la actividad fisiológica que permite al organismo obtener los materiales necesarios para el correcto desarrollo de sus funciones, sistemas y aparatos. Creo que es una definición bastante aceptable. Hay que nutrirse, conseguir ciertas sustancias (los nutrientes) por medio de la ingestión y la digestión. Hay otro medio de obtener materiales nutritivos para el correcto desarrollo de las funciones, y es con la sugestión; hay que sugestionarse, nutrirse con el convencimiento de que lo que hay que hacer es posible o de que es real lo que se está viendo o de que puede ser posible lo que se está soñando, porque si no a ver quién se lanza con arrojo contra el enemigo, o se sube a un andamio a veinte metros de altura, o se pone en manos de un cirujano plástico, o se endeuda toda una vida en la compra de una vivienda.
Que la ingestión es primordial y no objeto banal es irrefutable en cuanto es incluso tema teológico. Dioses hay que prohíben la ingesta de ciertos productos, o administran el momento de la ingestión, y uno de los dioses de la antigüedad llegó incluso a apostarse toda su creación a la ingesta o no de una manzana… Comer, mantener el nivel de nutrientes, y liberar endorfinas —pues el demonio habita en la lengua y no sólo en forma de blasfemia, sino también en forma de papila gustativa—, almacenar combustible en forma de manteca entre el tejido muscular y la epidermis.
Cualquier persona que no se capaz de elaborar por sus propios medios una dieta razonable no es digna de salir del pozo de la imbecilidad. Muéstreme a una persona incapaz de asar un cordero, de guisar la carne, de estofar un ave, de freír un huevo, de cocer pasta, de cuajar una tortilla, de exprimir una naranja, de aliñar una ensalada…, muéstreme a esa persona y yo sin duda alguna podré decir: “he aquí a un bienaventurado”, y acto seguido sabré empujarle con decisión al pozo sin fondo de la imbecilidad.
La sugestión es tanto, o más necesaria que tragar nutrientes. No todo va a ser voluntad; si viviéramos tan sólo de la voluntad, qué sería de los que somos imbéciles. Apenas llegaríamos a movernos de la cama
Cuando la enamorada le dice a su galán: “eres mi héroe”, en realidad le está convirtiendo en héroe. Cuando esta misma enamorada en otra ocasión le dice: “eres patético”, a qué increíbles mundos de angustia y dolor le destierra, pues no hay mayor violencia que la que ejerce alguien sobre otro que le estima o que de alguna manera depende afectivamente de él. Y es que la voluntad quizás no es tan primitiva como lo es la sugestión.
La importancia de la sugestión es la de poder andar entre la mierda y oler sin embargo a rosas; y todo lo contrario, vomitar de asco ante el olor del más delicado aroma
Ingestión, digestión, y sugestión…, pero también congestión, indigestión…, gestión a secas…, puede sacarse una buena lección de esto.
Durante una larga temporada tuve que estar levantándome a las cuatro y media de la mañana; como me acostaba a las once de la noche, una pequeña operación matemática nos revela que durante aquel período dormía unas cinco horas y media. Casi tan importante es el dato de que permanecía despierto diez y ocho horas y media, tiempo que estaba repartido de la manera que a continuación se cuenta. Ya he dicho que el despertador sonaba a las cuatro y media de la mañana. Nunca me ha gustado remolonear en la cama, así que me levanto de inmediato y me dirijo al baño para lavarme la cara y despejarme así en algo. Inmediatamente después, me encuentro en la cocina preparando el café y recogiendo los platos de la cena de la noche anterior. Han pasado quince minutos desde que me levanté hasta que me he sentado en la pequeña mesita de la cocina a desayunar. Un café con leche, nada más, y un libro que leer durante la próxima media hora. La lectura es variada y quizás más adelante ensaye a escribir una bibliografía de madrugadas. Sobre las cinco y cuarto llega la hora de adecentarse, comenzando por vaciar el intestino grueso que ruge inclemente espoleado por la cafeína y un líquido parecido a lo que de niño oía que llamaban leche. No suelo ducharme por las mañanas, aunque no descuido el aseo, sobre todo el de las axilas, propensas al mal olor. Desodorante y colonia, quizás afeitado, nada de peines o cepillos, lavado bucal, última micción, vaqueros, camiseta… me sobran cinco minutos antes de salir de casa que se resuelven de nuevo en la cocina eligiendo la comida que llevaré al trabajo entre dos o tres tuppers guardados en el no frost… Son las cinco y media de un lunes cualquiera de julio —en realidad no hay tantos lunes cualesquiera en julio, pero así queda muy evocador— y heme yo saliendo del portal de mi casa a la todavía en penumbra, solitaria y fresca madrugada de aquel día que aún no es tal. Hay que andar, y apenas uno es consciente ni del ritmo de la marcha, ni de la dirección que se toma. Recorre el cuerpo un cierto estímulo de euforia, de ánimo heroico, al cual le sucede con la misma intensidad un sentimiento de desmotivación, de cabal rebeldía ante la acción que se está realizando. Para entender esta montaña rusa emocional habría que describir más adecuadamente el paisaje que tengo delante. Al color del cielo nocturno me gusta llamarlo azul profundo; pues bien, ese azul profundo que puede observarse en cuanto te desplazas treinta o cuarenta kilómetros de la capital, sobre todo dirección norte, hacia la sierra, pierde protagonismo ante el color naranja eléctrico de las farolas y los punzantes destellos de los semáforos con su parpadeo tricolor, la luz azulada de los monitores que se escapan de algunas ventanas, los tonos zumbantes de algunos neones y luminosos publicitarios… El negror del asfalto y el grisáceo de las aceras reverberan como si tuvieran una pátina brillante superpuesta, las sombras y cruces de focos luminosos originan una geometría de ángulos y segmentos fantasmagóricos, los sonidos lejanos se ahuecan o comban y el ruido próximo está como amortiguado. Con esta tramoya montada alrededor, casi se palpa la soledad del individuo y surge instantáneamente las grandes dudas metafísicas: “¿Qué hago yo aquí?, ¿Adónde me dirijo?”…
En una despensa no puede dejar de faltar las legumbres, el arroz, las pastas… y la harina. Una persona seria debería guardar en la cocina un kilo de garbanzos, otro de lentejas, otro de alubias, dos kilos de arroz, un kilo de macarrones, otro de tallarines… y un kilo de harina. A las legumbres les viene muy bien el ajo, el laurel, el pimentón, el pimiento verde y el rojo, la cebolla y la patata; al arroz, el guisante y la zanahoria; a la pasta, el tomate, el ajo, la cebolla, el pimiento verde y el queso. Las legumbres bien pueden acompañarse con embutidos de cerdo, hueso y carne magra; el arroz casa muy bien con el pollo y el conejo; la pasta hace buena pareja con el tomate, con la carne de ternera (picada), el chorizo, el bacón, el paté.
Una ración de garbanzos, lentejas o alubias ronda entre los 65 y lo 80 gramos por persona, luego con un kilo tenemos entre 12 y 15 raciones; la ración de arroz por persona puede bien llegar con generosidad a los 100 gramos, lo que nos da 10 raciones por cada kilogramo de arroz; la ración de pasta estará en torno a los 80 ó 100 gramos. De un conejo mediano, si se guisa, puede llenar cuatro platos, al igual que el pollo asado o en salsa, siempre que se acompañe con algún tipo de guarnición: patatas, nabos, zanahorias, o una ensalada de lechuga, cebolla, tomate y espárragos, por ejemplo.
Comer carne no nos debe disgustar, sino más bien todo lo contrario, aunque reconozco que es un verdadero lujo. Un producto sucedáneo de la carne podemos encontrarlo hoy en día embandejado en los centros comerciales o aún no cortado y en apetitosas piezas enteras en las tradicionales carnicerías de los mercados. En general, hay tres tipos de carnes que una persona medianamente decente y con algo de dignidad debería conocer y saber elaborar en la cocina: la carne de vacuno, la carne de bobino y la carne de porcino. Vaca, oveja y cerdo son los animales que durante miles de años nos han acompañado en nuestras granjas y cuyos huesos mondos y pelados la humanidad ha desperdigado por los cinco continentes. A estos animales se les ha frito, asado, guisado, estofado, mechado, empanado, cocido, ahumado, embutido, laminado, desangrado; se les ha estudiado detenidamente su anatomía para especular cortes en su masa muscular, vísceras, entrañas y esqueleto.
Casi es imposible darse cuenta de que las personas no poseen un cuerpo, sino más bien que el cuerpo posee a la persona. Esa entidad psicológica a la que llamamos persona es generada por un conjunto de sistemas, tejidos, fluidos y una zoología microscópica que de una manera basta y torpe ha pactado una mutua cooperación: sobrevivir; y la manera que han visto más adecuada para la supervivencia es la de gestar una entidad volátil, casi vaporosa —eléctrica— que arbitre entre tantos intereses dispares. ¡El cuerpo ha erigido a un monarca para identificarse como unidad siendo tan dispares y con frecuente tan antagónicas sus partes! ¡Qué lección tan generosa nos regalan las dinastías de sangre azul! Cada parte, reclamando al monarca; y éste, en su majestad imperturbable, concediendo con obediencia las reclamaciones de sus súbditos. Pero, qué premio obtiene el monarca, qué gana este regidor, qué beneficio consigue, a cambio de qué este nuevo ser engendrado por un puñado de vísceras filtrantes y basculantes, de tejidos sólidos y flexibles, de circuitos hidráulicos, neumáticos y eléctricos…
No sabría explicar —por ello me esfuerzo tenazmente en intentarlo— cómo es posible mondar mal una patata. Puedo entender que una red neuronal resbale o sufra un cortocircuito al enfrentarse con la descarga malheriana de su tercera sinfonía, que sea incapaz de relacionar con una idea de lo sublime los haces cromáticos que impactan en su retina al ponerse frente a un Sorolla…; pero no saber pelar una patata, ser incapaz de pasar con delicadeza el filo de un cuchillo por la piel del tubérculo para separarla de la carne sin llevarse con ello más carne de la necesaria, no poner el cuidado y la atención necesaria para que los giros de muñeca que imprimen la necesaria rotación a la patata y el movimiento de arco del cuchillo no sean toscos ni agresivos para el tubérculo... Pero qué clase de personas se crían en este planeta.
Hasta ahora se ha dicho: “Los políticos tienen la culpa de que este pueblo no se libere de sus taras”, “la política no nos ha solucionado nada”. Se debería buscar al instigador y promovedor de estas maledicencias y ajusticiarle (hacerle justicia). ¡Qué alta responsabilidad e importancia les otorga a estos seres tan insignificantes y a tal actividad tan perentoria!
En verdad os digo que cada pueblo tiene los políticos que se merece. Es injusto decir en democracia que los políticos han llevado a cierta situación calamitosa a la nación; lo cierto es todo lo contrario, que la situación calamitosa de una nación cría políticos degenerados. Si es cierto que el poder dimana del pueblo y que las Cortes son su representación, ¿qué les podemos pedir a los políticos sino que sean la esencia de tal espíritu popular?
¿Qué es pueblo? Una de las grandes ilusiones del siglo pasado —¿también del que viene?— ha sido el de la inflación del término pueblo. Una persona que habite en una determinada nación, lo primero que tiene que darse cuenta es de si es parte de ese pueblo o no. Ser número de una determinada administración nacional, es decir, estar bajo el dominio de un uso fiscal, judicial y legislativo no es aval suficiente como para obtener el privilegio de ser pueblo.
Para ser pueblo, la característica principal es la de tener unos intereses comunes, es decir, la de tener un proyecto que cree comunidad. Esta comunidad no debe entenderse como la reunión altruista y benefactora de gentes impulsadas por un mismo demiurgo nacional; más bien, en las últimas décadas, se ha venido observando —y cultivando— la idea de que la competencia, la lucha de ideas, la rivalidad en el progreso hacia una meta, el diferenciarse cada vez más de lo otro, el ser más que… crea más comunidad que la de uniformar, rasar o nivelar. La comunidad perfecta es la que crea clases en un orden piramidal que permite un controlado flujo entre ellas —hacia arriba y, más importante, hacia abajo— impelido por la fuerza inevitable de la agresión pactada —la competencia—, suponiendo de tal manera que a la cúspide, al vértice estrecho de esta pirámide, solo escalarán los más aptos y que en ese reducido espacio sólo permanecerán los merecedores de tal hacinamiento.
Ocurre entonces algo que poco o nada se comenta; ocurre entonces que en los niveles inferiores de esta pirámide en donde el calor de la competencia hace bullir al gentío en busca del ascenso, en estos huecos cada vez más amplios y concurridos según se desciende, según suben los merecedores de tal premio y bajan o se quedan los que no lo son… ¡ay, señor!, ¡ocurre que en estos niveles inferiores comienzan a aglutinarse verdaderas masas de gentes frustradas, rencorosas, amargadas y envidiosas, personas que ya no pueden sentir algo que no sea la sensación de que les han privado de algo que se merecían, bien porque no suben nunca, bien porque les han arrojado a niveles inferiores! Estas gentes, por otro lado, no son las únicas pobladoras de estos niveles. Conviven las gentes frustradas con las no-personas, las incapaces, aquellas han decidido establecerse —por mantenerse sin descender, que ya es mucho— en su casilla, materia social neutra que aguanta bien los codazos y pisotones mientras pueda deambular con cierta libertad por los caminos horizontales de su nivel; esta masa neutra cumple la función de diluir la amargura, el rencor, la envidia y tantos otros sentimientos de frustración de las gentes que han decidido vivir bajo la ley de la agresión pactada.
¿Qué es pueblo? La respuesta se escapa por entre los dedos como el agua que se intenta mantener en la concavidad de las manos. Y aunque supiéramos con seguridad qué es eso de ser pueblo, aún nos quedaría saber de qué sirve ser pueblo y, mucho más aún, si se puede dejar de ser pueblo. El término pueblo se asemeja al término católico de bienaventurado. Víctor Hugo creo que les llamó los miserables. La revolución francesa llamó hermanos de la República a los que antes eran hijos de la Iglesia (¿pero no es lo mismo?).
Hoy en día al pueblo le han vuelto a cambiar la etiqueta; ya no se habla de provincias, sino de mercados; el pueblo, es ante todo, clientela, socio, abonado.
La domiciliación bancaria es la manera más adecuada de permanecer en ese estado vegetativo tan querido por los diseñadores del comportamiento. De igual manera que al enfermo al que se le va a extirpar un órgano se le anestesia para que no sienta dolor, al endeudado se le reconforta eliminándole la parte más desagradable de la transacción mercantil que ha llevado a cabo: se le aleja física y emocionalmente del cirujano que le va a amputar una considerable porción de su saldo bancario. La deuda a pagar pasa al sistema parasimpático del espectro consumista y el cobro de la misma deja de ser consciente y no será preocupante mientras el metabolismo que rige la actividad de la cuenta bancaria en cuestión, en decir, entre la sístole y la diástole, la inspiración y la expiración, entre la engullida y la defecación, no sea alterado de manera irreversible.
A veces, cuando mi enfermedad me da una tregua —cuando busco lo humano que hay en mí— consigo llegar a conclusiones un tanto sospechosas. Es doloroso, porque para buscar dentro de uno hay que ausentarse durante largos períodos de tiempo de esa mentira que llamamos identidad, de esa falsa excusa que hemos ido componiendo a lo largo de la vida, esa sucesión de traumas, el mal conocido de la caverna; para mirar hacia dentro hay, curiosamente, que abrirse, lanzarse hacia fuera, como alguien diría, salir de la caverna... Conclusiones sospechosas, digo, como por ejemplo que la utilidad de lo humano debe ser el mutuo entendimiento y colaboración de individuos finitos e independientes.
Pero dura poco; el dolor es una fuerza centrípeta, tiende a recoger los cuerpos, a arrugarlos; esto es, ha comprimirlos hasta casi hacerlos estallar; aquí es entonces que se genera una energía calorífica que prende todo tejido. Conclusiones de hondo calado, de caverna, frías y lúgubres. En la caverna, todo tiende a la gélida idealización.
1 comentario:
Genial! Existencialmente genial...
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