MARTES, 12-VIII-2003. DÍA PRIMERO.
La noche cayó cuando la nave dejaba Zurich atrás y abajo, muy abajo. Ahora, un autobús nos conduce, apenas rozando Atenas, hacia el puerto del Pireo. La noche es compacta, y sólo los destellos de farolas y semáforos se aventuran a desgarrar la completa oscuridad. Estoy de buen humor, tocado por la alegría que, a veces, los dioses contagian a los mortales; las musas, quizás, acompañen nuestra travesía, y con ellas la fortuna.
MIÉRCOLES, 13-VIII-2003. DÍA SEGUNDO.
Después de mal dormir un par de horas en un muelle del puerto, comenzamos nuestra primera travesía marítima hacia la pequeña isla de Serifos, donde ni Jasón ni Odiseo desembarcaron jamás, donde ningún dios vio su alumbramiento o héroe alguno realizó gestas extraordinarias. La larga noche en semivela, rodeados del tráfago caótico del puerto y algún mendigo que no parecía encontrar problema para dormir, tiñe la mañana luminosa de tonalidades irreales. El mar Egeo posee un azul oscuro y sin embargo brillante y apolíneo, como si guardara todo lo divino que ya no habita la tierra ni el cielo; el barco, inmenso, se arrastra por su faz mostrando pesadez, pero por el momento no parece anunciar naufragio. Nos sentamos en proa, en la cubierta superior, donde el sol comienza a lanzarse inmisericorde sobre los bancos y los botes salvavidas; las islas que poco a poco superamos están por él abrasadas , y sólo son tierra árida y piedras en medio del ponto. Los viajeros se desperdigan entre los bancos, unos durmiendo, otros leyendo o contemplando el camino, yo escribiendo estas pobres notas. Hay muchas mujeres, y, muchas de ellas, bellas y jóvenes, dejan presentir delicias amorosas inalcanzables, como si se tratase de un reclamo más del turismo nacional. La mañana se hace más calurosa, aunque muchos se abrigan aún con las ropas de la noche lóbrega.
JUEVES, 14-VIII-2003. DÍA TERCERO.
Llegamos a Serifos pasado el mediodía de ayer, miércoles. La isla yacía inmóvil bajo el sol abrasador, agostada por dos meses de verano y resignada ya a su suerte necesaria: año tras año reverdecer para entregar los frutos y la belleza como pasto para las vacas del sol. La isla es lo bastante grande como para tener cabida en los mapas y rutas turísticas, pero aun así pequeña. Entrando en la bahía se puede advertir cómo la obra del hombre se mezcla con las rocas y el mar formando una república indistinta. Chora, creo que su capital, se derrama desde la cima de un monte pedregoso como si de lava blanca y detenida se tratara; los racimos de pequeñas casas cúbicas y resplandecientes caen desde la altura hasta casi tocar con sus puertas el mar. Encontramos alojamiento en el puerto, no sin antes atravesar ciertas dificultades. Comimos en un restaurante que miraba al mar sin apenas pestañear, y cuyo nombre sonaba algo así como Stamatasi; ensalada griega y musaka fue nuestro menú, y para terminar un Nescafé, ya que el café que sirven en Grecia no es más que café turco rebosante en posos, imbebible. Por la tarde, después de bañarnos en la cala en torno a la cual todo se agolpa, subimos en autobús a Chora, donde nos perdimos en el virtuoso mosaico de casas y callejones. Nos sentamos en la plaza del ayuntamiento y pedimos medio litro de vino de resina; mientras apurábamos nuestros vasos, la noche sitió y, finalmente, tomó las calles y los cristales, que dejaron de reflejar lo que afuera ocurría y comenzaron a verter sobre los adoquines la luz eléctrica que ilumina salones y cocinas.
Dormimos nueve horas en Serifos, y esta mañana hemos tomado el ferry hacia Milos, la isla a la que los soberbios atenienses condenaron a esclavitud y muerte por su desobediencia. El barco ha hecho escala en Sifnos, y hemos podido degustar otra vez el lento acercamiento a la isla como una agonía placentera, y la inquietud del viento que bate la cubierta al acercarse el barco al puerto.
VIERNES, 15-VIII-2003. DÍA CUARTO.
El día entero atravesando Milos de parte a parte, desde que el sol se levantó precedido por la aurora de dedos de rosa hasta que desapareció oculto tras los montes pedregosos, anunciando en las sombras la noche oscura. Hace mucho tiempo una naos ateniense llegó a este lugar a anunciar a sus habitantes que morirían y sería esclavizados si no obedecían las órdenes que con ellos traían. Ellos se negaron a doblegarse a la soberbia. Los hombres fueron todos muertos, y esclavizados niños y mujeres.
Encontramos alojamiento tras recorrer mil veces las calles de Adamas preguntando en cada puerta que anunciaba Rooms to let. En ninguna nos dieron cobijo, y hemos terminado finalmente en un estudio con cinco camas agolpadas en el reducido salón. Con un coche alquilado recorrimos la isla, primero bañándonos en , unos cañones excavados por el verde mar en la blanda roca de la costa, después tomando una cerveza en Pollonia, a la orilla del ponto, y más tarde en Kipos y en una pequeña cala rocosa en la que nadando hemos entrado en una gruta resplandeciente, seguro morada de un cíclope. El atardecer lento ha ido oscureciendo la isla hasta que se han encendido las estrellas y la luna ha emergido de su baño en el océano. Todo aquí es luminoso, incluso la noche negra; también el mar, los montes calcinados y las mujeres que, del brazo de indeseables, recorren hastiadas el paseo marítimo. Mañana partiremos, ya anochecido, hacia la desconocida Ios.
SÁBADO, 16-VIII-2003. DÍA QUINTO.
Ahora la noche se ha cernido oscura sobre las aguas. También sobre este barco que las recorre. Llegamos a Kymolos para segui sin solución de continuidad hacia Ios. La luna rojiza dibuja un camino sobre el ponto señalando un destino que nadie cubrirá, y las estrellas imperturbables dejan asomar su fuego eterno sobre nosotros mortales. Este quinto día abandonamos nuestro alojamiento y tomamos un autobús conducido por el mismo griego de pelo canoso que parece conducirlos todos en la isla. Nos llevó a Pollonia, donde pasamos el día en la pequeña playa rodeada de chiringuitos. Comimos en uno de ellos, y dormimos la hora en que el calor se hacía más asfixiante.
El mar que rodea estas islas, el viejo mediterráneo, aparece aquí siempre en renovada juventud; sus aguas guardan colores inconcebibles desde verdes, azules y turquesas imposibles, hasta el blanco o el plomizo de la arena y las rocas que recubre. En Pollonia nos bañamos, y también leí unas páginas de una asombrosa novela que ha caído en mis manos: El maestro y Margarita. Después, de vuelta a Adamas, cenamos unos Kebab en el paseo marítimo, y pasadas las once nos embarcamos, tras haber ofrecido un himno a Apolo Embasio y haberle pedido su magnífica protección para el trayecto. Hemos buscado acomodo donde hemos podido; unos han extendido el saco en los bancos de cubierta, humedecidos por la noche; yo sólo he dejado la mochila, resistiéndome a dormir ante el espectáculo misterioso de una noche de navegación. Quizás después pueda dormir algo.
DOMINGO, 17-VIII-2003. DÍA SEXTO.
Cuando amaneció, y ya el sol dirigía su mirada sobre la tierra, la playa en la que dormíamos también se iluminó con sus rayos. Despertar allí, envuelto en el azul del saco, asaltado por el rumor de las olas, cobró un significado casi mítico. Nos levantamos para darnos un baño en el mar verde; quizás este sea el baño más gratificante que nunca haya existido, y la felicidad intuida la más grande. En el puerto desayunamos en una especie de pub cuyo dueño nos habló brevemente de una vez que estuvo en Madrid; no llegamos a entablar conversación, todavía aturdidos por la corta noche. Lo demás de Ios fue una visita minúscula a un busto de Homero levantado en una plaza demasiado moderna y adornado con citas de la Ilíada y la Odisea; después, otra vez el ferry, ahora con destino a Naxos, donde Teseo abandonó a la bella Ariadna una vez vencido el minotauro. Cada isla es no sólo una tierra rodeada de mar, o un paisaje deslumbrante, sino un significado. Cada trayecto nos lleva de una a otra historia plena de sentido; hoy, de la isla donde murió Homero, el divino invidente, a la que asistió a la tristeza de Ariadna abandonada.
LUNES, 18-VIII-2003. DÍA SÉPTIMO.
Pasan los días fugaces, sin apenas dejar que uno se abandone a su goce. Entre el nacimiento y el ocaso del día deambulamos por lugares sin número, pero casi todo termina envuelto en la oscuridad que la memoria no alcanza. De la isla de Naxos olvidaré también la mayor parte, pero hay cosas que no quiero dejar de recordar. En el extremo del puerto, sobre una pequeña isla unida artificialmente a la costa, se erigen las ruinas de un inacabado templo a Apolo, el flechador. He de reconocer que llegué a emocionarme ante la vista del primer templo griego, aunque sólo sea un dintel que separa nada. Cenamos en una de las callejuelas recónditas que Chora, la capital de la isla, atesora, entre casas blancas y azules y manadas enteras de turistas ávidos por adquirir el recuerdo más característico al mejor precio.
Esta mañana amanecimos en la mugrienta casa en la que encontramos alojamiento y, después de saludar a la dueña, que se hace llamar La mamma, desayunamos en una pequeña plaza sofocada por un tráfico ruidoso y desordenado. Después partimos en un coche alquilado hacia el interior. Paramos en un templo dedicado a Demeter, madre de la bellísima Perséfone, rodeado de altos montes abrasados por el sol cruento. Comimos en Halki, donde anduvimos bajo el sol hasta encontrar una pequeña iglesia bizantina perdida entre huertos, muros y cipreses solitarios. Ahora cae el sol del séptimo día sobre el promontorio que cierra el horizonte, y la luz languidece tornándose anaranjada sobre la arena de una playa cuyo nombre no recuerdo.
MIÉRCOLES, 20-VIII-2003. DÍA NOVENO.
Después de dos días verdaderamente agotadores en los que apenas tuvimos tiempo para comer o dormir, qué decir del necesario para escribir algo no carente de sentido, el sosiego de una casa limpia permite que me pare a recordar lo pasado. Hemos arribado a Tynos a las cinco de la tarde. Como siempre, hemos pasado tribulaciones sin cuento a causa del acomodo que buscábamos; lo natural sería que hubiésemos acabado en un sitio inmundo, o durmiendo en alguna plaza tirados, pero, ante nuestra mayúscula sorpresa, hemos hallado una verdadera casa donde habitar. Se siente uno tentado a llamarla incluso un hogar. Tras alquilar un Panda, hemos llegado a Pyrgo, lugar en el que nos alojamos. El pueblo se esconde en un valle abrupto que da la cara al resplandeciente mar; su altitud es elevada, y por eso el ponto parece un país inmenso que rodea el mundo por todos lados. He dado un pequeño paseo siguiendo las escaleras que se encaraman por el monte que perdió su nombre debajo de las piedras que alfombran la ciudad. Las casas son indecentemente blancas, y blancas también las iglesias y los mármoles por todas partes presentes. Mientras me perdía en el laberinto, la noche ha abrazado todo lo visible, exigiendo recordar que el tiempo que nadie oye sigue sepultando minutos y horas; las paredes han ido empapándose lentamente de un azul cada vez más triste, hasta casi desaparecer absorbidas por la noche insaciable, pero se ha hecho el milagro de la luz eléctrica y todo el pueblo ha reaparecido como un conjunto coherente de fuegos ardiendo bajo la estrellada oscuridad. Estaremos aquí hasta el sábado, día en el que, quemando ya nuestras últimas jornadas, viajaremos a Atenas, la ciudad de Platón y Trasímaco; para entonces, poco quedará de todo esto; sólo la voluntad de no olvidar.
De Naxos, tras una inútil parada en Paros, desembocamos en Mykonos. Desde el barco, iluminada por el sol generoso, la isla se presentaba tan bella como otra cualquiera: También su capital posee hermosas casas y calles, pero todo resulta de una artificialidad indecorosa. La belleza no es allí libre, sino dirigida a envolver al turista que de antemano sabe lo que encontrará. Parece una ciudad construida para ser mostrada en las guías turísticas y los folletos de las agencias, sólo diseñada para satisfacer las expectativas de cuanto turista por ella se acerque. Podría ser casi un destino de los pregonados por el insoportable Ramón García, con camisa hortera de flores inclusive, con sonrisa de satisfacción y afable vulgaridad por el mismo precio en …Viajes Marsans. Dormimos en una especie de jaula para papagayos o cualesquiera pájaros tropicales, sobre el frío suelo de cemento; era el sitio más barato que encontramos en un camping lleno de indeseables vestidos impecablemente a la moda; pasamos también desapercibidos de forma impecable, ya que se trataba del tipo de gente que no suele prestar atención a aquellos que buscan el lugar más barato del camping, ni aunque sea el suyo y sea caro. Sólo las gafas de cualquier imbécil costaba más que mi mochila con todo su contenido, incluido el saco que no es mío.
Esta mañana, después de madrugar en medio de los desperdicios de una noche de fiesta del colectivo gay en pleno, recorrimos la isla de Delos, en la que el divino flechador, Apolo, el que hiere de lejos, nació un día de Leto. Sólo hay ruinas en la ventosa Delos, sólo trozos incompletos de un pasado remoto. El tiempo está también en Delos, y ofrece como señal inequívoca de ello la destrucción que a todo aqueja. El gran teatro que antaño cubrió la ladera de un monte ha vuelto de nuevo a ser monte, y los mármoles son ya sepultados por la tierra y la vegetación agostada. Los aljibes son otra vez sólo agua oscura, y las casas yacen bajo sus techos derruidos. Sólo algún mosaico o columnas semirrotas resisten todavía el furor del tiempo, pero su lucha está certeramente condenada al fracaso. Nada más que ruinas quedan de ese tiempo memorable, y la desolación de lo que está caído sobre la tierra hace comprender que todo lo demás también envejece, cae y muere. El cielo de los griegos, como su civilización, ya es sólo desperdicio; ya no hay Zeus o Apolo o Afrodita porque está el cielo deshabitado.
JUEVES, 21-VIII-2003. DÍA DÉCIMO.
Hoy hemos tomado el día como un descanso merecido después de tanto deambular. Nos levantamos tarde y desayunamos lentamente, dejando que la calma se extendiera por todo el valle que habitamos. La isla de Tynos es magnífica y tranquila; estuvimos en un pueblo llamado Kardiní, o algo muy parecido, blanco y azul como todos, pero rodeado de terrenos fértiles que alumbran árboles frondosos. Allí había una iglesia católica y multitud de escaleras que subían y bajaban guiadas por caprichosos designios. En un pueblo llamado María tomamos una cerveza mientras el sol doraba los valles que en mar caían. Cenamos en Pyrgo y, en su bella plaza, tomamos una copa mientras el sueño anegaba lentamente la ciudad.
VIERNES 22-VIII-2003. DÍA UNDÉCIMO.
SÁBADO, 23-VIII-2003. DÍA DUODÉCIMO.
El undécimo día también dormimos hasta pasadas las diez. Cuando me levanté, después de sosegadas horas de sueño, el desayuno estaba ya preparado sobre la mesa, lo que me hizo querer aún más a mis compañeros; todo preparadito delante de la puerta azul de la casa donde nos cobijábamos. La mañana transcurrió reposada, pues éramos presa de un pesada pereza. Parecía que habíamos ya decidido que allí acababa la navegación; sin embargo, como Odiseo, hubimos de aceptar que no era nuestro sino acabar así nuestros días, y no nos fue permitido dejar de pensar en Ítaca y el regreso. Nuestro gran sueño se debía a que, desconocedores del griego, habíamos comprado café descafeinado, lo que remediamos tomando un Frapé en la arbolada plaza de Pyrgo. Salimos ya casi a la hora de comer para iniciar nuestro recorrido por la isla de Tynos. Fuimos primero a Koinoi, con la esperanza de hallar un templo dedicado a Poseidón, el de los cabellos azules, pero sólo había ruinas, y, además, cerradas a esa hora al público. Anduvimos perdidos por las también ruinosas carreteras griegas, y finalmente paramos a darnos un baño (ahora sé que fue nuestro último baño en las islas) en una hermosa playa flanqueada por dos colinas pedregosas. Allí, en un chiringuito con ambientación y música tropicales, guarnecidos por la sombra generosa, tomamos una cerveza y charlamos. Cuando nos dirigíamos a la ventosa Pyrgos hallamos sin esperarlo la colina de Exoburgo, donde un milenario castillo derruido habita la cima; subimos azotados por el viento, y pudimos contemplar un paisaje como el que los dioses miran desde la cumbre del mundo. El sol caía ya, desbocado, sobre el venturoso océano, y las sombras se extendían voraces, sepultando en la negra noche a todo lo que tiene lugar en la pequeña isla. Al llegar a Vólax llegó también la hora del ocaso, cuando la luz se torna irreal y no se sabe con certeza si lo así iluminado existe o es sólo excrecencia de la mente de un dios caprichoso. Volvimos a nuestra espaciosa morada, y allí celebramos un pequeño banquete que consistió en ensalada griega, vino de Retsina y tortilla española.
DOMINGO 24-VIII-2003.
DÍA DECIMOTERCERO.
Los altavoces repiten mensajes ininteligibles en griego anunciando el despegue de aviones que se dirigen a destinos inverosímiles como Tel Aviv o Alexandrópolis. Esos lugares existen. Esta es nuestra última noche y no podíamos más que dormir en ella sin dormir, tirados en la espaciosa y por fortuna limpia nave del aeropuerto de Atenas. Afuera, donde late la noche, todavía parece durar el imperecedero batir del mar sobre las islas, pero son sólo coches y aviones, y no más el ponto. Parece que el aeropuerto es un lugar elegido por muchos para pasar la noche; hay modos extremadamente ingeniosos de hacer casi un dormitorio de un trozo de suelo, o de una silla, o de un rincón. Los demás nos contentamos con el suelo frío, o con lentamente mirar pasar las horas en el rostro de las mujeres cargadas de maletas.
Ayer, sábado, abandonamos la ventosa Tynos a bordo de nuestro último ferry; la navegación, de cuatro horas, resultó alegre, quizás porque nos esperaba Atenas como destino. El mar arrojaba su azul oscuro e intenso, y al acercarnos al Ática unas gaviotas saludaron nuestro regreso. El barco se mecía lleno de luz y mujeres en todo semejantes a diosas, tal era la belleza de algunas. En Atenas logramos alojarnos en un hostal llamado Afrodita, situado en algún sitio rodeado de casas viejas y calles levantadas por obras imposibles. El calor castiga sin misericordia a la vieja ciudad, pero aun así nos aventuramos a acercarnos al barrio de Plaka, que rodea la colina sagrada, para cenar algo en un restaurante para imbéciles que se dejan estafar. Paseamos por negras calles hasta que nos invadió el cansancio y nos retiramos al hostal.
Hoy, domingo, visitamos la acrópolis, que sigue ofreciendo morada a los dioses invisibles. Todo es ruina y mármol alrededor caído, pero aun así no pude contener la emoción producida por pensamientos que volaban hacia la antigua patria que allí existió. Visitamos el Areópago, y también el teatro de Dionisos, así como el ágora y el foro romano. La tarde fue encendiendo el horizonte sin dejar de hostigarnos con un calor insoportable, y el sol tiñó de sangre las paredes del partenón antes de ocultarse tras la colina sagrada. La puerta de Adriano siguió allí, a la entrada de un parque de nombre desconocido, y previsiblemente habrá también sucumbido a la noche como los perros, las papeleras o los buzones de correos. Después, una última cena en un restaurante de “buena acogida” (tal y como afirmaba la guía trotamundos) y el vertiginoso sucederse de coches y farolas encendidas a través de las ventanillas del autobús que nos depositó en el aeropuerto. Mañana, España, donde ya las noches, cada vez más extensas, anunciará que el otoño tiene prisa por venir.
El círculo se ha cerrado, y la tinta ha de postrarse, sin remedio, ante el silencio que todo lo acecha.
LUNES 25-VIII-2003. DÉCIMOCUARTO DÍA.
El metro recorre ahora pasadizos llenos de noche, devolviendo el alma a su rutinaria actualidad. El tiempo del viaje expira. Ahora el sonido sordo de los vagones no evoca gestas heroicas, ni otras realidades maravillosas; sólo ya el traqueteo de un tren ciego y normal. El tiempo del viaje ha terminado, y su lugar es ocupado por la realidad previsible. Plaza de Castilla, Duque de Pastrana, Pío XII… estaciones que se suceden en su orden sin que dios alguno o mortal pueda alterar su fatal cadencia.
Atenea, la de los ojos glaucos, esparció una niebla de sueño sobre los aviones que, primero, nos llevaron a Zurich, después a Madrid; también le concedió plácido sueño a Odiseo en su postrera navegación antes de pisar de nuevo la tierra itacense, cuando atravesó el ponto a bordo de la nave feacia.
Cae la noche perezosa sobre Madrid, y termina así esta pequeña odisea, oculta ya tras el fragor de los coches desordenados y de las risas mojadas en cerveza de las terrazas del crepúsculo.